Название | Una candidata inesperada |
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Автор произведения | Romina Mª Miranda Naranjo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788494315237 |
Joshua tenía veintidós años, aunque posiblemente aparentara unos cuantos más. Era alto y su cuerpo estaba fibroso y marcado por el duro trabajo, sus brazos eran largos y fuertes, sus manos callosas y hábiles. Tenía la nariz recta, la boca carnosa y la piel morena por su afán de trabajar con la menos ropa posible. Su abuela, Josephine, se había encargado con todo su cariño y mano dura de hacer de él un hombre de bien. Con más de un coscorrón merecido, aprendió a leer y escribir, aunque lo que de verdad se le daban bien eran las cuentas. Era capaz de calcular a ojo y sin muchas vueltas la cantidad de grano que necesitaba un caballo en semanas y meses, las proporciones de las plantas medicinales para hacer cataplasmas, los espacios que debían dejarse entre vallas para crear cercados… y un sinfín de útiles tareas que le habían valido el tan merecido ascenso a lacayo.
Aunque Josephine estaba encantada, no solo por el reconocimiento a su nieto, sino también por el trato afable y cercano que ambos habían recibido siempre de la familia Ferris, Josh era mucho más comedido. Por amigable que fuera Andrew, no olvidaba que se trataba de un conde y, a pesar de que estaba bien visto entre los miembros de la casa, nunca olvidaba cuál era su lugar.
Conforme la madurez iba haciendo mella en él, Josh pasaba las noches echado boca arriba en el jergón, pensando en todo y en nada al mismo tiempo, recordando su llegada a la casa solariega Holt, lo divertido que se volvía vivir en ella cuando el joven Andrew venía de vacaciones… ahora las cosas habían cambiado.
Solía pensar que tal vez era momento de buscar futuro en otro lugar, escoger una bonita chica del pueblo y pretender que era capaz de formar una familia y tener alguien de quien recibir ese cariño tan especial que los muchachos parecían buscar incansablemente. Con un suspiro, Josh siempre acababa desechando la idea, con razones cada vez de menos peso a las que se aferraba con fuerza.
La verdad era que hacía mucho que había entregado su corazón a alguien, aunque hacerlo había constituido la mayor de sus maldiciones. Enterrando la colilla apagada, rememoró la primera vez que conoció a la señorita Claire Ferris, muy niña ella, a pesar de tener solo cuatro años menos que él. Andrew era ya un jovencito cuando llegó su hermana, de modo que le había dejado claro que ambos debían protegerla de todo mal cuando se encontrara cerca de los peligrosos bosques de Kent. Como Andrew tenía mucho que estudiar para preparar su futuro, recayó en Josh la tarea de permanecer junto a Claire, y de algún estúpido modo…
Ahora ella tenía dieciocho años, y cada día que pasaba sin verla resultaba para Josh un alivio y un dolor agónico a partes iguales.
Arrastró los pies cansados por la escalerilla de madera que le conducía al alto del establo y se dejó caer sobre el jergón, restregándose la cara y notando la incipiente y dura barba oscura que ya le raspaba en el mentón y las mejillas. Había aguantado despierto por si le hacían llamar desde la casa, pero al parecer las criadas y doncellas habían podido desenvolverse bien con todos los ruidosos invitados. Echó la cabeza hacia atrás y tocó con dedos distraídos sobre el pilar maestro que sujetaba la techumbre, contando las marcas que él mismo había sellado con uno de los punzones de las herraduras, aunque sabía bien la cantidad exacta que había de ellas, el equivalente a siete meses y veinticuatro días, veinticinco en cuanto dieran las doce.
Ese era el tiempo exacto en que Claire Ferris no viajaba a Kent.
Sintiendo los brazos pesados, Josh decidió que ya estaba bien de flagelarse, al menos por aquella noche. De nada le valía perderse en pensamientos que no le iban a conducir a ninguna parte. Se bajó los tirantes y sacó la camisa por su cabeza sin desabrocharla. Con poca pulcritud, la dejó colgando de uno de los barandales donde también yacía la opresora librea color chocolate. Se tumbó y dobló un brazo sobre sus ojos. Quizá el viernes sería un buen momento para bajar al pueblo, pensó, ya adormilado.
