Название | Una candidata inesperada |
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Автор произведения | Romina Mª Miranda Naranjo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788494315237 |
La joven negó, haciendo que un mechón castaño le rozara delicadamente el hombro marfileño y se quedara sumisamente posado allí.
–Me temo que padre está muy ocupado, pero lamenta muchísimo no haber podido asistir… sin duda esta puede ser una experiencia inolvidable para todos.
–No me cabe duda de que lo será… –En ese instante vio a su madre, fue un segundo, pero la reconoció inmediatamente–. Si me disculpa, debo…
Y entonces se dio cuenta de que Joanna no estaba sola. En un ligero apartadero situado entre una de las mesas de refrigerios y la zona reservada para los músicos, su madre charlaba alegremente con Eleanor Linton, vestida con metros de muselina violeta que hacían de su regordeta figura algo gracioso de contemplar. Junto a ellos, y también con una anchura a considerar, Andrew reconoció a un joven al que le extrañó mucho ver en su casa.
Bernard Chamber, cuyo nombre en la lista de invitados Andrew había pasado por alto, era el segundo hijo del barón Ilhan Chamber. Se trataba de un joven rollizo, de cabello rubio ensortijado cuya barbilla y papada se confundían en cuanto abría la boca. El joven, apodado desdeñosamente por toda la aristocracia como “el honorable segundo”, una sátira que mezclaba su orden de nacimiento con la forma apropiada en que se debía uno referir a un barón por su rango, no solía ser tenido en cuenta para ciertos actos sociales.
Aunque Andrew sabía que en aras del buen gusto su madre había añadido a los invitados nombres de jóvenes solteros para equilibrar la balanza, no veía caso ni motivo por el que hubiera convidado a Bernard Chamber II, un muchacho cuya fortuna, respetable pero escasa, distaba mucho de ser suficiente atractivo como para que alguna de las casaderas allí presentes le tomara en serio como posible marido. Tenía título, pero era uno de escaso abolengo y como hijo segundo era poco probable que su herencia resultara destacable. Además, era notable y sabido por todos que Bernard apreciaba más el placer de una buena comida que la posibilidad de compartir su tiempo con alguna candidata a esposa. Su padre había perdido la esperanza y él no parecía lamentarse ante el hecho de quedarse soltero.
Imaginaba que su madre había actuado por mera cortesía.
Andrew estaba a punto de dar por finalizado su interés en tan extraño trío, cuando una cuarta persona se les unió. Le bastó una única mirada para que el estatismo volviera a apoderarse de sus miembros. El potente brillo rojo eclipsó todo cuanto había en la sala a medida que se acercaba. Fue como si el resto de personas, con sus vestidos brillantes y joyas recargadas pasaran a convertirse en tristes seres en blanco y negro.
Victoria Linton llevaba un sencillo vestido color amarillo crema con el escote cubierto por una gasa translúcida. Su cabello volvía a estar trenzado, solo que ahora el grueso mechón se había convertido en un rodete sujeto a la parte baja de su cabeza con unas pinzas en forma de mariposas doradas.
El contraste era, por su sencillez, impecable.
Joanna abrió el círculo con una sonrisa y presentó a Victoria con Bernard Chamber, que en ese momento dejó a medio comer el canapé que estaba a punto de devorar para prestar su atención a la muchacha. Desde la distancia, Andrew les vio intercambiar las acostumbradas palabras de cortesía y, en ese instante, de forma delicada pero eficiente, Eleanor y Joanna giraron sus cuerpos la una hacia la otra, de modo que, si bien seguían presentes y los jóvenes no estaban solos, se les había conferido una cierta intimidad.
Entonces Andrew llegó a una alarmante conclusión que le agrió el rictus de la boca. Su magnánima madre… de modo que había algo más oculto tras la amabilidad y amistad que la unía con la matriarca de las Linton. Pretendía echar mano de su posición para buscar un marido a la joven Victoria que estuviera acorde a su situación. ¿Era ese el papel de Bernard Chamber en aquello? Por Dios… ¿tan terrible era la vida de las Linton como para llegar a eso? ¿Cómo de mala era la posición en que se encontraban?
