Mi abuelo americano. Juana Gallardo Díaz

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Название Mi abuelo americano
Автор произведения Juana Gallardo Díaz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418575617



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de las mismas se percibe solo con la distancia. Él percibía ahora con total claridad que en Maleza estaban su hogar y su patria, y también sintió con estupor que los había perdido, quizás para siempre. Era, pues, un hombre sin patria y sin hogar: esos eran los mimbres de su nueva vida.

      Por la tarde vio que Bella estaba en la cocina y, cuando se acercó, ella le dijo que estaba preparando cornish pasty para que se lleven mañana al trabajo. Es un pastel de carne que ellos nunca habían probado, aunque se parece un poco a las empanadas de chorizo que se hacen en Maleza para Semana Santa. A todo han de acostumbrarse. Su cerebro está agotado porque no paran de registrar nuevos sabores, olores, sensaciones, emociones. Incluso el agua, que aquí sale de un grifo que está dentro de la propia casa y no tienen, por tanto, que ir a buscarla al pozo, como ocurre en Maleza, tiene un sabor diferente y Francisco, durante los primeros meses, echará en ella un poco de limón para disimular el sabor a cloro que a él le resulta intolerable. Irá lentamente borrando el recuerdo de su pasado rural, se volverá amnésico, aunque él querrá luchar de muchas maneras contra esta escisión anti natural que la ciudad le impone.

      Al acercarse a Santiago vio que seguía durmiendo a pierna suelta, fue entonces hasta la habitación de Juan y lo vio tendido en la cama con los ojos muy abiertos:

      —Chacho, ¿quieres venir a dar una vuelta, aunque sea alrededor de la casa?

      —Ve tú, Francisco, que yo estoy cansado.

      —Juan - le dijo Francisco, con más voluntad que convicción-, son los primeros días, poco a poco el cuerpo se nos irá haciendo a todo.

      —Claro, hombre, seguro que es verdad lo que dices -le contesta Juan- y da por terminado así el breve intercambio.

      Estaba anocheciendo pero no habían encendido la luz. El reflejo amarillento de las luces de las farolas de la calle entraba tímidamente a través de la cortina de la ventana y por eso pudo ver las mejillas llorosas de Juan. Francisco pensó que él había visto a los hombres llorar solamente en dos situaciones: en la guerra del Rif, y en este exilio, que no por ser escogido duele menos. Esto se parece en cierta manera a una guerra, pensó. Le dio lástima aquel hombre, porque parecía un despojo arrojado sobre la cama, como un trapo viejo que alguien se hubiera olvidado, y sintió lástima también de sí mismo. Cerró la puerta de la habitación. Solo no se atrevía a salir a la calle, así que se quedó sentado en el porche. En las casas de alrededor casi no había luces. Aquí la gente se va antes a dormir, pensó. Fumó un cigarrillo tras otro. Tengo que ser fuerte, se repetía a sí mismo, no tengo que dejarme vencer. Quería ver otra a vez a Toni Galindo en la parada del autobús al día siguiente porque se le ocurrían mil preguntas que hacerle. En realidad, tenían que preguntarle todo.

      Era verdad que necesitaba saber muchas cosas para poder orientarse, pero, cuando a la mañana siguiente se encontraron otra vez con Toni Galindo en la parada de autobús de la Jefferson Avenue, le salieron unas preguntas diferentes a las que había pensado el día anterior. En principio, quería preguntarle sobre cómo llegó él, cómo pasó los primeros días y los siguientes, en qué echaba su tiempo cuando no estaba en el trabajo.

      Todo eso quería saber y más, pero, cuando lo vio, sin saber por qué, lo primero que le preguntó es si había pensado alguna vez en volver a España. Volverse ya, le dice, sin hacerse rico ni nada, volver como hemos llegado, con una mano detrás y otra delante, volver sin orgullo, sin dignidad, volver sin nada, pero volver. Lo dijo así seguido, como si le estuviera disparando perdigones al otro. Y Tony dijo que sí, que claro que pensaba muchas veces en volver, como todos, añadió, pero no como dices tú, sin nada, sino con dinero como para comprar una casa y para poner un negocio, que no he hecho yo un sacrificio tan grande como para irme como tú estás pensando: derrotado. Y como veía que Francisco le miraba con desaliento, añadió:

      —No te preocupes, hombre, que a todo se acostumbra uno. Se te irá pasando el susto y créeme, a algunos incluso les acaba gustando esto.

