Название | Una candidata inesperada |
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Автор произведения | Romina Mª Miranda Naranjo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788494315237 |
–Sé que no es agradable hacer este trabajo bajo el sol… pero sería mucho peor arriesgarnos a una nueva crecida del riego –explicó, apoyado en la pala con la que había cavado la zanja–. Hemos conseguido actuar rápido, y de que rematemos bien ahora depende que esta cosecha nos alimente en las próximas semanas.
Todos se habían puesto a ello y el resultado había sido inmejorable. Era gratificante para los trabajadores ver a su conde tan sucio como ellos, preocupándose de mantener en óptimas condiciones la tierra de la que todos comían. Satisfecho tras una sesión de trabajo físico, Andrew había estrechado la mano a sus arrendatarios a medida que estos se iban despidiendo para volver a sus otras ocupaciones. Josh se había quedado para hacer unas últimas comprobaciones, lo que le valía de excusa para verse libre de usar la librea.
Deseoso de poder asearse y con Harvey pisándole los talones (el muy truhán no podía estar más contento después de haberse revolcado por el barro a placer), Andrew pensó que tendría mucha suerte si no era visto por nadie en las condiciones en que se encontraba. De ningún modo podría entrar a la casa por la cocina, puesto que Josephine le golpearía con la cazuela más pesada si su suciedad amenazara por una milésima de segundo a la pulcritud que reinaba en su templo culinario. Así pues, solo le quedaba una opción: la puerta principal.
Durante el tiempo en que había estado trabajando, había visto llegar algunos carruajes más por el camino de acceso a la propiedad. Aunque todavía mantenía vivo en un rincón de su mente ese momento de curiosa ansiedad, en el que había querido descubrir quiénes venían en el coche de segunda mano, Andrew decidió dejar sus cavilaciones para cuando estuviera presentablemente vestido. El hecho de que hubieran llegado más invitados dificultaba mucho su entrada a la casa, pero lo único que podía hacer era confiar en que su madre estuviera recibiéndolos en el entoldado del desayuno, situado en el porche trasero.
Poniendo todas sus esperanzas en este hecho, Andrew subió los escalones de la entrada de dos en dos y entró a grandes zancadas, esperando que sus botas embarradas no dejaran huellas delatoras sobre el mármol. Bajó la mano hasta el hocico de Harvey, indicándole con un roce suave que mantuviera el paso lento, por si tuvieran que detenerse abruptamente. Lo cual, por supuesto, sucedió.
Andrew no había llegado aún al centro del recibidor cuando escuchó la voz de su madre. Intentando por todos los medios no ser visto, trató de desviarse para llegar a la gran escalera de caracol que le llevaría arriba, a salvo en sus aposentos. Pero por desgracia, Joanna había elegido precisamente ese lugar, por estar situado frente a la entrada, como punto exacto en el que recibir a sus invitados. De modo que mientras él entraba a hurtadillas, cubierto de suciedad y con el perro a la zaga, intentando no hacer el menor ruido, tanto su madre como las dos damas que tenía delante le habían visto en todo momento.
Levantó la vista, dispuesto a presentar sus más sinceras excusas, pero cuando sus ojos hicieron contacto con las figuras que tenía ante sí, se quedó mudo. Una de las mujeres desconocidas, una señora de edad, de estatura media tirando a baja y proporciones redondeadas, llevaba un vestido amarillo pálido y no paraba de abanicarse con ahínco. Sus ojos, pequeños pero vivarachos, le miraban con curiosidad. Andrew pudo notar que tenía el cabello envuelto en canas pero con algunos elegantes mechones rojizos, recogido con unos sencillos pasadores. Pensó que la dama iba a gritar escandalizada, pero en lugar de eso, usó su abanico para esconder una mueca simpática.
En cuanto a la otra mujer… Se trataba de una joven esbelta y quizá, un poco demasiado alta para lo que era deseable en la sociedad. Tenía la piel de un tono superior al manido cremoso que tan de moda estaba, y sus coloreadas mejillas le daban un aspecto muy saludable. Llevaba puesta una falda larga en corte simple de color azul que le caía con gracia desde sus estrechas caderas; y una blusa con mangas ligeramente abullonadas, rematada en un ligero bordado que le enmarcaba el cuello y las muñecas. No obstante, lo que llamó la atención de Andrew no fue su vestimenta, lo que le dejó parcialmente sin aliento, estático, fue su cabello.
