Название | Una candidata inesperada |
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Автор произведения | Romina Mª Miranda Naranjo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788494315237 |
Por supuesto, no es que pensara ignorar a ninguna de las personas que iban a hospedarse en su casa, puesto que jamás haría algo tan descortés; pero siendo honestos, él solo era un hombre y, dado que la razón principal de aquella recepción era la de encontrar a la candidata adecuada para que se convirtiera en su esposa, parecía lógico creer que Andrew se centraría en pasar tiempo con ciertas jóvenes casaderas en detrimento de otros invitados.
La señorita Linton acudía a la casa Holt no como posible dama casadera a tener en cuenta, sino (y en compañía de su madre) como una visitante considerada por Joanna. Era de esperarse, pues, que Andrew apenas reparara en ellas, a menos que se encontraran por casualidad o tuviera la oportunidad de ofrecer algunos minutos de charla cortés. De querer su madre que mostrara un poco más de interés en sus invitadas, diferenciándolas del resto de personas a las que Andrew tendría que dejar de lado (por el bien de su futura empresa matrimonial), debía al menos señalarle quiénes eran.
–Y definitivamente –masculló, apretando el paso–, darme algún maldito dato más que un color de pelo tan común y corriente.
Se paró al llegar junto a la puerta del invernadero, que estaba flanqueada por dos grandes rosales. Harvey movió la cola, expectante, como preguntándose si entrarían a oler las flores o se quedarían fuera bajo el sol. Andrew se pasó la mano por la frente y respiró hondo. Todavía no había empezado la búsqueda de una esposa y ya estaba volviéndose loco. Le esperaban unos días agotadores, donde tendría que poner la mente únicamente en las jóvenes casaderas que fueran desfilando delante de él, intentando quitar las capas superfluas de personalidad que ellas mostraran para ver si escondían algo debajo en lo que pudiera sustentarse una vida en común.
Definitivamente, no tenía tiempo para pensar en el color del cabello de Victoria Linton, a la que ni siquiera podía poner rostro, cuando lo más probable era que tuviera que pasar entre una veintena de damas (y eso, siendo positivos) hasta llegar a una con la que pudiera tener afinidades y gustos comunes. Jamás pasaría el resto de su vida atado a una mujer que solo hablara cuando él le hiciera una pregunta. Si tuviera que envejecer oyendo monosílabos, se pegaría un tiro con la escopeta de caza.
–No aspiro a encontrar ese amor del que hablan las novelas, ¿sabes? –Se acuclilló, rascando las orejas de Harvey–. Ni siquiera la clase de amor que tenían mis padres, siempre con sus rencillas, manteniéndoles unidos en sus desacuerdos… pero desde luego tengo que apreciar a la mujer con la que me case. No suena muy descabellado, ¿verdad?
Aspiraba a poder querer a la joven que se convirtiera en la madre de sus hijos, poder mirarla y decir «lo he hecho bien, pasaremos una vida tranquila juntos, apreciándonos y siendo respetuosos el uno con el otro». Tenía tiempo, en todo caso, no había ninguna necesidad de apresurarse… pero tampoco quería invertir en la tarea de casarse una eternidad, no era ningún jovenzuelo enamoradizo, ni tampoco un aprendiz de poeta. Andrew era un hombre práctico y decidido, y por ello esperaba haber conseguido dar con la candidata deseada con la prontitud necesaria para poder volver a Londres y cerrar el trato del barco de vapor que viajaría a China.
–Un hombre sensato debe anteponer a las personas en sus prioridades –le dijo a Harvey, que pareció entenderle con su mente perruna–. Primero la familia, luego los negocios con el extranjero. No lo olvides, amigo.
Empezaba a incorporarse cuando el traqueteo de un carruaje por el caminito allanado de acceso a la propiedad le distrajo. En una posición inesperadamente buena entre los rosales, Andrew tenía una vista exquisita de la entrada a la casa Holt. Intrigado por conocer la identidad de los primeros visitantes, se levantó con cuidado de no ser visto y caminó unos pasos hasta apoyar un hombro contra la parte oeste del invernadero. Tan solo tuvo que alzar un poco la cabeza para tener una visión panorámica.
–Ven aquí, chico –susurró–. Abajo, Harv.
