Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
Cumplieron con todos los rituales y a Francisco en cada uno de ellos se le partía un poco más el corazón. En esas fechas la añoranza de Isabel y los niños le hirió como si fuera el zarpazo de un animal salvaje. En realidad, en esas días, todos estuvieron así, también Santiago, que el día de Navidad se puso a llorar porque “quiero estar con mis padres”, dijo el muchacho entre hipidos.
Tanto fue el dolor que sintió esos días Francisco por su propia añoranza y por la que vio en Santiago que un día tomó la decisión de ir a Detroit a preguntar en las oficinas de la naviera los barcos que salían en los próximos meses para España. Lo cierto es que Francisco no tenía los 50 dólares del viaje, no, no los tenía, y, sobre todo, no tenía los 100 dólares que necesitarían para volver los dos, Santiago y él. Había asumido que él tendría que poner ese dinero, porque Santiago era evidente que no lo tenía: enviaba un poco a sus padres a través de aquel banco que les gestionaba los envíos a España y, luego, se gastaba el resto en trajes y salidas.
Después de la visita a la naviera, Francisco volvió aquel día derrotado a casa con el propósito de empezar a reunir aquel dinero. Al llegar, sin haber hablado con él previamente de sus gestiones, comunicó a Santiago con determinación su plan:
—A partir de ahora, vamos a ahorrar para volver.
—¿Para volver a dónde?, contestó con sorpresa el chico.
—A España, hombre, ¿dónde va a ser?: a nuestra tierra.
—Pero, ¿qué dices? Tú haz lo que quieras, pero a mí déjame en paz, Francisco, que no quiero saber nada de tus cuentos.
—Pero el otro día te pusiste a llorar, dijo con sorpresa al ver la reacción tan rotunda de Santiago.
Se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez a Santiago:
—¡Qué me dejes en paz! ¡Tú qué sabes!
—Harás lo que yo diga, dijo Francisco.
—Ah, ¿sí? Y, ¿cómo lo vas a conseguir?
Se produjo un silencio:
—Escribiré a tus padres, contestó con seguridad Francisco después de unos minutos.
Santiago avanzó retadoramente hacia él.
—Escríbeles, escríbeles, venga, hazlo, ¿qué van a hacer ellos desde esa pocilga que es Maleza?, ¿qué van a hacer? Acabo de cumplir 21 años y pronto seré un ciudadano norteamericano, que te lo digo yo. Déjate de monsergas. Aquí está mi vida
—¡Les escribiré y les contaré todo!, gritó Francisco.
—¡Hazlo!, ¡anda, hazlo!
Francisco no contaba con esto. Pensaba siempre en él y el chico como una unidad, pero esa unidad se estaba resquebrajando. Se fue hacia la ventana. La luz del atardecer rodeaba ya el jardín de la casa y llenaba los alrededores de sombras blancas. Los copos de nieve seguían cayendo silenciosamente tenaces, con un ritmo constante. Se sintió de repente sorprendido por un intenso sentimiento de soledad. Parecía flotar en el universo como un planeta más: inhóspito, frío, deshabitado. Se sorprendió. Él no sabía que un hombre podía sentirse tan solo en el mundo. Nunca lo había estado. Era la primera vez.
3
Juan limpia el espejo
Desde aquel día en el que Santiago le dijo que nunca volvería a España, Francisco estableció una especie de pacto consigo mismo: estaría cinco años en Estados Unidos y, con lo que reuniera durante esos años, volvería a España con Isabel y los niños.
La política emigratoria se había endurecido en un año y las cuotas de entrada se habían restringido tanto que renunció a que ella y los niños vengan aquí, pues, aunque pudieran venir por reagrupación familiar, él sentía que esa restricción era un desprecio, una señal de que no eran bienvenidos allí, a pesar de que los necesitaran. Además, él sabe, a diferencia de Santiago, que nunca será un ciudadano americano, primero porque no se lo iban a conceder y, lo que es más importante, porque él nunca se va a sentir americano. Era un forastero: siempre lo iba a ser.
