Mi abuelo americano. Juana Gallardo Díaz

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Название Mi abuelo americano
Автор произведения Juana Gallardo Díaz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418575617



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levantado el castigo de no poder moverse del camarote por una tropelía que había hecho, lloraba por primera vez y, abrazado como estaba a Francisco, solo atinaba a decir que él se quería ir a su casa, que maldita la hora en la que se le había ocurrido semejante locura.

      —¡Tú, tú me convenciste! –le dijo en tono acusador a Francisco.

      No iba a ser la última vez en que Francisco recibiera la bofetada de su acusación. No importaba. Muy pronto se dio cuenta de que quería a ese chico por encima de todo. El mar bramaba y cada vez que notaban una nueva ola, Santiago se abrazaba aún más a Francisco clavándole sus dedos en el brazo y la espalda. Él también tenía miedo pero no se lo quería decir al muchacho. El corazón trotaba en su pecho y según cómo parecía que iba a estallarle: si esto ocurriera se me rompería en mil pedazos, pensó por un momento. ¡Qué tonterías se me ocurren!, dijo en voz baja, pero no pudo evitar imaginarse los pedazos de su corazón esparcidos por todo el abdomen. Los niños pequeños no dejaban de llorar amontonados unos sobre otros o con sus padres. La lluvia azotaba las lonas de la cubierta y en cada envite del agua, pensaban que el barco volcaría.

      Sí, cómo se le había ocurrido aquella locura, pensaba Francisco. Él podría estar en Maleza, oyendo el silencio de la noche. Se acercaría al jergón donde dormirían sus hijos y les echaría la sábana blanca y recia por encima. Luego se volvería a la cama y se apretujaría a las carnes de Isabel, que con los dos embarazos se habían hecho abundantes y que seguían siendo tan blancas como la leche que diariamente ordeñaba para los niños. Poco a poco la lluvia fue cesando y el barco empezó otra vez a bambolearse rítmicamente sin los sobresaltos de las olas. Casi todos se quedaron dormidos. Algunos soñaban con monstruos marinos que les devoraban, otros que comían felices un trozo de pan, aunque estuviera duro, en los pueblos y aldeas de los que procedían. Unos cuantos miraban con seriedad el suelo de madera y en sus ojos abiertos se veía el estupor de quien ha decidido ir a un sitio del que empiezan a adivinar que no es fácil volver.

      Al día siguiente, cuando la alegría de un sol limpio les despertó, vino Artemio González, el agente o “gancho” como les llamaba la gente, que les acompañaba en el viaje hasta Nueva York. Muy alegre les dijo alborozado:

      —¡Ya se ven pájaros!

      Todos le miraron sin entender su alegría, mudos, con el susto de las tinieblas de la noche todavía impreso en sus retinas.

      —Que estamos ya cerca de tierra, que no entendéis nada. Joder, qué hatajo de ignorantes -dijo, con el aire de superioridad que le caracterizaba- Pronto, añadió, llegaréis a la tierra de las oportunidades, the land of opportunities, opportunities, –repitió varias veces- recordad esta palabra. Allí se os olvidarán todas las penurias del viaje.

      Empezaron a reaccionar y se fueron todos para cubierta y al cabo de unas horas, tal y como les había anunciado Artemio, empezó a vislumbrarse a lo lejos una línea de tierra. Todos empezaron a vitorear y a lanzar las boinas al aire, se abrazaban riendo y llorando al mismo tiempo.

      Poco a poco empezaron los preparativos. Muchos llevaban hatillos inmensos que les habían servido en muchas ocasiones de almohada y de asiento. Otros, maletas de cuero recio atadas con cuerdas. Las mujeres habían sacado sus vestidos más decentes y se ponían los pañuelos blancos en la cabeza. También arreglaban con sus mejores galas a los niños para causar buena impresión a su llegada a la nueva tierra.

      —Lo primero que vais a ver al llegar, les dijo Artemio, es la estatua de la libertad. Una mujer que levanta un brazo llevando una antorcha: ahí empiezan las maravillas, les dijo entusiasmado. Esa luz es la de vuestro porvenir, que aquí será como un sueño en Jericó. ¿Vosotros sabéis qué era Jericó?

      No, hombre, no, qué van a saber estos si no saben hacer ni la “o” con un canuto, añadió para sí Artemio.

      A medida que se acercaban, se arremolinaban, anhelantes, en la barandilla de la cubierta para ver, por primera vez, esa tierra de prodigios donde iba a cambiar su suerte para siempre. Relucían a lo lejos aquellos rascacielos que ninguno de ellos había podido siquiera imaginar y cuyo nombre tardarían aún muchos meses en poder pronunciar: la Metropolitan Life Tower o el edificio Woolwort.

