La democracia en Chile. Joaquín Fermandois

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Название La democracia en Chile
Автор произведения Joaquín Fermandois
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789561427280



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que sucedió con el cambio quizás trascendental que se produce al nacer la democracia, no fue en la comunicación y alimentación entre la masa del cuerpo y la cabeza, sino que el cómo organizar la distribución de poder pasó, en una medida cualitativamente nueva, a depender de la base misma de ese cuerpo, por estrecha que haya sido definida en su momento inicial. Esa forma de definición conlleva un cambio radical de legitimidad que solo los muy modernos —vale decir, los que hemos conocido acerca de la experiencia de poco más de dos siglos— podemos aquilatar en toda su dimensión. Comenzaba a deteriorarse la idea de una legitimación trascendental. Ello estaba quizás vinculado de manera íntima a que el don deliberativo del hombre enfocaba al poder político y, más adelante, a la sociedad como un objeto de su pregunta o inquisición, o de su voluntad. La constitución de una entidad humana, de un tipo humano con autonomía flotante, una clase discutidora pero que quiere tomar las cosas en sus manos, esto es, una clase política de nuevo cuño, es un elemento consustancial a toda democracia; su surgimiento a veces súbito, otras de largo larvado, pasa a ser otro supuesto del funcionamiento de la democracia.

      La experiencia democrática solo tiene continuidad en el marco del mundo moderno, la de los pueblos anglosajones y la que ocurre alrededor de la Ilustración continental, por cierto, en especial en Francia a fines del XVIII. Esto no quiere decir que no hubo experiencias históricas anteriores según se ha dicho, a veces balbuceos, pero también grandes creaciones, aunque limitadas en el tiempo. En lo básico, se trata de la polis griega, la república romana y —muy limitado— las ciudades renacentistas.

      Democracia antigua y experiencia moderna

      Se podrá discutir el carácter democrático en el sentido moderno del término de estas tres estructuras políticas. Sin embargo, las tres tienen que ver con una forma de organización del cuerpo político que pasa por algún grado de deliberación y de legitimidad relativa. Esto último es muy limitado en las ciudades renacentistas, donde a lo sumo se puede decir que eran similares a una república, medidas según el parámetro de la dicotomía monarquía/república, y tenían un fuerte sabor aristocrático y/u oligárquico. En Grecia y Roma hay un impulso político que se puede decir que se origina en la sociedad y culmina en las formas de gobierno. Este es un tránsito decisivo en la historia de lo político. No es por casualidad que la teoría política democrática, o que enfoca la democracia como un tema central —aunque sea a veces desesperando sobre ella—, ha tratado de reconocer una continuidad desde Aristóteles, aunque también de tanto en tanto se pone en tela de juicio la continuidad misma. Se puede señalar que la democracia existe como problema con relativa persistencia, si definimos a Occidente en un sentido amplio, cuando se le añade la experiencia griega, la romana y quizás la judío-cristiana en su fase inicial. Si definimos a Occidente en un sentido más limitado como la experiencia europea desde fines del primer milenio después de Cristo, hasta el desarrollo de la modernidad en estos últimos siglos, la democracia está vinculada desde su nacimiento al desarrollo de un tipo de sociedad que tiene un rasgo, que podríamos llamar la singularidad occidental.

      Las experiencias del mundo helénico —es decir, la de Grecia y Roma— constituyen un salto descomunal en la historia de la humanidad en términos de raíz de la democracia. La conciencia moderna sobre esta no sería posible sin esa apertura a la sociedad abierta, que en Grecia fue el tránsito desde una política clausurada en torno a una institución que se basta a sí misma, hacia la apertura a que la sociedad constituya una forma de elección, selección, discusión, en sus instituciones, en la huella en el surgimiento de la primera teoría política formal, coetánea con la “creación” del pensamiento. Sobre todo, sucedió un desacoplamiento, un des-encadenamiento de eslabones, una apertura que puso la responsabilidad en la libre elección y, a la vez, un peso sobre lo humano del cual muchas veces se quisiera escapar. Sobre todo, en Grecia, tanto en el pensamiento como en la cultura, el desatar colocó al hombre como parte autoconsciente de la sociedad como una obra abierta y con sus límites.220 Mientras en Grecia la experiencia de la democracia fue breve, en Roma las instituciones republicanas persistieron por siglos, desde luego con estremecimientos y con su crisis final. Las normas institucionales y el manejo del conflicto entre grupos con cambios regulares de funciones permitieron el aprendizaje republicano y con no pocos elementos de la discusión democrática y un asomo de opinión pública. Con todo, es en Grecia donde propiamente despuntó la experiencia democrática y ese encontrarse del hombre frente a sí mismo en su potencia, acompañado de otros, de esa pluralidad de ser en que consiste la relación social y nuestro mundo; y en relativa soledad. En Homero, en los trágicos, en la teoría y filosofía política y en la esclarecedora escritura de Tucídides reside un conocimiento de sí misma de la humanidad que da cuenta de origen y fin.

