Mi abuelo americano. Juana Gallardo Díaz

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Название Mi abuelo americano
Автор произведения Juana Gallardo Díaz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418575617



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dejan de correr detrás del coche.

      Se quedan un rato callados. Ven entonces que sale John Cruz caminando lentamente con otros hombres. Le empiezan a contar atropelladamente lo que ha ocurrido. Y por toda respuesta les dice:

      —Es que, es que la maldad existe.

      —¿Qué quieres decir?, pregunta Francis.

      —Que está claro que alguien te ha quitado la bicicleta.

      —Pero si es aquí, tiene que ser alguien de la fábrica.

      —Sí.

      —Lo que me ha dolido es que Sean no haya parado, dice extrañado aun Francis.

      —Sean no es trigo limpio, que te lo digo yo.

      Francis sigue recordando la cara de Sean por la ventanilla, el destello de sus ojos, la sonrisa de sus labios.

      —Pero él no tiene nada que ver, dice Francis.

      —O sí. No sé, le dice misterioso John.

      —¿Por qué iba a querer Sean robarme la bicicleta? Y si es así, ¿dónde la ha puesto?

      —Los detalles son lo de menos y no hay un por qué, Francis. Cuando te digo que la maldad existe, lo que quiero decir es que alguien puede ser malo porque sí, sin un porqué, o al menos sin un porqué que se pueda entender fácilmente.

      Cada vez se sentía más débil. Estaba algo mareado. Le quedaban muchos meses por pagar, ¿qué iba a pasar?, ¿tendría que seguir pagando la bicicleta que ya no tenía? Era como una tormenta en su interior, una tormenta de preguntas, de sensaciones. También las palabras de John se le repetían una y otra vez: ser malo porque sí, sin motivos. ¿Qué quería decir eso?, ¿en qué estaba pensando John cuando lo decía?

      Al día siguiente, al incorporarse en su turno, Francis le dijo a Sean que quería hablar con él. Sean manifestó sorpresa. Le dijo que le llamaría más tarde al despacho. En un extremo de la nave estaban en alto los despachos, todos acristalados, lo que permitía una visión panorámica de la nave de montaje. Tenían unas cortinas que eran cerradas cuando se reunían y no querían ser vistos por los trabajadores, que podrían levantar la mirada y enterarse así de lo que allí pasaba. Cuando entró Francis en el despacho de Sean, este corrió la cortina.

      —Tú decir, ¿qué querer?

      Cuando se lo preguntó, Francis tuvo un momento de duda.

      —Ayer,

      —Sí, ayer, repitió Sean como si fuera el eco de Francis.

      —Le llamamos porque había ocurrido una cosa.

      Él sabía perfectamente a qué situación se estaba refiriendo porque enseguida contestó:

      —Ah, sí, vi que hacíais gestos y pensé que me decíais adiós.

      —No, no señor, no le decíamos adiós, le decíamos que no encontrábamos la bicicleta.

      —¿Cómo?, ¿no me digas?, ¿qué pasar?

      Había algo postizo en esa sensación de sorpresa y Francis se dio cuenta.

      —Cuando vimos que entraba el presidente, quisimos verlo y dejamos la bicicleta en el suelo.

      —What?

      —Me quitaron la bicicleta, señor.

      —Vaya, vaya, ¿algún sospechoso?, dijo ya Sean sin disimular ninguna sorpresa.

      —No vimos a nadie, señor.

      A Francis le pareció que Sean en aquel momento sonreía con la misma sonrisa del día anterior, con la misma, como si no se la hubiera quitado de los labios, y que sus ojos brillaban también con ese destello fugaz que le vio al mirarle desde el volante del coche.

      —Entonces no poder hacer nada, dijo con voz nasal.

      —Yo le debo todavía,

      —Eso se mantiene, dijo secamente. Se ha acabado la reunión. Lo siento.