La muchacha poseía un pelo que podría rivalizar en tono y fuerza con las llamas del infierno. Se trataba de una mata de profusos cabellos rojos que iban desde el centro mismo de su cabeza hasta posarse sobre su hombro, cayendo hasta casi la cadera. Lo llevaba recogido en una gruesa trenza, de la que sobresalían unos pequeños rizos que le tocaban graciosamente las orejas y la frente. La recorrió con la mirada, admirando cada ensortijado mechón encarnado hasta llegar al final.
Un hombre podría dar todo lo que tenía por enredar sus dedos en aquella honda final de la trenza, se dijo, incoherentemente.
Su madre se aclaró la garganta, recuperando aparentemente el control del momento. Andrew no sabía si había estado callado, mirando a las invitadas durante un instante o por varios minutos, pero le quedaba absolutamente claro, especialmente por la expresión confusa en los ojos almendrados de la joven, que su aspecto no había pasado desapercibido para ellas. Joanna se dispuso a hacer las presentaciones, girando el cuerpo parcialmente hacia él para incluirle en la conversación. Y de algún modo, antes incluso de que empezara a hablar, Andrew lo supo, tuvo la certeza clara, precisa, de quiénes eran.
–Hijo, te presento a la señora Eleanor Linton, una dama cuya presencia aquí siempre ha sido muy apreciada tanto para mí como para tu padre. –Le sonrió a la mujer, que se ruborizó–. Y a su hija, la señorita Victoria. Señoras, este es mi hijo, Andrew Ferris, vigésimo conde de Holt.
Tres pares de ojos se posaron sobre él, incluso Harvey parecía expectante. Las dos mujeres Linton hicieron la debida venia y luego aguardaron a que él correspondiera el saludo tal como era apropiado. Probablemente debería quitar hierro al asunto y comentar cualquier tipo de tontería que rompiera el incómodo momento y disculpara su atuendo, pero el caso es que, cuando volvió a mirar a Victoria, con su tez resplandeciente coronada por aquella cabellera de fuego, solo pudo decir una cosa.
–Se ha ahogado una tomatera.
Capítulo 4
El silencio reinó durante unos incómodos minutos en que Andrew fue radiografiado por las Linton, que desviaban la mirada paulatinamente de él a Harvey, intentando decidir quizá cuál de los dos necesitaba con más urgencia un baño con carácter inmediato. Cuando la situación amenazaba con hacerse insostenible, Joanna se aclaró la garganta y, con una sonrisa, señaló a su hijo, extendiendo una mano, delgada y elegante, en su dirección.
–Sin duda esa debe ser la explicación de la apariencia de Andrew –dijo, como si hiciera falta entrar en detalles–. ¿Ha habido algún problema grave en la cosecha?
–Una fuga. Un canal se estropeó. En el sector norte.
Maldición, ¿por qué no podía hilar una frase con sentido? Estaba allí parado, en el centro de su propio recibidor, manchando el impoluto suelo de mármol con el barro que se le escurría de las botas. Ni aunque lo intentara con todas sus fuerzas, podría sentirse más humillado.
–Confío en que todo esté solucionado. –Continuó Joanna, sin duda pretendiendo que la insólita situación tuviera algo de sentido–. Sería una verdadera lástima perder la cosecha cuando la recogida está tan cerca.
–Solo se ha perdido una planta, madre –masculló Andrew–. Josh me avisó y enseguida nos pusimos manos a la obra.
No fue consciente de cuándo terminó la conversación, pues su mente estaba demasiado confusa y molesta como para prestar atención. Su madre repitió las presentaciones y por fin, Andrew obsequió a las señoras Linton con la debida reverencia. Después se disculpó y subió a su dormitorio. El único sonido que emitió fue un ligero siseo de labios para que Harvey lo siguiera.
–No cabe duda de que será un conde tan centrado en sus obligaciones como su padre –comentó con alabanza Eleanor Linton, empezando nuevamente a abanicarse–. No cualquier noble se interesa en tales labores,