El dálmata se acomodó junto a Andrew, doblando las patas delanteras y bostezando copiosamente mientras se tumbaba bajo la sombra del rosal, ajeno a cualquier otro ser humano que pudiera estar a punto de llegar. Dejó caer la cabeza sobre las patas y entrecerró los ojos, decidido a gandulear mientras su amo terminaba sus trabajos detectivescos.
El carruaje que se aproximó hasta detenerse ante las verjas de la entrada era sin duda propiedad de alguien de la aristocracia más acomodada, y aquello era evidente incluso desde la posición de Andrew. Lacado en negro, tenía los paneles relucientes. Una A dorada adornaba la puerta lateral, como era costumbre, y estaba rodeada por diminutas figuras, que debían ser los escudos o emblemas de la familia a la que pertenecía. Lamentablemente, desde la lejanía donde ese encontraba, Andrew no podía identificarlos.
Uno de los lacayos de la casa Holt, con su librea color chocolate, se apresuró a abrir la portezuela y bajar la escalinata. Tanto el interior del carruaje que podía verse como los escalones estaban forrados en damasco azul de un tono tan vibrante que Andrew pudo percibirlo sin dificultad. Dos mozos empezaron a bajar el equipaje enganchado a la parte posterior del carruaje, en tanto que el lacayo ya había ayudado a descender a una dama.
La mujer, alta y esbelta, llevaba una inmensa pamela a juego con su vestido de paseo de un tono vainilla muy recargado. Andrew entrecerró los ojos, pero le fue muy difícil ver nada bajo el ala de aquel voluminoso tocado. No obstante, fue mucho más sencillo reconocer a la joven que descendió a continuación.
Una delicada mano enguantada tomó la del lacayo y una dama tan sofisticada como rígida se apeó del carruaje. Estaba tan estirada como un junco, y el único movimiento estrictamente fuera del protocolo que se permitió fue el de mover la cabeza a los lados, dejando que su mata de rizos castaño oscuros cayera más grácilmente sobre sus hombros. Llevaba un vestido de un rosa muy pálido a juego con el sombrerito y las botas, e inmediatamente después de pisar el suelo abrió el abanico para impedir que el sol irradiara directamente contra su tez marfileña.
Madre e hija se comportaban como si estuvieran siendo observadas por un experto en protocolo y daban instrucciones a los mozos de cómo y en qué orden debían transportar sus pertenencias. Incluso aunque hubiera estado a muchos más kilómetros de distancia, Andrew habría podido reconocer aquellas maneras tan extremadamente correctas en cualquier parte.
–Adeline Aldrich –dijo para sí–. Tenías que ser la primera en llegar, sin duda.
Sin querer moverse para no ser descubierto (habría tenido que dar muchas e incómodas explicaciones), Andrew vio a Adeline y a su madre caminar dignamente hacia el interior de la propiedad. Los mozos trabajaron sin descanso transportando los bultos de ambas mujeres, y el lacayo guió al conductor del carruaje para que lo llevara a la cochera, donde los cuatro caballos serían atendidos. En medio de la polvareda que se levantó, Andrew estuvo a punto de perderse otra llegada.
El vehículo en cuestión era, esta vez, bastante diferente al que había traído a las Aldrich. Quienes fueran sus propietarios también se habían dado prisa en acudir a la residencia Holt. Pero Andrew dedujo, cuando pudo ver bien el vehículo y apreció que solo llevaba dos caballos, que o bien la distancia a recorrer por los dueños del carruaje era corta y por ello contaban con tan pocos animales de tiro… o por el contrario, no podía permitirse tener más, motivo por el que habían decidido salir más pronto y así no hacer demasiado llamativa su tardanza.
Al ver cruzar al coche el último recodo y pararse con un bamboleo justo delante de la entrada, donde ya esperaban un lacayo y otros dos mozos, Andrew se dio cuenta de que su segunda hipótesis estaba más cercana a la realidad. A diferencia del carruaje donde había aparecido Adeline Aldrich, lustroso y bien lacado, este parecía desvaído. La pintura estaba opacada y deslucida, había una cantidad de polvo en el contorno y la tracción de las ruedas daba a entender el desuso, e incluso era visible que la marca de la familia, pintada en el lateral de la puerta, había sido borrada y sustituida por otra.
Andrew se rascó la barbilla, curioso. Había poca cantidad de maletas en la parte