      Después de la tormenta, el aire estaba más limpio todavía y la luz del sol espejeaba en el agua deslumbrándoles. El barco empezó a acercarse poco a poco al puerto. Había un reguero de gente a lo largo del muelle esperando, sobre todo, a los que viajaban en primera y segunda clase. El caos era considerable y unos se despedían de otros con tristeza, porque sabían que a partir de allí quizás no volverían a verse y en el viaje tanta inseguridad y tanta incertidumbre había hecho que se crearan lazos inesperados entre ellos, alianzas que les parecían irrompibles, aunque ahora estuvieran a punto de hundirse en otro mar: el del olvido. Dame tus señas, se oía decir por todas partes. Pero algunos ni siquiera conocían el lugar al que iban, porque les costaba memorizar el nombre de la ciudad a donde les habían dicho que les llevaban. Se despedían así con tristeza, ¿quién sabe?, decían, quizás no estemos lejos y podamos visitarnos. Venían todavía con las dimensiones de sus pueblos y todo les parecía posible.

      Vieron que empezaban a bajar los de las cubiertas superiores. Luego empezaron a bajar ellos. Cuando ya estaban en tierra, Francisco recuerda ahora que se giró y al ver desplazarse con paso lento aquella riada de gente, pensó que era como si el barco los vomitara. No pudo evitar decir por lo bajo: Un vómito, eso es lo que somos. Con un gesto de la mano hizo como si se apartara esa idea de la cabeza. Les fueron indicando hacia dónde tenían que dirigirse: la isla de Ellis era su destino inmediato. Más adelante le explicarán a Francisco que muchos la llaman “la isla de las lágrimas” y él lo entendió.

      Ese es él ahora en su nueva vida: parte de algo más grande, un vómito, parte de algo más grande, un vómito, parte de algo más grande, un vómito, parte de algo más grande, un vómito. A su manera, Francisco se daba cuenta de que así iba a ser su vida aquí, una mezcla de experiencias, a veces contrarias, que se juntarían, pero sin unirse, como ocurría con el agua y el aceite, y que en esa y otras contradicciones parecidas él tendría que hacer los malabarismos necesarios para sobrevivir. Todo esto era muy cansado, incluso ahora: cuando aún estaba casi empezando.

      Después de unas semanas, alumbrado por el quinqué empieza a escribir una carta a Isabel:

      Querida Isabel,

      Espero que estéis bien tú y los niños a la llegada de esta, yo aquí bien, gracias a Dios.

      Pronto hará casi dos meses que estoy fuera de casa y lejos de vosotros. Esto es en parte lo que dicen, el lugar de las maravillas: las casas tienen luz y agua corriente, las aguas sucias van por alcantarillas debajo de tierra y no se ven las porquerías como ocurre con los albañales del pueblo. Se trabaja, pero te pagan bien y, como estás a dos horas a pie del trabajo, el señorito no puede hacerte llamar con nadie porque una mula se ha puesto mala o una oveja de parto. Las casas son grandes, luminosas y ventiladas, aunque yo echo de menos la penumbra y el fresco de nuestra casa. Aquí los ríos son como mares y el río Detroit, que está cerca de nuestra casa, es como diez veces más grande que el Guadalobo nuestro.

      Todo esto es cierto, pero es verdad que esto es también lo que nadie dice: que te pasas las noches despierto pensando en qué estás haciendo tan lejos de tu casa y de tu familia; te da coraje no entender su lengua y pasar siempre por tonto; según cómo te parece que solo eres las manos y los brazos que trabajan porque no parece interesarles nada más a estos americanos; te cuesta hasta beber su agua, que sabe muy mal. En fin, Isabel, que hay de todo.

      Os echo de menos a ti y a los niños. En nuestra pensión vive una familia de Galicia y yo me entretengo jugando con Liseo, su hijo, que tiene diez años. Ayer le hice al niño un palo y un mocho con una rama de árbol y le enseñé a jugar con ellos y cuando se ríe, su risa me parece que es lo más bonito de este sitio, lo más bonito del mundo. Me da miedo encariñarme con él. No sé por qué. Debería dar más miedo no sentir nada. Eso también da miedo, pero cuando sientes algo también te da miedo. Bueno, no sé cómo explicártelo. Yo no tengo tantas palabras.

      Qué tonto soy por hablarte de soledad y miedos. América es muy grande, Isabel, y muy bonita. Aquí no existe la oscuridad,