Empezó a ver todo eso, aunque todavía había un rescoldo de la ilusión inevitable, poca, con la que llegó: ¿cómo si no hubiera podido hacer ese viaje si no hubiera estado movido por esa llama? Recuerda todavía su llegada a Nueva York, los tres días que pasaron en el Houtel, y, al cabo de esos tres días, la llegada a la estación de tren de Nueva York para trasladarse a Detroit. A la entrada de la estación todos se asustaron por el tamaño de las bóvedas, de los ventanales, de aquel reloj inmenso que les recordaba que iban ya justos de tiempo y que tenían que acelerar el paso para poder coger el tren que salía a las nueve de la mañana. Aquella estación tenía muchos trenes y suerte que les acompañaba Unai, el nuevo agente que se había hecho cargo de ellos al llegar a Nueva York, porque lo que era él, Francisco, no se hubiera visto capaz de aclararse de ninguna manera.
Unai tenía que acompañarles hasta Detroit y llevarlos a la hospedería dónde se iban a alojar. Les habló de la dueña, una viuda llamada Bella Miller. También les hizo aprenderse algunas palabras que, según él, iban a necesitar: thank you, sorry, please. A los señores, les dice, les podéis llamar míster o sir. Francisco se desanimó al saber que había dos palabras distintas para referirse a los señores. En Maleza solo existía la de “señorito”, “señorito pá cá, señorito pá llá” y la cabeza gacha al hablar. Francisco quería dejar todo eso atrás, porque había algo en ese mundo que, aunque no pudiera entenderlo ni explicarlo bien, no le parecía tan natural como decían: ¿por qué iba a ser normal sentir tanto miedo de otra persona?, ¿por qué iba a ser natural no poder mirarlo a los ojos?, ¿por qué iba a ser tan normal aceptar siempre a pies juntillas todo lo que él decía?
Había algo que, internamente, se rebelaba dentro de él y, cuando decidió irse a Estados Unidos, lo hizo pensando que escapaba de toda esa mugre, material e inmaterial, que limitaba tanto sus movimientos y que le impedía hasta respirar. No, él no quería nada de eso y, por ese motivo, empezó a fijarse en aquellos hombres que venían de la ciudad y que decían que en América, aunque no todos eran iguales, sí podían prosperar con el esfuerzo de sus manos. Y no sabe por qué, cuando Unai dijo, ya en América, que había dos palabras distintas para decir “señor”, él pensó que igual este mundo no era tan diferente, que igual solo lo era de fachada. Y lo pensó más todavía cuando Unai, cargado quizás de buenas intenciones, quiso enseñarles no solo palabras sueltas, sino frases que, según él, iban también a necesitar: Can I help you, Sir?, Is there more work to do, Sir? y, sobre todo, enfatizó una: Yes, sir. Cuando les dijo su significado, Francisco casi lloró, porque él creía que iba a necesitar decir también otras cosas, como “echo de menos a mi mujer y mis hijos”, “estoy cansado”, “no puedo más”, pero parecía que Unai no caía en nada de eso y Francisco pensó que igual le gustaría aprender otra frase más, que tampoco se le había ocurrido a Unai: “Estoy solo”.
Aún recuerda nítidamente el sonido de su risa cuando Unai les dijo que se olvidaran de las frases, porque ellos, al intentar reproducirlas, habían emitido sonidos ininteligibles y entonces siguieron con la partida de cartas jugando al cinquillo: ¿cómo se iban a entretener si no?
De vez en cuando Francisco miraba por la ventana del tren. La locomotora de vapor del tren en el que iban no era como las de España, esta tenía mucha fuerza y veían pasar tan rápido el paisaje que este se deshacía en las pupilas como si fuera de hielo. Les dijo Unai que entrarían en dos estados diferentes, Pensilvania y Ohio, antes de llegar al de Michigan y que él les avisaría cuando pasaran de uno a otro, pero Francisco no vio ninguna diferencia.
En las zonas montañosas cruzaron por bosques espesos, como él nunca había visto, porque lo más espeso que había en Maleza era la huerta de Martinito