Mi abuelo americano. Juana Gallardo Díaz

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Название Mi abuelo americano
Автор произведения Juana Gallardo Díaz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418575617



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que siempre me asusta porque parece que el tiempo se haya parado. No, los domingos estarán llenos de las voces de nuestros niños y de las nuestras pidiéndoles que paren, que paren de reír y de jugar. Nosotros y ellos nos miraremos con cariño en una de estas casas de madera que hay por aquí, con un porche en el que me esperarás cada día para abrazarme y se me quitará así el cansancio de toda la jornada, la desolación. Aquí vamos a ser felices, como nunca lo hemos sido porque seremos ricos, Isabel. Me pagan cinco dólares al día, ¡cinco dólares, que se dice pronto!

      Enseguida yo voy a traerte aquí con los niños y tendrás una cocina y un lavabo, y una radio, y quizás incluso podamos comprarnos a plazos un Ford T de los que yo hago, y nuestros hijos irán a la escuela y tendrán abrigos de paño, no esas fajas que tú les tienes que poner ahora y que parece que estén herniados los niños.

      Todo eso tendremos, Isabel mía, mi amor, mi compañera. Ten paciencia, esto te pido, solo eso.

      Tu Francisco que tanto te quiere.

      Escribe las cartas en cuartillas amarillentas y las mete en un sobre que siempre besa para que le llegue algo de los labios a su mujer junto a todos aquellos sueños. Pero el tiempo pasará y cada vez esas cartas serán más cortas, y cada vez contendrán menos promesas, y cada vez se irán distanciando más en el tiempo. Pero Francisco aún no sabe nada de todo eso. En realidad no sabe nada, porque por el momento solo sabe lo que ve y eso siempre es poco.

      2

      El hundimiento de Ulises

      Francisco se queda embelesado contemplando las volutas de humo que salen del pitillo. Caprichosas, cada una dibuja una forma diferente y se disipan en un aligeramiento progresivo, que convierte al humo en algo translúcido, hasta disolverse finalmente en el aire. Nada desaparece del todo, piensa Francisco, el aire de esta habitación contiene partículas diminutas e invisibles para los ojos humanos de ese humo que ha sido a la vez parte de un pitillo que ha estado en su boca, que antes fue una planta que creció en algún lugar, en Tampa dicen, y que contiene, por tanto, algo de la tierra que la nutrió. Se pasa las tardes tendido en la cama fumando y haciendo disquisiciones como esta, que no le llevan a ningún lado, pero que las sigue haciendo porque en algo tiene que ocupar la mente para no volverse loco. Es tabaco barato que le deja la boca adormecida. También ha empezado a beber con frecuencia.

      —Francisco - le dice Juan desde el quicio de la puerta - ven, que vamos a dar una vuelta.

      —No, no tengo ganas. Estoy cansado.

      —Siempre estás cansado ¿Qué te pasa?

      —¿Qué cosas tienes? ¿Qué me va a pasar?: nada.

      De repente, llegan hasta la habitación las voces de Bella y Santiago. Ella se ha empeñado en enseñarle inglés. Francisco se levanta como movido por un resorte:

      —¡No para de enseñarle inglés al chico! No lo soporto.

      — Pero, ¿qué dices? - le contesta Juan con sorpresa- eso es lo que tendríamos que hacer todos nosotros.

      — Yo he venido aquí a trabajar y a volverme a España. A eso he venido. Y, mientras, tenemos que permanecer unidos: ¡ella me quita al chico enseñándole a escribir y a leer en esta lengua!

      —El muchacho es joven: él aquí tiene una vida por delante.

      —¡Eso lo dirás tú! Yo - le dice Francisco exasperado - prometí a sus padres que le llevaría de vuelta y eso es lo que haré. Por eso no quiero que le conviertan en un americano descastado, en un americano desarrapado.

      —Qué trágico eres, Francisco. Mientras seguimos aquí, quizás sería bueno que pudiéramos aprender su lengua, digo yo: que no veo nada malo en eso.

      Juan no lo entiende, nadie puede entenderlo, pero fue muy doloroso para Francisco comprobar que la unión entre él y el chico apenas duró los tres días que tardaron de salir de España hacia América.

