Mi abuelo americano. Juana Gallardo Díaz

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Название Mi abuelo americano
Автор произведения Juana Gallardo Díaz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418575617



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y se fue dos casas más abajo donde esa familia se había instalado recientemente.

      —Ven, vas a ver ahora cuando se lo diga a tus padres - decía Francisco con seguridad, mientras se acercaban a la puerta de su casa - ya verás la que te va a caer.

      Al llamar, salió primero la madre con una niña pequeña cogida de su falda. Con los pocos rudimentos de inglés que tenía Francisco, le empezó a explicar a la madre lo sucedido:

      —Señora, su hijo ha llamado whore a Miss Bella, whore, señora, whore: eso ha dicho.

      La madre liberó al niño de la mano fuerte de Francisco e intercambió unas palabras con el muchacho, que inmediatamente se fue hacia dentro de la casa. Al momento apareció el padre. Todavía Francisco tenía la seguridad de que este hombre manifestaría comprensión y castigaría al niño por esa falta de respeto que había demostrado, porque era lo que él hubiera hecho con sus hijos si alguno de ellos hubiera llamado “puta” a alguna mujer.

      El marido, un hombre rudo, aunque mejor vestido que los hombres del barrio, tenía el ceño fruncido en un gesto que parecía habitual en él y, mientras Francisco hablaba, se le vio cómo tensaba la mandíbula, un detalle que no pasó desapercibido a Francisco. Tampoco le pasó desapercibido la manera en que aquel hombre había cerrado las dos manos creando dos puños nervados y fuertes. Fue tan repentino e inesperado que asustó a Francisco. Un puño, de alguien situado a la espalda de Francisco, cayó sobre aquel hombre como el rayo atraído por el árbol. El padre del niño hizo amago de contestar a la agresión, pero le cayó otro puñetazo. Dijo algo, se le escapó la saliva por entre los labios y cerró la puerta.

      Todo había sido tan rápido que Francisco no había tenido tiempo de reaccionar. Estaba congelado por lo inesperado de la situación. Se giró y allí, casi a su lado, estaba Lander Nikopolidis. Por lo visto él había presenciado toda la escena desde el principio, aunque a distancia. Había visto el desarrollo de la misma, había entendido la expresión del niño, había leído bien el desprecio de los ojos de la madre, también había comprendido perfectamente la reacción del padre y fue entonces cuando intervino y le propinó aquellos dos golpes con tanta fuerza y seguridad que parecieron la expresión de la cólera de Dios.

      Cuando llegaron a casa, le explicaron la situación a Juan Cruz, a escondidas de Bella:

      —No lo entiendo, Chacho, dijo Francisco, ha llamado “puta” a la señora Bella: con lo buena que es.

      —Pero, ¿es que no te das cuenta?, le dijo Juan extrañado, ¿es que no ves lo sola que está Bella?, ¿no te ha extrañado que nunca venga ninguna vecina a verla? ¿No has visto la frialdad con la que cierran la puerta después de coger el pastel que Bella les lleva de vez en cuando?

      —Pues no, no me había dado cuenta de nada, pero, ¿por qué?, preguntó Francisco sorprendido.

      —Cómo que por qué, pues porque tú también la condenarías como ellos si estuvieras en tu pueblo.

      —No, no lo haría.

      —Vamos, hombre. Despierta, Francisco: ¿a una mujer que después de quedar viuda sale con otros hombres no la condenarías?, ¿no juzgarías de la peor manera a una mujer que se pintara como ella, que fumara como los hombres, que saliera a caminar sola por el campo?

      Se produjo un silencio.

      —Sí, Francisco, tú también la pondrías en la picota.

      —No sé qué decirte, Juan.

      Este, inquisitivo, continuó preguntando:

      —Verías en tu pueblo mal todo lo que te acabo de decir, ¿sí o no? Sí que lo verías, porque allí eres uno más del pueblo. Allí las ideas tienen más peso que las personas, porque piensas como piensan todos y ni siquiera se te ocurre que podías pensar diferente, pero, aquí estamos solos, solos incluso de ideas. Y Bella, que es una persona, una compañía, tiene más poder en medio de esta soledad que las ideas. En nuestro pueblo las ideas y la aceptación de los demás son, en cambio, más importantes.