      Le sorprendió su frialdad. Sean no sentía nada, ahora estaba seguro. ¿Dónde se había ido su simpatía, su bondad? Aquel hombre era un hombre diferente al que él conocía. Y por un momento pensó que este era el Sean del que John le hablaba. Lo pensó sin entenderlo todavía. Lo que sí entendía es que tenía una deuda con él y que tendría que saldarla en los próximos meses, pero que ya no tenía la bicicleta ni para ir al trabajo, ni para pescar con Liseo, ni para ir a Detroit, ni para buscar la soledad del campo.

      No tenía nada, o mejor dicho sí, ahora tenía algo que antes no tenía: tenía una deuda.

      5

      Candy y la muerte de la madre Chica

      Santiago, que cada vez es menos Santiago y más James, habla inglés, aunque con acento; cada día que pasa se le olvida alguna palabra española que Francis le recuerda, no sin tristeza, en medio de alguna conversación. Lleva siempre céntimos y algún dólar en el bolsillo del chaleco cuando sale los sábados. Ha empezado a hablar con entusiasmo de unos locales nocturnos, los “cerdos ciegos”, en los que se oye una música que algunos califican de “salvaje”: el jazz. El color rubio de sus cabellos, su piel blanca y las pecas que surcan su cara ayudan a esta asimilación, que a Francis le hace daño porque la ve como una traición, no solo a él, sino también a España, que él siente que es su verdadero lugar en el mundo. El chico parecía que quería competir con Bella en cuanto a amoríos se refiere, porque se enamora y desenamora a una velocidad que parece que el amor sea un Ford T de esos que fabrican ellos en la fábrica. Es por todo eso que aquella tarde Francis se alegra secretamente de lo que sucede.

      Es un sábado por la tarde, él está ayudando a Bella a recoger las sábanas que cuelgan en el patio de atrás de la casa. De repente, Bella y él se detienen porque ha entrado una muchacha y les está mirando desde una esquina. Bella habla con ella. Lleva los brazos al aire y el pelo muy corto, con un vestido moderno de esos que tienen el talle por la cadera. Una cintita roja de terciopelo le rodea la cabeza. Se la ve frágil como una pelusa, pero ha preguntado por James con una voz segura y tajante. Bella le ha contestado que no está: el muchacho ha salido porque para poco en casa cuando no trabaja. La joven ha dicho: I’ll wait for him. Bella ha dejado las sábanas y ha pasado con ella al interior de la casa.

      Después de un rato, Francis aparece también y la ve sentada en silencio en la sala de estar que el atardecer va llenando de penumbras. Tiene una mano sobre otra en las rodillas. Al entrar Francis, ella le dirige una mirada llena de indiferencia. Lleva los labios pintados y fruncidos, en un mohín con el que expresa enfado y determinación. Al cabo de una hora, más o menos, se oye el rumor de la voz de James, que llega y pregunta jovial, como hace siempre, si hay alguien en la casa. La muchacha se incorpora y se va hacia la puerta de entrada de la sala de estar y, al abrirse la puerta y aparecer James, ella le da una bofetada que le hace girar la cara y le enrojece la mejilla. La chica marcha sin decir nada. Francis ha contemplado toda la escena desde el lado opuesto de la sala de estar. James se ha quedado de pie sin reaccionar:

      —Eres un perdido, le dice Francis con la severidad habitual.

      —Y tú estás muerto en vida, le contesta James.

      No se dicen nada, aunque se lo han dicho todo. Los dos callan. No contestan: no pueden.

      La semana siguiente y la siguiente también Francis seguirá esperando que el cartero traiga alguna carta de Maleza. Las de sus padres son escasas, pero Isabel sigue fiel, aunque a veces no tengan mucho de qué hablar. Francis ya le contó muchas veces lo grande que es América y ella ya le dijo otras tantas que en España las cosas no están nada bien. Esta carta que recibe hoy le llama la atención porque tiene los rebordes del sobre tintados de negro y el corazón se le acelera porque sabe que es un signo inequívoco de que ha muerto alguien de la familia. Abre la carta rasgando el sobre: es la madre Chica, la madre de su padre, su abuela.

      Su abuela estaba ya muy anciana cuando él se fue a América. No salía de casa excepto para sentarse en la silla de anea que alguna vecina, o alguna de