      A menudo recuerda esos días, que ahora le parecen tan dulces, pues aunque ya se habían ido de Maleza, todavía estaban en el nido de la patria y aún hubiera sido posible quedarse allí si lo hubieran deseado. Un día de los que estuvieron en Santander, Don Gregorio, el agente de ese momento, se dirigió a ellos para recoger el dinero para los billetes de todo el grupo: doscientas pesetas en tercera clase cada uno. Les explicó todo lo referente al barco: que tenía capacidad para llevar a mil seiscientos pasajeros en tres clases diferentes y que ellos iban en tercera porque así guardaban el resto del dinero que llevaban para los primeros días de América; que el barco tenía alumbrado eléctrico, calefacción por vapor; ventiladores en todos los camarotes; baños de lujo; gimnasio; banda de música, que eso era “en general”, añadió, porque algunas de esas cosas no eran para los que iban en tercera clase, como ellos, pero que, a pesar de eso, tendrían departamentos amplios, ventilados y aseados.

      Mientras embarcaban, recuerda ahora Francisco, lucía un sol espléndido que se reflejaba en el agua del mar deslumbrándoles y que les obligaba a poner la mano como visera para poder distinguir lo que ocurría en el muelle y, sobre todo, recuerda el movimiento incesante alrededor del barco y el bamboleo de la propia embarcación con el que aún ahora, después de tres meses, sigue soñando.

      Vieron llegar a gente que empezó a subir por una escalera que se dirigía a la cubierta superior del barco. Iban ataviados como si fueran de fiesta, así iban de elegantes y engalanados, y muchos llevaban a sus hijos y a una corte de criados que también subían con ellos y que tenían en parte la arrogancia de sus amos en los andares. Una de estas criadas miró por casualidad hacia Francisco y, por un momento, las miradas se encontraron y a él le costó entender la expresión de aquellos ojos hasta que la joven apartó su mirada con desdén en el momento en que vio que Francisco y todos los demás que iban con él empezaron a entrar por otra escalera más rudimentaria. El corazón le iba a cien por hora a Francisco y con la algarabía que había en el puerto temió perder de vista a Santiago y, por eso, le llevaba cogido fuertemente de la mano, como si fuera un niño pequeño. En ese momento, Santiago era en realidad todavía un niño. La inseguridad del chico obligaba a Francisco a ser más fuerte y seguro. En el fondo necesitaba la debilidad de Santiago para sentir su fuerza, como si fueran amo y esclavo, aunque la realidad era que en esa situación ambos eran esclavos.

      Recuerda también muchas veces el momento en el que vieron que se acercaba Gregorio con otro hombre que presentó a todo el grupo. Era Artemio González, el nuevo enlace que iría en el barco y que se encargaría de ellos durante el viaje y a su llegada a Nueva York, a NiuYork, dijo Artemio para sorpresa de ellos, gentelmans, añadió con una sonrisa de condescendencia. Con él subieron por esa otra escalera que se dirigía a las cubiertas más bajas del barco.

      Le sorprendió la sencillez de la habitación de cuatro literas que les había tocado. La escotilla no podía abrirse y, por un momento, Francisco tuvo una sensación de ahogo, lo de la ventilación que les habían prometido no sabía por dónde iba a producirse. Notaba el balanceo del barco y también esto lo intranquilizó porque se le empezó a poner un poco de mal cuerpo. Santiago, en cambio, se fue eufórico a recorrer el barco y en ese primer momento el chico no registró la diferencia que había entre lo que les habían dicho que sería su habitación y lo que era: todavía estaba intacta la ilusión. Después de su paseo, en cambio, Santiago le dijo, con una sorpresa y una decepción casi infantil, que no podían entrar en algunos sitios del barco. Ahora, retrospectivamente, piensa Francisco, que en ese primer desengaño se empezó a gestar el huevo de la serpiente, el resentimiento con el que ahora le trataba Santiago, esa rabia de fondo que parecía haber guiado sus pasos en América.

      Juan Cruz, el sevillano que habían conocido en la fonda madrileña, también estaba con ellos en la habitación. Recuerda Francisco que, en el momento de zarpar y, aunque no habían colocado todavía las cosas en su sitio, todos los de la habitación se fueron para ver salir el barco.

      —Vamos a cubierta, le dijo Juan a Francisco, para ver cómo nos vamos.

      —Ve tú, Juan, y llévate al chico – le dijo refiriéndose a Santiago que había venido a buscarle también -. Id vosotros, que ahora voy yo.

      Oyó desde