La democracia en Chile. Joaquín Fermandois

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Название La democracia en Chile
Автор произведения Joaquín Fermandois
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789561427280



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a un sistema que pueda ser englobado en un solo concepto de totalitarismo —creemos firmemente que sí, con calificaciones, eso sí—, pocos negarán que ambos representaron la ruptura más extrema con el proceso democrático ocurrido en la modernidad. En sus raíces sociales, emocionales e intelectuales son vástagos de la experiencia moderna, aunque también pueden ser interpretados como rebeliones ciegas y enceguecidas contra la modernidad. Por añadidura, no se podría afirmar con total seguridad que son posibilidades que han desaparecido del horizonte histórico.

      La democracia es un sistema eminentemente frágil, vulnerable. Además, le es difícil combatir fórmulas con finalidades no democráticas sin desfigurar algunos elementos del Estado de derecho y el mismo sentido de la democracia.235 Su quintaesencia consiste además en que la crisis, que es siempre compañera de las formas políticas, es expresada y colocada en la conciencia de la sociedad como un problema a veces terrible o truculento, aunque la mayoría de las veces no lo sea tanto. El debate, que es otro corazón de la democracia, intenta justamente ir develando, por buenos y malos motivos, cuál es la grieta que amenaza el funcionamiento óptimo y los valores que se sustentan o dicen sustentar en el conjunto social. ¿Cómo es posible entonces que haya subsistido la democracia?

      En primer lugar, porque subsistió o se desarrolló en lo que podemos llamar sociedades paradigmáticas. No se trata solo de potencias militares y de economías fuertes, sino que su estructura social es considerada de alguna manera más “avanzada”, más compleja, mejor que la de otras. También —un punto no menor—, constituyen sociedades que son al mismo tiempo el corazón de ideas, sentimientos e imágenes que se expanden y en la modernidad se universalizan. No solamente son imitadas, sino que existe una apropiación de las mismas, apropiación que con legitimidad puede ser asimilada a una recreación de la Magna Grecia, a la que consideramos parte integrante de un gran foco civilizador. Esta es la importancia del triángulo noratlántico, aunque no pocos lo ven como un centro de hegemonía carente de legitimidad para otras regiones del mundo. Esta última visión contestataria surge también del mismo corazón de ese triángulo; es parte de él, quizás creación suya.

      En segundo lugar, porque el dilema que representaba la democracia se expandió a lo largo de todo el globo, aunque con una presencia a veces tenue, pero real en la inmensa mayoría de las sociedades del mundo. Esto reforzó la referencia a la democracia como un elemento central de la política, aunque asumida a veces bajo un ropaje semántico particular. Constituyó también una fuente de debilidad, ya que fue una prueba de lo arduo que es desarrollar un sistema político democrático siguiendo al modelo occidental cuando se tienen presupuestos distintos en lo político, en lo económico, en lo social. No es imposible, aunque parece siempre una tarea incompleta, y precisamente en este libro se trata de uno de esos ejemplos, el caso de Chile, que a veces aparece como una confirmación de la democracia como una suerte de necesidad, y otras veces como una experiencia reiteradamente fallida. Los mismos actores han usado uno u otro argumento de una manera que en el fondo es intercambiable. Aparecerán también varias soluciones acerca de una experiencia cultural muy diferente, que es el caso de la India, con un sistema democrático casi sin discontinuidad desde 1947 hasta el presente, aunque careciendo de muchos presupuestos o —preferiríamos decir— acompañamientos económicos y sociales (y étnicos).

      La fortaleza económica, y el desarrollo social y material no bastan para explicar la persistencia de la democracia en las sociedades fuertes y en las grandes potencias. Los desafíos no democráticos o abiertamente antidemocráticos, sobre todo estos últimos, nacieron del propio seno de la historia occidental y moderna. Marxismo, fascismo y la persuasión autoritaria, cuando son más que simple gobierno de facto, están relacionados con la historia de ideas y sentimientos sociales y políticos de la modernidad, y van más atrás de ella también. Incluso uno podría preguntarse en qué medida viene a ser una clara rebelión antimoderna, como el fundamentalismo islámico lleva consigo rasgos inconfundibles de la modernidad.236 Existe otra cualidad en este modelo occidental que le ha otorgado fuerza sin desconocer que uno de sus fundamentos ha sido aquello que comúnmente llamamos el desarrollo. La creación política de la sociedad occidental, al ser capaz de sacar de sí misma una autocrítica, incluyendo a una radical, antisistema, y poder convivir con ella con la condición, eso sí, de que esta podrá influir, pero no dominar, demostró una mayor flexibilidad y una capacidad de afrontar el cambio de una manera más creativa que los modelos no democráticos. Un sistema que contiene a lo que lo pretende destruir, y logra, sin embargo, que este agente de insurgencia pase a ser parte del sistema sin diluirse del todo, es más fuerte y posee más consistencia al final de los finales que un sistema cerrado que debe excluir todo tipo de crítica.

