Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
Recuerda que, cuando hacía ese viaje en tren, se le ocurrió en un momento pensar qué hora sería en Maleza. Calculó las seis horas menos y supo que los niños se estarían despertando y que, antes, Isabel se habría levantado y habría prendido el infiernillo para calentar la leche a los niños y el café para ella. En el portal del corral se habría lavado en la palangana lacada en blanco y pintada con aquel dibujo de flores rojas y hojas verdes y, después de ponerse la bata y el mandil, habría ido para la puerta para abrir el postigo. Bah, pensó entonces Francisco, es verdad lo que dice Unai y abandonó aquel recuerdo para volver otra vez la mirada al paisaje en fuga.
En algunos momentos parecía que el tren bajaba de las montañas y atravesaba campos de siembra. Aquello, averiguó, no era ni trigo ni cebada: era maíz dulce. Eran ya las últimas cosechas y hasta marzo o abril, les dijo Unai, en que no se sembraba de nuevo, se daba una tregua a la tierra: era el barbecho, como se hacía en Maleza también. Algunas cosas eran idénticas y otras tan distintas. A lo lejos se veían las casas, casi todas de madera. A veces alguna mujer hacía un alto en su trabajo y se giraba con dos o tres mocosos a su alrededor y la familia entera se quedaba mirando con indiferencia aquel tren que interrumpía su silencio.
—Pues esta gente no parece muy rica, Francisco, le dijo Santiago.
—Porque son campesinos, Santiago, pero nosotros vamos a ser obreros y eso es diferente: ser obrero es coger el camino de salida de la miseria.
En el altillo de los compartimentos llevaban las maletas y las cajas con comida que las mujeres se empeñaron en poner y que, cada vez pesaban menos. Llevaban más de un mes fuera de casa y habían ido consumiendo todas aquellas cosas que, con sus sabores, les habían creado la ilusión de permanecer todavía en sus pueblos: el chorizo patatero, los salchichones comprados en casa Torito, las latas de sardinas. Lo mejor lo consumieron los primeros días: las tortillas de patatas hechas por las mujeres, la carne rebozada con ajo y perejil, el bacalao en aquel escabeche con ajo y cilantro que tanto le gustaba.
Recuerda Francisco que, por fin, llegaron a la estación de Detroit y, de nuevo la sorpresa de ese edificio tan alto: la estación más alta del mundo, les dijo Unai. Para Francisco era completamente nueva esta necesidad de ser siempre más. En España la sensación era la opuesta: de que se iba a menos irremediablemente. Aunque iban cargados como burros Unai insistió en que subieran al piso trece porque desde allí se veía el río Detroit y el puente MacArthur, todavía en construcción. Ellos miraban sin ver, porque tenían demasiadas ganas de llegar a algún sitio. Por fin se dirigieron hacia la salida. Pasaron por una gran sala muy parecida a la de la estación de Nueva York, adornada con columnas dóricas y que albergaba las taquillas con colas interminables y también varias tiendas. Doscientos trenes cada día salen de aquí, les dijo Unai, como si todavía tuviera que hacer o decir algo más para sorprenderlos y maravillarlos. Finalmente, atravesaron el vestíbulo, que tenía paredes de ladrillo y una gran claraboya de cobre.
Todos estos recuerdos se están desvaneciendo también, aunque solo lleven unos meses aquí, porque cada día pasan cosas nuevas, ven cosas nuevas, tienen emociones nuevas. Estaba tranquilo por el plazo que se había puesto para volver y, por saber, por tanto, que esta especie de cielo-infierno era transitorio, Por este motivo, Francisco participaba más a gusto de las actividades que le proponían. Algunos domingos iban todos a Belle Isle donde se entretenían viendo los gamos con aquella cornamenta tan poderosa, que contrastaba luego con su aspecto delicado y asustadizo. También en un cumpleaños de Bella, esta les invitó a entrar en el zoológico que hay allí: ¡cuántos animales diferentes hay en el mundo!, pensó Francisco, y luego se los describió con detalle a los niños en las cartas que Isabel y él se seguían enviando con constancia, aunque poco a poco ya iban teniendo menos que decirse.
