Название | La democracia en Chile |
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Автор произведения | Joaquín Fermandois |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561427280 |
La principal cabeza de esta Constitución fue Juan Egaña, una combinación de conservador con elementos ilustrados y hasta utópicos: “Cuanto hubo de bueno en el admirable gobierno de los incas y cuanto contribuyó a la prolongada permanencia del de Lacedemonia e imperial de la China, todo se debe a este gran principio de transformar las leyes en costumbres”.159 Curioso, aunque no único caso de un conservadurismo utópico, más aún que el liberalismo que le seguiría.
Es común considerar al binomio de pelucones y pipiolos como el molde exacto de conservadores y liberales. Hay alguna semejanza, poniendo énfasis en que se trata de conceptos absolutamente relacionales, casi meros nombres para ubicarse en el mapa político específicamente chileno, no exactamente como ocurría en la Europa contemporánea, si bien no radicalmente distinto. Como sea, aquí tomamos la dicotomía entre conservadores y liberales como un hecho fundamental de la historia de Chile y del mundo, que emergería bajo el signo de la política mundial en los modernos sistemas políticos, y la simultaneidad emocional y verbal de los hechos que se desarrollaban. Esta distinción básica entre liberalismo y conservadurismo ya asomaba la cabeza en los 1820, para más adelante, a lo largo del siglo XIX, ir definiendo las diversas posiciones y los límites de la realidad política.160
El general Freire, más preocupado de liberar Chiloé, de donde tuvo que regresar sin conseguir su objetivo en junio de 1824, no manifestó ni un apego muy pronunciado ni un rechazo absoluto hacia la Constitución diseñada por Juan Egaña. Independientemente de ello, la agitación política tuvo en un segundo plano la existencia de una Constitución. Freire, de regreso en Santiago, convocó a un nuevo Congreso Nacional, en teoría elegido en sufragio universal, que a fines de 1824 declararía “insubsistente” la Constitución recientemente promulgada. Se desarrollaría una lucha entre diferentes asambleas provinciales que muchos contemporáneos observaron como anarquía, pero hay que repetir que más se parecía a un caos. Entre otras acciones, Freire disolvió la asamblea de Santiago que le era afín y partió nuevamente a Chiloé dejando a un Consejo Directorial encabezado por José Miguel Infante, convertido ahora en un ardoroso federalista. Después de someter a este último reducto español —en la isla quedó un dejo de lealtad a la Corona que todavía era audible en ciertas manifestaciones verbales a fines de siglo XX, además de ser hasta el XXI una zona especial, tradicional de una forma que no tiene el resto de Chile—, convocó a un nuevo Congreso, que a su vez eligió, en términos nominales, al primer Presidente de la República, el almirante Manuel Blanco Encalada. Clase militar y clase política estaban sumamente imbricadas en la fase inaugural de la república, tal como sucedería en el resto de América hispana y en la fase de descolonización tras la Segunda Guerra Mundial.
Al parecer sin ambiciones personales, ni siquiera las indispensables para otorgar estrategia y sentido a un desarrollo político, en la práctica Ramón Freire, más que ser un liberal de tomo y lomo, poseía cierta liberalidad. Su contraparte era José Miguel Infante. El diputado federalista era un revolucionario no solamente sin armas, sino que sin ningún afán ni participación en sucesos sanguinarios; por cierto, su imperativo categórico personal no le dejaba apreciar que el país se encaminaba claramente al desgobierno crónico. Más temprano que tarde, el ímpetu federal comenzó a retroceder.161
Tras la nueva renuncia de Freire (5 de mayo de 1827), la elevación del vicepresidente Francisco Antonio Pinto y el receso autoinfringido del Congreso federalista con el afán de consultar a las asambleas provinciales la forma de gobierno que debía adoptar la nación, se formó una Comisión elegida por el Congreso saliente y las asambleas, cuya principal función fue elaborar el reglamento de las elecciones que darían lugar al Congreso Constituyente de 1828, el tercero desde la caída de O’Higgins.162 De este organismo surgió la Constitución de 1828, promulgada en agosto de ese año por el vicepresidente Pinto. Intentaba ser un camino intermedio entre el liberalismo y el federalismo. Fue redactada bajo la inspiración del gaditano José Joaquín de Mora y encarnaba la esencia del experimento de una república liberal, solo que estaba desconectada de la capacidad de traducirla en esa síntesis de acción, práctica y orientación en que consiste la creación institucional.