      Lander se había retirado porque no podía seguir la conversación en español. Lo había hecho calladamente, como siempre. Francisco se quedó pensativo y, finalmente, dijo a Juan: ahora empiezo a ver más claro. Y Lander, ¿cómo es que ha reaccionado así? ¿no será que quiere a Mis Bella? Quiero decir que a lo mejor está enamorado de ella. No, Francisco, tampoco has entendido esto, que, aunque Mis Bella fuera la última mujer sobre la tierra, a Lander no le gustaría, pero eso te lo explicaré otro día porque por hoy ya está bien.

      Aquella tarde a Francisco le pareció que, por algún motivo, él no veía las cosas directamente, sino que veía la realidad como reflejada en un espejo, que ese espejo estaba a menudo empañado para él y que Juan, que parecía tener más entendederas, lo limpiaba con sus manos y eso le permitía a él vislumbrar algo de esa realidad reflejada. Y le dio gracias interiormente a Juan, a Lander, a Bella y a esa soledad que, aunque les pesara tanto en algunos momentos, les permitía, como bien había dicho Juan, querer más a las personas que a las ideas.

      4

      El mal existe

      Francisco ya era Francis; Santiago, James; y Juan, John. La nueva identidad iba calando en ellos como lluvia fina: sin darse cuenta. Poco a poco Francis se iba haciendo con las rutinas del lugar: el cansancio de cada día; las tardes largas de invierno mientras veía nevar detrás de la ventana: ¡qué indefenso se sentía frente a la nieve! ¡qué ridículo se ve al caerse una y otra vez por la calle!; se acostumbraba también a ver a Bella hecha una oruga en la cama durante días; a la tristeza que embargaba a John Cruz cuando recibía aquellas cartas de su mujer, que luego quemaba con un misto rápidamente, como si con una lectura y una visión fueran suficiente; a los domingos con Liseo pescando en el río Detroit. Ese era su mundo ahora. Sí, “poco a poco”, contestaba Francis cuando alguien le preguntaba si ya se había acostumbrado a vivir allí: poco a poco.

      Enviaba cada dos o tres meses un giro a Isabel con los dólares que allí ganaba, pero desde hacía un tiempo no se quitaba aquel sueño de la cabeza. Sean, su capataz, había empezado a decirle que comprara una bicicleta, que eso le facilitaría moverse e ir al trabajo: ya no dependería del autobús. También podría visitar los alrededores de River Rouge, incluso, le decía para tentarle más todavía, podrás hacer escapadas a Detroit. A veces a Francis le gustaba irse los domingos allí, a ver las maravillas de aquella ciudad, le gustaba perderse en su bullicio y en sus tripas. Se pasaba el día observándolo todo atentamente, como si estuviera a punto de perderlo. Unas veces aceptaba la compañía de James o de John, pero ya iba por la cuarta o quinta vez que se escapaba con una excusa para ir solo. Callejeaba, miraba, olía. Quién le iba a decir que él iba a ver y a vivir todo esto.

      —Comprarte bicycle y tú ser libre para moverte- le dice Sean.

      Cuando lo oía, a él le parecía una locura. ¡Cómo iba a tener él una bicicleta! Pero la insistencia de Sean iba haciendo su efecto. Miraba en los escaparates las bicicletas y las motos. Todo el mundo hablaba de lo mucho que corren estas últimas. Con una Sport Twin decían que hace dos años un tal Hap Scherer, batió un récord porque tardó solo 65 horas en ir desde Vancouver hasta Tijuana. Y de Nueva York a Chicago con un bicho de estos tardó 31 horas. ¡Qué cosas! Tú comprar y yo pagar y luego devolver poco a poco, le decía Sean, solo pagarme cinco dólares más por el favor.

      Todavía no comprendía a este hombre, que siempre estaba sudando debajo de su camisa blanca y de su traje impolutamente planchado, que llevaba aquellos mocasines que parecían un espejo reluciente y tampoco comprendía a su mujer, esa mujer tan extraña que venía a ver a su marido en mitad de la jornada con cualquier excusa y que siempre sonreía, y miraba de reojo a Francis. Se le acercaba tanto que hasta podía oír el sonido de sus párpados al abrirse y cerrarse. John le dijo un día:

      —Tendrías que apartarte de esa mujer, que te lo digo yo.

      —Es que yo nunca me acercaría a ella.

      Ha notado cierto tono de reproche en sus palabras y le parece incomprensible. No sabe qué quiere decir John:

      —¿Se