      La crítica a la democracia, entendida como lo que aquí se llama modelo occidental, alude tanto a la desigualdad social que la haría una frase vacía de contenido como a la tendencia autodestructiva que habitaría en ella, como si no fuese compatible con la naturaleza humana, incluso si aceptamos que esta es de una consistencia variable. Por eso es que a la democracia política le llegó a ser tan importante —que es lo que puede ser— estar contigua a la modernización económica y social, o desarrollo. Es lo único que puede ofrecer la igualdad posible, entendida al menos como igualdad de oportunidades y un mínimo civilizado en lo material, al menos en el contexto de la sociedad abierta. En cuanto a lo segundo, la ahora relativamente larga historia de la democracia —si tomamos a Occidente en el sentido amplio antes definido— nos permite afirmar que al menos la democracia coincide con algunos rasgos de aquella, en su naturaleza política. Quizás comenzando con los consejos de ancianos o de guerreros, una suerte de autoritarismo consultivo, donde en este último carácter existe algo evolutivo: algo de ello se deja ver en el tenso diálogo entre Creonte y el anciano en Antígona, cuando el consejo es ignorado, desencadenando una fatalidad. La democracia sería así una probabilidad que es difícil que se olvide, precisamente porque también ha sido un autodescubrimiento de lo humano.237

      El modelo occidental puede ser considerado como una especie de sociedad de síntesis porque lo nuevo se integra a lo antiguo y modifica la totalidad, y a la vez es modificado por esta. Muchas veces esto es percibido como una traición a un papel —como el odio al “reformismo” en el marxismo revolucionario— o como una cualidad demoniaca del sistema para desarmar y anular una verdadera crítica. El problema radica en que el triunfo de una crítica radical no conduce al establecimiento de un sistema crítico, sino a la necesidad práctica de la nueva jerarquía de abolir la crítica. Solo en una atmósfera política de la sociedad abierta es posible que surja la amistad cívica como acompañante a los debates, a las intrigas e incluso a las difamaciones. Los procesos de paz siempre han estado vinculados a un tipo de amistad cívica que solo puede producirse en el marco de un Estado de derecho propio del modelo occidental, o en una atmósfera que lo posibilite. Cierto: hay una elección sacrificial en torno a un derrotado que no tendrá jamás perdón.

      La política jamás podrá abolir la distinción amigo-enemigo, aunque la llamemos partidario-adversario, en un tono de aceptación de las diferencias o por un gesto de cortesía entre inevitable y necesario. Se puede ilustrar al modelo occidental con el símil del duelo, que transformó la violencia ilimitada en un gesto ritual por medio del acto lúdico. Más recientemente en el XIX, la paulatina legalización (o “naturalización”, si se quiere) de la huelga cumple la función de canalizar un conflicto divisivo por vías de conciliación y mutuo ajuste, en operación que tiene también mucho de lúdico, “negociación” a veces. La política moderna, dentro de este marco, es inseparable de la adición del juego a la vida pública expuesta ante un público, que la distingue de manera sensible de los partidos de corte y en general del mundo de las maquinaciones cortesanas de otros tiempos. La competencia dentro del marco del Estado de derecho, y otras condiciones antes descritas, es lo que más ha seguido caracterizando al modelo occidental, un autogobierno con límites, pero sometido a estas pruebas formales, amén de las que acaecen en el curso de la historia.238

      De los muchos desafíos a que está expuesto el modelo occidental, el principal quizás sigue siendo el riesgo de la exacerbación de la crisis, por lo mismo que consiste en sacar a luz las fracturas y factores críticos del sistema social y político. En la modernidad, esto tiene que ver con la posibilidad de transformación social y económica, que se ha convertido en una meta justamente porque la producción moderna ha demostrado la capacidad de cambio