Название | Una candidata inesperada |
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Автор произведения | Romina Mª Miranda Naranjo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788494315237 |
Capítulo 2
Todavía con el ceño fruncido después de la parquedad con que le había despachado su madre, Andrew decidió que lo más inteligente que podía hacer era dejar de lado todo pensamiento que recayera sobre los invitados y centrarse en asuntos más apremiantes.
Satisfecho con su actitud práctica, cruzó el vestíbulo haciendo resonar sus zapatos en los pulcros mármoles de tonos gris y pizarra y se encaminó hacia la puerta lateral que daba a la cocina y las habitaciones de los sirvientes que trabajaban dentro de la propiedad. Más de una vez, mientras recorría el pasillo bien iluminado tuvo que apartarse a uno y otro lado para esquivar doncellas que iban cargadas de manteles pulcramente planchados, cestos con reluciente cubertería o jarrones poblados de las más exquisitas flores.
Respondiendo con gestos de cabeza, Andrew devolvió todos los saludos que le fueron dados y prosiguió su marcha hasta cruzar el ancho portón que daba a la enorme cocina de la casa Holt. Aquel era, con diferencia, uno de sus sitios preferidos de toda la propiedad. Siempre olía a algo delicioso y los calderos que bullían al fuego jamás le desilusionaban cuando metía la nariz en ellos para inspeccionar su contenido. La enorme mesa de centro, ahora llena con tablas de cortar, verduras frescas, frutas y hogazas de pan estaba lustrosa y muy limpia, como si el tiempo, en su inexorable paso, hubiera dejado esa habitación de lado.
–Todo sigue como siempre –susurró, con un suspiro sosegado. La ansiada paz por fin parecía acomodarse dentro de su pecho.
Ya iba a colar disimuladamente la mano en una bandeja rebosante de galletas recién horneadas, cuando un ladrido resonó en la cocina haciendo temblar las paredes. Por extraño que pareciera, las doncellas que se encargaban de sus labores apenas se inmutaron, y una joven rubia que cargaba una montaña de servilletas de tela se limitó a hacerse a un lado y proseguir su camino cuando un perro de considerable tamaño pasó corriendo junto a ella.
–¡Harvey! –exclamó Andrew, sonriendo de oreja a oreja.
Se agachó y recibió gustoso los lametones del dálmata que había criado y al que tanto echaba en falta cuando no podía llevarlo con él a Londres. El animal, de un elegante color blanco, tenía el delgado cuerpo sembrado de manchas redondeadas del mismo negro azabache que el reverso de las orejas y la punta de la nariz. Ante las caricias hábiles de su dueño, el animal movía la cola y ladraba escandalosamente, sin dejar de prodigar lametones a Andrew, que reía como el chiquillo despreocupado que había sido antaño.
–Yo también te he echado de menos, amigo mío –le susurraba el joven conde, inspeccionándolo con ojo crítico–. Veo que te han alimentado bien, granuja, ¿has estado haciendo ejercicio también?
Harvey levantó las patas delanteras y las subió a los hombros de Andrew, haciéndole quedar sentado en el centro mismo de la cocina. En medio de su creciente buen humor, Andrew apenas se dio cuenta de que la puerta que unía la cocina con la salida al jardín trasero se abría y volvía a cerrar, y que una mujer con el ceño fruncido y el delantal torcido le miraba como si estuviera a punto de darle unos azotes. Con un carraspeo, la señora, (cuya estatura era considerablemente menuda) alzó una correa en alto y apuntó con ella al dálmata.
–¿No podías esperar a que yo te trajera, condenado? –bramó, haciendo que el perro bajara las orejas–. Ah no, a mí no me vengas con esas.
Andrew se levantó, sacudiéndose las manos inapropiadamente en la parte trasera del pantalón. Tocó la cabeza del perro y este se sentó a su lado, inmóvil. Esbozó su sonrisa ladeada, pero imaginó que le valdría para tanto como a Harvey su maniobra de sumisión. Josephine, el ama de llaves, era muy dura con aquellos a los que más quería, y habiendo prácticamente visto crecer a Andrew, su cariño por él era directamente proporcional a lo estricta que se mostraba.
–Debí imaginar que tendría por aquí a su compinche –se lamentó la mujer, entregándole la correa–. Milord… ¡un conde tirado en el suelo de la cocina!