–Señorita Aldrich… –masculló, aclarándose la garganta. Había olvidado que la joven Adeline seguía a su lado, pendiente de él, que no lo estaba en absoluto de ella–. Si me disculpa… le ruego mil perdones, pero debo saludar a unas personas…
–Oh, milord, ¡me encantará acompañarle!
A punto estuvo Andrew de rehusarse, su precaria paciencia le pedía que se deshiciera de la perfecta y absolutamente adorable señorita Aldrich y echara a andar hacia su madre inmediatamente, sin que importaran demasiado los motivos que impulsaran su arranque. Era el anfitrión de esa condenada velada, después de todo, si de repente le apetecía charlar con Bernard Chamber “el honorable segundo”, por sus ancestros que nadie se lo impediría, ni siquiera él mismo. Sin embargo, tuvo que morderse la lengua y ofrecer a Adeline su brazo, como dictaba la respetabilidad.
Mientras andaban cruzando el salón, a un paso extremadamente lento, ella se pavoneó, saludando a personas que quizá ni siquiera conocía, para que quedara bien claro que el conde de Holt y ella estaban compartiendo un momento especial. A Andrew nada de aquello le importaba lo más mínimo, su única meta en la vida, en esos momentos, era alcanzar el lugar apartado donde aquel cuarteto conspirador había hecho planes a sus espaldas.
El cielo estaba despejado, negro y cubierto de brillantes estrellas que dotaban de claridad a aquella noche de mediados de verano. Con el airecillo que removía las hojas de las plantas y enviaba un agradable frescor al interior del establo, Josh se sentía más que agradecido con la vida que tenía.
Acodado en uno de los pilares de madera de la parte alta de las caballerizas, donde se guardaban los aperos, algunas alforjas, las herramientas para el arreglo de herraduras, tridentes y hoces, Joshua McKan miraba a la inmensidad mientras sostenía entre sus dedos de la mano derecha un cigarrillo de liar, al cual daba caladas perezosas, perdido en sus pensamientos. En noches como aquella, donde el barullo de la casa principal era casi audible a pesar de los metros de distancia, se sentía más satisfecho aún con su idea de trasladarse al altillo en lugar de ocupar la habitación que los señores le habían entregado dentro de la propiedad.
Ahí era a donde él pertenecía, se dijo, un lugar donde el aire nocturno le movía el cabello negro como el carbón, agitándole los mechones rebeldes que habían escapado de la pequeña coleta que se hacía para trabajar. Sin demasiadas complicaciones, Josh había trasladado el jergón y poco a poco había creado un confortable escondite donde dormía por las noches y se relajaba en sus escasos ratos libres. Con un candil sobre una caja vuelta del revés, una mesa y una silla para controlar papeleo y documentos relacionados con los caballos, tenía más que suficiente.
Echando la vista atrás, comprendió que su amor por los animales le venía de nacimiento. Cuando era niño, sus padres y él vivían en el Londres poco señorial, un distrito situado tan al sur, que la mayoría de los habitantes de Mayfair ni siquiera sabían de su existencia. Allí habían abierto una humilde posada para equinos, en la cual los cepillaban y alimentaban mientras sus dueños hacían recados y transacciones. Desde muy pequeño Josh aprendió a tratar a los caballos casi mejor de lo que se trataba a sí mismo, aseándolos y atendiendo las grietas de sus cascos con pulcritud.
Pese a que el negocio no daba para mucho, porque pocos comerciantes con dinero para tener un caballo se arriesgaban a dejarlo tan lejos de las elegantes caballerizas de lugares más prósperos, lo poco que ganaban se iba en medicinas para su madre enferma y en el alcohol que consumía su padre para soportarlo. Más de una vez, Josh se vio trabajando solo, con apenas catorce años, intentando en vano mantener a flote un establo que estaba condenado a hundirse.
Cuando la tisis se llevó a la tumba a su madre, McKan padre aseguró que nada quedaba en Londres para ellos, de modo que lo envió a Kent con su abuela, que estaba bien posicionada como ama de llaves de una respetable familia, y se marchó a buscar fortuna, prometiendo volver por él en cuanto la suerte le fuera más propicia.
A estas alturas, siete años después, Josh a menudo pensaba que… o bien su padre aparecía de repente montado en un caballo andaluz, cubierto de oro y con una carreta de alabastro a sus espaldas, o por el contrario, no