La democracia en Chile. Joaquín Fermandois

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Название La democracia en Chile
Автор произведения Joaquín Fermandois
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789561427280



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Esta fue, tal vez, la obra que el Director Supremo más acariciaba como meta de vida. Hacia 1820, aún se transitaba por una etapa transnacional de la empresa emancipadora, de lo cual daban vívido testimonio este afán libertador y su alianza con el prócer argentino José de San Martín, casi la única coalición permanente en estos años de oscilaciones en las adhesiones personales y partidistas. Varios factores, que se irían complejizando a lo largo de la tercera década del XIX, completaron el escenario al que tuvo que enfrentarse O’Higgins: el paulatino aumento del bandidaje rural y una guerrilla realista más o menos confundida con la anterior, tendencia tantas veces repetida en guerras irregulares cuando la causa original se va perdiendo en el olvido.148

      La expedición libertadora del Perú no solo consumió el erario público, esfuerzo que luego dejaría sentir todo su peso en las finanzas del país, sino que también la energía política de O’Higgins. Asimismo, fue el escenario donde el Director Supremo conquistó un éxito pleno, aun si se considera que los frutos de este laurel se desdibujarían en las décadas siguientes por la sostenida rivalidad entre Chile y Perú, que desembocó en la Guerra del Pacífico —de la que también tomó parte Bolivia— entre 1879 y 1883. Una vez obtenidos los primeros triunfos militares, el estrellato americano recaería sobre San Martín. El Director Supremo tendría que desgastarse en la lucha interna y en la guerrilla de intrigas en que se convertiría Santiago. En 1818, aconsejado entre otros por Camilo Henríquez, O’Higgins dictó una Constitución provisoria, que fue sancionada el 23 de octubre de dicho año. Ante la imposibilidad de que un Congreso de diputados se reuniera a la brevedad, el texto constitucional disponía un Senado de emergencia, cuyos diez miembros (cinco vocales y cinco suplentes) serían escogidos por el Supremo Director.149 Cuatro años después, en medio de los crecientes reclamos contra el autoritarismo o’higginiano, el Director Supremo aprobó, tras la labor de una Convención Preparatoria formada por 33 diputados, una nueva Constitución (30 de octubre de 1822). El artículo 80 prescribía que el Poder Ejecutivo sería “siempre electivo, i jamás hereditario” y limitaba su duración a seis años, aunque permitía una única reelección por cuatro años. El artículo 84, en la práctica, extendía el mandato de O’Higgins por al menos seis años más, al señalar que “se tendrá por primera elección la que ha hecho del actual Director la presente legislatura de 1822”.150

      En cierta manera, la Constitución de O’Higgins anticipaba algunos aspectos de los proyectos constitucionales de lo que más adelante llamo “democracia postergada”, aunque en un contexto más legítimo desde el punto de vista de las instituciones políticas modernas. La prolongación del mandato de O’Higgins fue un acicate más para las críticas y el levantamiento de un nuevo caudillo militar avecindado en Concepción, ciudad que desde siempre y hasta mediados del XIX disputó la primacía política con Santiago, el general Ramón Freire.151 Lo que lo diferencia con la transición de las dictaduras militares del siglo XX latinoamericano es que O’Higgins se hallaba en aquella etapa inaugural en que las sociedades occidentales —Europa y América— se movían entre el antiguo régimen y las formas políticas modernas. Salvo el caso de Estados Unidos —y aún esto podría discutirse por tantas razones por el tema de la esclavitud—, todas ellas naturalmente mostraban rasgos de ambas etapas y no podía ser de otra manera. El lenguaje de O’Higgins traslucía tanto un ideal republicano y democrático como la conciencia de que, si no se era prudente, no habría una organización civilizada posible.

      Prontamente acaeció la abdicación de O’Higgins el 28 de enero de 1823. Al aceptar su derrota política, el Director Supremo reconocía explícitamente que los triunfos militares y el logro de la independencia, de la cual él junto a San Martín habían sido los grandes artífices, no constituían prerrogativas suficientes para instaurar un régimen personalista. Vistas las cosas desde este ángulo, es justificable que también se haya reconocido en O’Higgins a un padre del espíritu democrático, el que por cierto cobijaba una clara orientación al orden, tal como era entendido en esos momentos.152 Hundido el naciente orden, se desataría algo parecido a un proceso político según el espíritu democrático, pero que no desembocaría ni en el imperio de reglas del juego compartidas por todos los actores, ni en un aquietamiento anímico, características fundamentales de lo que entendemos por Estado de derecho.