Hablando desde una perspectiva general, por una parte, los jefes políticos de la década de 1820 tenían pocos arrestos de caudillismo, pocas ambiciones personales. Quizás primaba la obediencia a la ley, aunque sea una actitud que se confunde con un acto semiautomático. Porque, por otro lado, existía un país ideal que era tocado solo mediante los documentos oficiales y las discusiones públicas, de todos modos, escasas, mientras que el país real, es decir, la vida cotidiana misma de los individuos y las familias, se desgranaba en disolución, además muy encrespada por las rabias que se comenzaban a acumular. En ese ambiente fermentaría al interior de la clase política un estado de ánimo que deseaba organizar un orden funcional a las necesidades de un Estado moderno, aunque no le ponían esa palabra y hay varios grados y versiones de esa modernidad. Quienes darían voz política a ese estado de ánimo serían los “estanqueros”, subsumidos pronto bajo el nombre de Diego Portales. En ese entonces, el grupo de Portales representaba a la típica reacción conservadora que, con o sin éxito, emerge siempre en los procesos conducentes tanto a una disolución como a una revolución, que establece nuevas formas de adquisición, circulación y/u orientación del poder.163
De todas maneras, bajo los apelativos de pipiolos y pelucones —esto último dicho al comienzo en forma burlesca y luego adoptado por aquellos—, o liberales y conservadores al modo de whigs y tories en Inglaterra, o del burro y el elefante en la política norteamericana, la visión del espectro político que podríamos ofrecer según tales denominaciones es sumamente difusa e incompleta. Si bien al interior de esta clase política existían tendencias que podrían ser reconocidas una como liberal y la otra como conservadora, considerando que sus motivaciones se conectaban con las corrientes generales de la política moderna —la polaridad entre libertad y orden, o la más visible de orden e igualdad—, ninguno de ambos polos tenía expresión organizativa alguna, y los congresos y grupos eran pasto del individualismo más exacerbado y del cambio constante de posiciones. La justificación más reiteradamente pronunciada por los liberales era de índole moral: había que luchar contra todo tipo de despotismo. No consideraban que el cambio permanente produce una sensación de despotismo del azar en la percepción tanto del hombre común como en la de muchos miembros de la clase política de turno. Es altamente posible que un trastocamiento de tal magnitud haya condenado a esta breve república liberal al estrépito, sin perjuicio de que tuvo la oportunidad de madurar e ir creando su propia versión de “Estado en forma”, y haber sido la base de la democracia chilena moderna. Como en toda América, tardaría en arribar.
En todo caso, se debe acoger la idea de algunos historiadores, como Ricardo Donoso, Julio Heise y Sergio Villalobos, que sostuvieron que este período, preludio del colapso de la república, fue un momento de experimentos. Dicho esto no solo para destacar el sentido negativo de la irresponsabilidad política imperante, sino que también con el objeto de poner de relieve el aprendizaje que implicaba, siendo el necesario paso previo a una organización más autocontenida. Se ha insistido aquí que sobre todo para la primera mitad del XIX se produce en Chile, como en muchas partes, ese proceso de cambio con mezcla y mezcolanza entre el antiguo régimen y la política moderna; las sociedades en términos de organización y de técnica incorporan lo moderno, pero el arte de autogobernarse parece esquivo la mayoría de las veces.164 Se repetía también un tema latinoamericano, que el liberalismo político tenía escasa densidad, pero no se puede decir que no existía. No mostraba vigor para fundar democracias, acorde con la época, y a la vez no era simplemente una planta exótica, sino que se erguía en valla para la perpetuación de los despotismos en lo que había devenido el orden político autoritario en la modernidad, el que también mostró una persistencia en la historia latinoamericana en los siglos que vendrían.
La violencia política hasta la batalla de Lircay —en la medida en que se pueda evaluar— fue comparativamente baja, si tomamos como metro las muertes debidas directamente a esa violencia, aparte del bandolerismo en que devinieron antiguas guerrillas realistas. Esta imagen es la que quizás hace posible que desde el siglo XXI se puedan idealizar esos años como los que tuvieron una posibilidad cierta, y tal vez única, de erigir una democracia real, surgida del pueblo, cualquiera que sea el fenómeno que designe esta última palabra.165