      Al llegar a la fábrica, volvieron a ponerse en contacto con Sean Peterson, que les miró con su ambigua sonrisa y con una actitud pretendidamente paternalista. Francisco estaba en un grupo de obreros que se encargaban del encaje de las puertas cuando llegaba el chasis del coche y en ese grupo estaba James Núñez, asturiano, que durante un mes le iría explicando todo, hasta que viera que Francisco tenía destreza suficiente como para hacer solo su trabajo.

      Ese primer día Francisco ya vio que lo más agotador de una fábrica no era cargar con los materiales, no era poner las piezas del coche y encajarlas, ni siquiera era levantarse de madrugada para llegar en punto a la fábrica: lo más agotador era el ruido. Nada era comparable a ese ruido ensordecedor de las diferentes máquinas de la fábrica y la dificultad para sustraerse a él. No había casi ningún rincón en el que no se escuchara el fragor de tanto movimiento, y, cuando terminó la jornada aquel día y cuando la termine los siguientes días de los siguientes años y se marche a su casa, el ruido seguirá rugiendo en su cabeza y tardará horas en encontrar de nuevo algo de silencio. Un día detrás de otro: siempre ese ruido.

      Por encima de los bancos donde algunos obreros estaban sentados poniendo las piezas que les correspondían, corrían las grúas de puente con un sonido metálico y cortante. En el suelo, las carretillas se esforzaban por circular en estrechos tramos. Al fondo de la nave, unas prensas inmensas cortaban rítmicamente y con un gran estruendo travesaños, capós, aletas, con un ruido que se parecía al de una catástrofe que estuviera ocurriendo todas las horas del día. El metrallazo de los martillos de la calderería se imponía incluso al estrépito de las máquinas.

      A veces había un tiempo pequeño de espera de la muela, la taladradora o la grúa, pero no te podías mover de la cadena. Francisco se sintió ya ese primer día un esclavo del cronómetro y de los mismos gestos, que veía repetir a sus compañeros con una cadencia bien regulada.

      Juan pasó con una carretilla llevando botes de pintura y le dijo guiñando un ojo: vamos, Francisco, que pronto nos vamos para casa.

      Y él sonrió con escepticismo, porque de haber sido posible ese retorno, ya no sabía en realidad cuál era su casa. Se podía decir que no sabía nada. Su sueño había sido ir a América unos años, hacer dinero, aprender y volver a Maleza para poner un pequeño negocio que le hiciera ganarse el respeto del pueblo y de sus padres. Pero aquí estaba y empezaba a sospechar que no aprendería nada más que unos cuantos movimientos que de poco le iban a servir en Maleza. En este mundo no existían los “secretos profesionales”, como sí existían en Maleza, que pudieran hacer de él un hombre nuevo. ¿Qué era para él ser un nuevo hombre? Esto se lo preguntaba muchas veces. Él quería ser fuerte; no tener tantas dudas que le sumergían siempre en la inacción; él quería ser un hombre de mundo, con una sonrisa de satisfacción permanente en la boca; quería ser un hombre sin miedo; un buen padre, capaz de dar a sus hijos un futuro; él quería que dejaran de referirse a él como “el hombre más bueno del pueblo” y que hablaran de él como “ese hombre valiente y listo que supo cambiar el libro de su vida”. Aunque él no lo podía formular de esa manera, él lo que quería era tener una vida con sentido, pero esto, esto de aquí, pensó prematuramente ese primer día de trabajo, no tenía ningún sentido y ahora ya volver tampoco lo tenía.

      A pesar de todas estas sensaciones que fue teniendo a lo largo del día, cuando llegó el momento de marchar, al salir con aquella riada de gente, Francisco se sintió importante, se sintió parte de algo más grande. Entonces se acordó de su llegada a América, a la isla de Ellis, se acordó del momento en que bajó de aquel barco con otra riada de gente, que en realidad era la misma con la que salía ahora de la fábrica, pero que, en aquel momento, vivió de otro modo.

      Llevaban más de dos semanas navegando. La última noche había sido quizás la peor desde que salieron. Se desató una tormenta que los tuvo en vilo durante horas. El cuerpo se les había acostumbrado a algunos de ellos al zarandeo constante del agua y ya no vomitaban. Muchos caminaban y bromeaban en la cubierta, pero aquella noche con olas de seis metros a nadie se le ocurría sonreír. Solo se oían los llantos de los niños y las oraciones a Santa Bárbara, pidiendo que amainase la tormenta, y los padrenuestros que se musitaban en voz alta componiendo así un coro de tragedia. Con el vaivén de las olas volvió a extenderse por