Apenas gastaba nada de sus ganancias, que habían aumentado en varias monedas ahora que su rango era el de lacayo (aunque no por eso se desvinculaba de los animales), restando la parte que entregaba a su abuela para que ella lo administrara en sabía Dios qué, para un futuro que no se podía imaginar, le quedaba suficiente para darse algún capricho banal de vez en cuando… y su edad y cuerpo tenían bastante claras las necesidades que empezaban a roerle las entrañas, como culebras vivas que se le retorcían y le llenaban la mente de sueños que le avergonzaban con el alba.
Con la determinación de no cuestionarse los instintos propios de un joven de su edad, Josh se dispuso a soplar la vela del candil para dar descanso a sus músculos doloridos, pero entonces… se incorporó de un salto, aguzando el oído. Aún con la música que provenía de la casa, el camino de acceso pasaba primero delante del establo y las tierras de cultivo antes de llegar a las verjas de entrada. Si no estaba equivocado, le parecía que algo se acercaba.
Presuroso, se levantó de un salto, agarrando la camisa y metiéndose en ella con torpeza. Sin bajar, se asomó a la baranda que hacía las veces de improvisado mirador y forzó los ojos en la espesa negrura de la noche. La nube de polvo todavía era poco visible, pero eso no quería decir que él no pudiera percibirla, y el eco de los cascos le sería reconocible incluso a más distancia que aquella. Aguardó unos instantes, hasta que la figura difusa del recortado carruaje fue apenas apreciable. No era lo bastante grande como para transportar a una familia, y solo había una persona en el mundo, que él conociera, capaz de viajar a solas y en plena noche a tal velocidad.
Se le encogieron las tripas y su subconsciente se llenó de ideas pesarosas. ¿Sería posible que la hubiera traído con el pensamiento? ¿Por qué tenía que venir ahora, cuando casi había aprendido a sobrevivir sin su rostro y la mirada que ponía en esos momentos que él no debería recordar, pero jamás olvidaba?
Aquella muchacha había nacido para torturar su existencia con una cruel dulzura y disfrutaba mucho haciéndolo. Josh, que se había dejado caer contra la baranda sin poder apartar la vista de la polvorienta figura cada vez más próxima, se preparó, quizá más ansioso de lo que debía, para recibir el tormento al que ella decidiera someterlo.
Capítulo 5
El incómodo nerviosismo de Victoria aumentaba conforme veía acercase, lenta pero inexorablemente, al conde de Holt. Sintiendo las palmas de las manos húmedas de transpiración aún a través de los guantes que la cubrían hasta los codos, se obligó a mover la cabeza y sonreír en deferencia a su interlocutor. Bernard Chamber hablaba casi tan rápido como alzaba el rollizo brazo a la caza de algún canapé, siempre ojo avizor de cualquier camarero que llevara la bandeja cerca de donde ellos se encontraban.
Mientras trataba en vano de centrarse en la conversación, Victoria no podía evitar preguntarse por qué Andrew Holt se aproximaba a ellas. Cierto era que su madre se encontraba en aquellos momentos junto a la condesa viuda, pero era bien sabido que como anfitriona de la casa estaba moralmente obligada a no hacer distinción alguna entre sus invitados. Él, por el contrario… no parecía tener sentido que perdiera tiempo en ellas, teniendo en cuenta la naturaleza de sus ambiciones.
–Está claro que toda esta… inesperada reunión tiene como objeto encontrar una esposa adecuada para el joven conde –había dicho Eleanor horas antes, en la confianza de su aposento, cuando ambas se arreglaban para la cena.
–También hay hombres entre los huéspedes –señaló Victoria, que se había mostrado tensa durante todo el tiempo que una de las doncellas asignadas para atenderlas había revoloteado a su alrededor con unas tenacillas calientes, amenazando con llenar su pelo con bucles indeseados–, y familias que no cuentan con jóvenes casaderas.
–Bueno… Joanna es una dama de tradición y desde luego sabe que sería de terrible mal gusto hacer venir exclusivamente a jovencitas solteras. Eso daría que hablar y dejaría en evidencia las intenciones de su hijo.
Sentada en el tocador, trenzándose la gruesa mata de pelo después de haber despachado a la doncella con la mayor educación, Victoria seguía sin asumir del todo qué hacían ellas allí, incluso teniendo en cuenta las necesidades de salud de Eleanor, había algo en la invitación de la condesa viuda que no