      Se discute entre los especialistas si la democracia antigua es antecesora de la moderna y la respuesta es más bien negativa, sobre todo porque se destaca el significado diferente. En Atenas se trataba de participación, de toma de decisión, pero no de algún equilibro de poder y menos de representación, y en Roma res publica era la referencia a un ámbito y no a instituciones. Con todo, me parece que estos juicios miran con celo su campo y allí le asiste la razón. Sin embargo, si lo enfocamos de otra manera, se ve diferente. Los sistemas políticos de las ciudades-estado de la Hélade resistieron poco el paso del tiempo en lo que tenían de democrático; más duradero fue el caso de Roma, lo que llamó la atención ya en la antigüedad. Con todo, aquí reside mi primer argumento, es que, en relación con los sistemas políticos ajenos a este orbe, y ello hasta el siglo XVIII d. C., estos dos sistemas de la civilización helénica se parecen más entre sí y también a las democracias modernas —o los procesos democráticos modernos— que estas y los helénicos a los otros sistemas. Es aquí donde aparece la primera pista del profundo parentesco. La segunda es la particular vinculación entre la antigüedad judío-cristiana y lo que se llama Occidente, una cierta continuidad, identidad cultural, fuente de aprendizaje del segundo bebiendo conscientemente en las fuentes de la primera, una peculiar relación en la historia humana. El mundo cultural de Occidente estaba consciente de la existencia y del atractivo —y del problema— de las instituciones antiguas.

      La sociedad de autonomías relativas

      Aunque existe una extraña continuidad discontinua con la experiencia de la antigüedad, hay que establecer primero que el carácter del desarrollo del proceso democrático moderno surge de una experiencia originada en la historia de Occidente, o aquello que habría que denominar quizás el modelo occidental. Ello no hace de la democracia un simple producto de Occidente —en un sentido amplio, aunque la fuente europea sea insoslayable— que sería intransferible a otras experiencias.221 En este libro se parte de la base de que lo que se llama un artefacto cultural —y esto es en lo que consiste un modelo político— y siempre queda una posibilidad humana que va a provocar la tensión, la curiosidad, la imitación, la mímesis y finalmente la apropiación por otra sociedad, por ajena que le haya sido. Es así, si se cree, como sostengo, en la universalidad y fundamental analogía de la sociedad humana en sus múltiples manifestaciones, en la sociedad arcaica o en las civilizaciones. Se trata de una posibilidad y no de un camino seguro. Hablamos de un tipo de creación humana que tiene que ver con la manifestación de valores, más allá de la técnica y las técnicas. Es donde la cultura y la civilización se funden y, por lo mismo, la reacción de los seres humanos frente a ellos es tanto de identificación como de extrañeza. No se trata tanto de aprendizaje como de una técnica, sino de la incorporación de una fórmula de modelar valores —en el sentido de valoraciones— en torno a experiencias concretas de relaciones, plasmadas en instituciones y fórmulas. En suma, como en tantas instituciones y sistemas hay una universalidad inherente a la cual, sin embargo, no le es fácil traducirse en una expansión concreta a lo largo del mundo.

      El primer rasgo que llamó la atención a quienes creyeron detectar un carácter especial o singular de Occidente fue el pluralismo de soberanías combinado con una pluralidad de actores al interior de ellas. La sociedad feudal convivía con la institución monárquica, aunque esta última debilitada. Este poder político disperso —solo en relación con el Estado, que surge después— coexistía con el llamado poder espiritual, más bien las instituciones relacionadas con la Iglesia.222 Eran dos instancias distintas definidas con bastante claridad; al mismo tiempo, estaban vinculadas por la idea vital de una creencia, una fe. Esto se resume muchas veces como la dualidad Papado-Imperio,