Desde por la mañana preparaban algunos domingos lo que ellos llaman de broma piquinicos, comidas campestres. Es una costumbre de aquí, pero que a ellos les sirve para recordar su vida de allí, porque es la única manera de tocar la hierba del campo y de dejarse acariciar, cuando hace buen tiempo, por la sombra mansa de los árboles. Era el único día que Bella les permitía entrar en la cocina y Francisco preparaba una tortilla de patatas que hacía las delicias de todos. Disfrutaban aún más de esas salidas cuando alguno de ellos había tenido que ir a Nueva York y de las tiendas de la Calle 14 se había hecho de un buen surtido de productos españoles: chorizos, salchichones, incluso, a veces, lograban traer también un tocino salado que les permitía freír torreznos. Bella, si coincidía con que estaba pasando unos días buenos, entonces, como siempre, era la mujer más feliz del mundo y contagiaba a todos con su alegría. Ahora estaba sola. Jason, aquel hombre pequeño que siempre estaba enfadado, desapareció un día y ya no se supo nada más de él. Cada vez que la dejaba un hombre, ella salía a hacer una larga caminata por el campo. Se acostumbraron a medir su dolor por el tamaño de la caminata. Por eso, cuando dentro de unos años desaparezca durante unos días, entenderán que esa vez se había ido lejos y se imaginarán entonces que estará partida en dos por el dolor: la buscarán hasta encontrarla. Cuando lo logren por fin, Bella, como explicación de su ausencia, solo dirá, mientras se retira el pelo que le caerá sobre la cara: “Nunca más volveré a enamorarme”. A esas alturas todos sabrán que ella no cumplirá su promesa, no por falta de ganas, sino porque forma parte del destino de cada uno hacer algunas cosas y no poder, en cambio, acceder a otras. En el de ella está tanto la necesidad de enamorarse como la de ser libre y, por eso, ella se enamora y suelta sin aferrarse, con facilidad, aunque le duela cada ruptura como si le hubieran abierto el pecho y mil manos le estuvieran arañando el corazón. Luego se olvida del dolor y vuelve a enamorarse
Aquella tarde de primavera de 1921 Francisco venía tranquilo del trabajo. La desaparición de la nieve de las calles de Detroit le llenaba de un sentimiento extraño de euforia, como si lo peor hubiera pasado y no tuviera que volver. Cuando giró hacia Le Blance vio que los niños del barrio, aprovechando el buen tiempo, jugaban en la calle: trepaban por los árboles, saltaban con cuerdas e incluso algunos, más afortunados, hacían equilibrios sobre el tricycle. Francisco se había acostumbrado a ser, a veces, motivo de las burlas de los niños. Se habían reído mucho de él cuando le veían resbalar en la nieve, o cuando le veían casi tiritar de frío con aquellas temperaturas bajo cero. Se había acostumbrado a que, a veces, para jugar con él, le llamasen ¡fool, fool! y él les perseguía, corriendo detrás de ellos.
Las familias del barrio eran familias sencillas, aunque últimamente había llegado alguna un poco más acomodada, huyendo del ruido y el ajetreo del centro de Detroit, también de las personas de color que allí se habían instalado. Peter era hijo de una de esas familias y aquel día se unió animoso a los gritos de los demás y cada vez que pronunciaba fool, con una rabia que los demás niños no parecían tener, las pecas de su cara vibraban en sus mofletes, y su flequillo pelirrojo caía con fuerza sobre su frente infantil, pequeña y sudorosa. De repente, lo dijo: She is a whore. Se acercó a él, sencillamente porque no sabía lo que había dicho. Ei, tú, ven aquí, ¿qué has dicho? El niño fue deletreando con la misma expresión mientras le miraba fija y retadoramente a la cara: S-h-e i-s a w-h-o-r-e. Podía dejar al chico e irse. Son chiquilladas, se dijo a sí mismo. Pero había algo en los ojos de ese chico, en su mirada, que le intrigaba, que no entendía y quería saber qué era, quería averiguar qué ocultaba el brillo metálico de aquellos pequeños ojos:
—¿Qué es whore? , preguntó Francisco.
—Bitch, prostitute, contestó el niño con una rabia incomprensible y mal reprimida.
Se le quedó mirando en silencio. El chico le sostenía la mirada:
—Prostitute, repitió. Y enseñó sus pequeños dientes al pronunciarlo.
—Prostitute? quién?, preguntó con curiosidad y temor Francisco.
—Bella, contestó el niño secamente, como quien tira una piedra a otra piedra.