      En fin, O’Higgins, el Director Supremo, ¿fue un dictador? Estuvo lejos de un despotismo arbitrario o cruel. En términos de categoría, si se quiere, técnicos, fue una dictadura si esta significa la concentración del poder político y público en una sola mano. No fue una situación remotamente distinta a la del general De Gaulle en 1944 —y en potencia en 1958—, una clásica reproducción del tránsito del antiguo régimen a los modernos sistemas políticos, teniendo lo que hoy llamamos democracia como horizonte a alcanzarse, aunque la palabra aparece poco en el general.153 Este dilema se reprodujo y se reproduce infinitamente en la modernidad a lo largo de gran parte del globo; define ese estar entre dos legitimidades de los sistemas autoritarios: el democrático y el del dictador soberano que crea un sistema arreglado para sus fines personales, en parte porque no tiene alternativa. Sin embargo, al revés de los dilemas del siglo XX, la dictadura era parte de los dolores de parto del paso del antiguo régimen a un sistema político moderno; buscaba un orden republicano y tanteaba lo que después se llamaría democracia en el sentido descrito por este libro, con el frescor de la creación y no con la experiencia de haber tenido ya un orden considerado normal, como Ibáñez en 1925/27 y después, o como la Junta y Pinochet en 1973.

      Durante la década de 1820, el sistema político chileno, con todas sus particularidades, estuvo inmerso en este devenir latinoamericano. Los siete años corridos entre la caída de O’Higgins y el triunfo de las fuerzas conservadoras en Lircay, pasaron a la posteridad en la narrativa conservadora como la época de la “anarquía”, aunque la palabra “caos” parece más adecuada, como sugiere Mario Góngora.154 En años más recientes, los historiadores chilenos han discutido acerca de si los males de este período han sido exagerados.155 Algunos, como Gabriel Salazar, lo han apreciado como un conjunto de experiencias en que se intentó practicar una democracia verdadera, con tintes populares o populistas, “desde abajo”.156 ¿Sería como considerar al 18 de septiembre de 1810 como un ejercicio soberano “desde abajo”?

      Sea cual sea el prisma que adoptemos, es preciso destacar que a los contemporáneos no les cabía ninguna duda de estar en presencia de un mundo en crisis, al que después sucedería un orden. Incluso quienes más tarde clamarían invectivas contra el despotismo y las costumbres inculcadas durante los años de la república autoritaria, entenderían que después de la caída de O’Higgins el estado de las cosas se había ido desintegrando. En realidad, lo que se engendró fue el despuntar de una lucha de caudillos y fuerzas encontradas. Las reyertas políticas contribuían a trazar un paisaje general que, hipotéticamente hablando, perfectamente podría haber devenido en un proceso de desquiciamiento institucional no muy diferente al de los restantes países hispanoamericanos. Por otra parte, como ha señalado Simon Collier, la abdicación de O’Higgins marcaría el final de la relación directa de Chile con el proceso de emancipación hispanoamericano, con la parte anárquica del mismo.157 Con toda el agua corrida, es imposible no ver como un hecho positivo el no haber desembocado en una sempiterna contienda de personalismos. Desde luego, no se puede olvidar que, de la imbricación de Chile con la región y la inestabilidad política con que se habían contagiado los procesos particulares de sus países vecinos, resultó un coletazo bélico que dejaría sus huellas. Me refiero a la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana entre 1836 y 1839.158 Fue combinación de guerra civil extendida y despunte de conflicto internacional; solo después de 1879 pasaría a significar —me parece que engañosamente— una primera fase de enfrentamiento con los países vecinos.

      La política de los notables y las reglas del juego tendientes a favorecer la aparición de caudillos militares, más o menos efímeros en la práctica, caracterizó solo parcialmente a la época con Ramón Freire, la que después se consideró como una etapa con identidad propia de la evolución institucional, hasta 1830. En primer lugar, se constituyó una Junta Gubernativa formada por Agustín Eyzaguirre, José Miguel Infante y Fernando Errázuriz y que había sido nombrada por O’Higgins con el pretexto de entregarles su renuncia. La Junta organizó una “asamblea provincial” de cuya representatividad es difícil poder decir algo. A fines de marzo, esta confirmó el nombramiento