–Únicamente en ocasiones especiales. –Volvió a sonreírle–. Estás espléndida, si me permites el cumplido.
–Vieja y correosa sería más acertado. ¿Cuándo habéis llegado? ¿Está la señora ya en sus aposentos? –Antes de dejarle contestar, Josephine dio una fuerte palmada y las doncellas levantaron la cabeza–. El baño de la señora no va a calentarse solo, niñas. Que esto sirva de entrenamiento porque esta noche la casa se llenará de ladys, ¡vamos, vamos!
Con las manos en las caderas, el ama de llaves vio partir a dos de las muchachas a toda prisa rumbo a la habitación de Joanna. Después dedicó su ojo crítico a valorar el estado de Andrew. Dejando de lado el polvo que se le había pegado en la chaqueta y las marcas de las patas del perro que llevaba ahora en la camisa (Santo Dios, pensó espantada), se veía tan apuesto y saludable como siempre. Con su casi metro noventa, Andrew Ferris era un joven fuerte y ancho de espaldas, con caderas proporcionadas y piernas fibrosas. Llevaba el pelo castaño un poco más largo de lo acostumbrado, con un rebelde mechón que siempre le caía sobre la frente.
Josephine secretamente se alegraba de que su joven señor no usara esa crema fijadora en el cabello, pues aunque daba un aspecto más señorial y sofisticado, motivo por el que se había puesto tan de moda, era engorrosa y a menudo los caballeros tenían dificultades tanto para aplicarla como para retirarla después. Eran incontables las sábanas y fundas de almohada que había tenido que frotar a conciencia para eliminar los restos del dichoso mejunje.
En todo caso, el peinado de Andrew le hacía más joven, lo que recordaba que antes de haberse convertido en un conde, había sido un muchacho estudioso y despreocupado como el resto. Continuando su escrutinio, Josephine decidió que el atuendo del señor era pasable. No estaba de acuerdo con el ancho de las patillas que se había dejado, pero imaginaba que era así como se llevaban en Londres, y poco podía decir ella al respecto.
–¿Se le ofrece algo, joven? –le preguntó tras unos momentos de silencio–. ¿Falta algo en sus habitaciones?
Antes de que diera nuevamente su atronadora palmada, Andrew se apresuró a cogerle la fría mano entre las suyas. Con un gesto que ruborizó a la curtida mujer, se la llevó a los labios y la besó, haciéndole un guiño cariñoso.
–No he pasado por la habitación, pero estoy convencido de que estará perfecta, como siempre. –Se guardó la correa de Harvey en el bolsillo–. Solamente quería echar un vistazo a la cocina y luego estirar un poco las piernas por el jardín.
–Y gorronear cualquier cosa que estuviera cociéndose, imagino. –Fingiendo irritabilidad, estiró la mano y le dio a Andrew una galleta de la fuente que tenía más cerca–. Está terriblemente pálido, joven, ¿qué hacen con usted en esa condenada ciudad?
–Mantenerme encerrado, me temo. –Se encogió de hombros–. Espero poder recuperarme en estos días.
–Algo me dice que otros menesteres lo mantendrán muy ocupado…
Con un mohín de fastidio, Andrew chasqueó la lengua y se dirigió a la puerta situada detrás de Josephine, que daba al invernadero y los jardines. Silbó suavemente y Harvey se puso a trotar con alegría tras él. El ama de llaves gruñó cuando vio a Andrew dar al perro la mitad de la galleta, pero como no podía hacer nada por cambiar el aprecio que el joven tenía por aquel can (como tampoco parecía posible que el mismo conde cambiara muchas de sus actitudes a pesar de su rango) decidió descargar su frustración en el trabajo.
–¡Esta plata no está suficientemente pulida, niñas! ¡Quiero verme las arrugas en ella!
La palmada resonó incluso cuando la puerta se cerró.
Dejando que el sol le diera en la nuca, Andrew caminó distraídamente por el jardín, conduciendo sus pasos a la estructura acristalada que conformaba el invernadero. Perdido en sus pensamientos, y con el reconfortante sonido de la respiración de Harvey a su lado, se permitió volver a la conversación que había tenido rato antes con su madre.
Victoria Linton era pelirroja. Y se suponía que con ese dato él