Название | La democracia en Chile |
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Автор произведения | Joaquín Fermandois |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561427280 |
La sensación de cansancio que trasuntaba la línea editorial del El Constituyente era un estado de ánimo que envolvía a una parte considerable de los chilenos políticamente despiertos, lo cual no significaba que todos ellos compartieran el resultado de la reacción conservadora que se produjo. En esta visión crítica y pesimista había sentimientos y expresiones contrapuestas sobre el estado de las cosas. Mariano Egaña, el principal redactor de la Constitución de 1833, llegó a hacerse portavoz de un sentimiento que, confeso o no, traducía algunas reacciones latinoamericanas que han estado en muchas persuasiones políticas ulteriores:
Esta democracia, mi padre, es el mayor enemigo que tiene la América, y que por muchos años le ocasionará muchos desastres, hasta traerle su completa ruina. Las federaciones, las puebladas, las sediciones, la inquietud continua que no dejan alentar al comercio, a la industria y a la difusión de los conocimientos útiles: en fin, tantos crímenes y tantos desatinos que se cometen desde Tejas hasta Chiloé, todos son efectos de esta furia democrática que es el mayor azote de los pueblos sin experiencia y sin rectas nociones políticas.178
En otras circunstancias se podrían citar palabras del mismo Mariano Egaña que son contradictorias con las de esta epístola a su padre Juan, obligando al estudioso a añadir un análisis acerca de lo que entendía por democracia. En fin, el cansancio o el temor con la democracia es consustancial al establecimiento de esta y ha sido manifestado de izquierda a derecha. Esta atmósfera perfiló el fin de la anarquía o semianarquía, quizá. Aparecería la conjura que quería eliminar de raíz todas las conjuras. En el sur, el general Joaquín Prieto junto a su sobrino, el coronel Manuel Bulnes —que para el caso eran representantes del bando o’higginiano—, unieron la espada a la política dejando huella indeleble en el desarrollo institucional de Chile. Se apoyaron en un sentimiento difuso, pero fuerte dentro de la clase política, para establecer un marco de acción que no estuviera sujeto a los vaivenes de las luchas políticas. Los estanqueros, encabezados por Portales, los pelucones y los epígonos de O’Higgins que esperaban su restauración les proporcionaron el lenguaje para que la sublevación fuera políticamente fecunda.
A la batalla de Ochagavía el 14 de diciembre de 1829, de resultado impreciso, siguieron unos meses de indecisión e incertidumbre en los que Ramón Freire, rostro del frágil consenso que pronto se quebraría, pasó de ser árbitro del conflicto a un actor más del mismo al enemistarse con Prieto, líder de las tropas conservadoras. La suerte se decidió en la batalla de Lircay el 17 de abril de 1830 en favor de las fuerzas antiliberales (hay que repetir que este epíteto no debe tomarse muy en serio). Por un lapso muchos seguirían creyendo que el nuevo gobierno, presidido sucesivamente por Francisco Ruiz-Tagle (pelucón) y José Tomás Ovalle (estanquero), y del cual Diego Portales asomaría rápidamente como el hombre fuerte, haciéndose de los ministerios del Interior y Relaciones Exteriores y Guerra y Marina, no duraría mucho más que los anteriores. Sin embargo, ya sea reverenciado, reconocido u odiado, lo que se llegaría a conocer como el régimen portaliano ha pasado a constituir una referencia fundamental al pensar el Chile republicano e inevitable al considerar la democracia.179
Todavía hoy es materia de discusión si fue la persona de Diego Portales Palazuelos (1793-1837), una clase social con conciencia política o una fórmula de un grupo de poder lo que contribuyó decisivamente a definir el futuro político de Chile por, al menos, treinta años; ello, toda vez que es válido conjeturar que las huellas de ese influjo fueron incluso más duraderas que el período de tres decenios. Siempre que algún acontecimiento o proceso está relacionado con una figura que califica como emblema o hasta signo totémico, se plantea el mismo problema de si es el hombre, el elenco, en un sentido amplio de la palabra, o lo que con acierto se ha llamado las “fuerzas profundas” de la época, lo que se debe imponer como el hilo conductor de la trama que contamos los historiadores.180 Nunca podrá haber certeza absoluta para definir una verdad que en apariencia es muy simple. Aquí uno se juega por creer que la realidad política ofrece una variedad bastante limitada de alternativas y que esta es la hendidura por donde pueden emerger los “grandes hombres” que definen un momento, un proceso o un sistema. Es el caso de Portales.
Este ha sido considerado alternativamente uno de los padres de la patria o un déspota, o un dictador, en un lenguaje levemente más neutro.181 Más que los vítores o las vindictas a las que retrospectivamente se somete al estadista —es seguro que merece este nombre— lo problemático de Portales es que tanto su obra política como la concepción de democracia en que aquella se encuadra tienen un cariz ambiguo, si es que se quiere mostrar la existencia de una democracia. Si, en cambio, sostenemos que la democracia es un proceso, un aprendizaje, un desarrollo inacabado que sin excepciones está acompañado de avances con simultáneos retrocesos, y si aceptamos que a la democracia le es inherente el que dentro de su cuerpo político convivan usos e instituciones democráticas con otras no democráticas —pero integrando un Estado de derecho—, entonces podemos comprender por qué con Portales existe el comienzo de una cierta singularidad chilena en el contexto hispanoamericano y, de una manera tenue, también en el panorama mundial. Para resumirlo, no fue democracia, pero sí una fase de su establecimiento o, lo que me atrevo a calificar para una parte importante del siglo XIX, una protodemocracia. En ello también influyó esa potencia caprichosa que denominamos azar.
Veamos. Durante el ministerio de Portales e incluso después de él se vivieron períodos bajo continuos estados de sitio, con escasa o nula representatividad de los opositores en los organismos públicos, aunque era una facultad prevista en la Constitución de 1833. Al mismo tiempo, hasta el motín de Quillota en 1837, que finalizó con el asesinato de Portales, el ambiente estuvo plagado de intrigas e intentos civiles y/o militares de levantamiento, insurrección o golpe. Hasta mediados de siglo no existió una verdadera libertad de prensa, aunque las comunicaciones públicas tampoco eran orquestadas lisa y llanamente por el aparato de gobierno.182 La principal herramienta punitiva del Ejecutivo fue la censura, una expresión típica del antiguo régimen, de los tiempos inmediatamente precedentes a los procesos de democratización. Las ejecuciones de opositores políticos y de conspiradores o de los que se acusó que eran tales, fue intermitente (no mucho). Los debates se daban en el seno del Gobierno o entre conversaciones de los adictos, otro síndrome autoritario. En este sentido, el así llamado sistema portaliano fue una especie de autoritarismo consultivo y en lo político se sostendría, amén de introducir cambios socioeconómicos que prepararían su liberalización posterior, inalterable hasta fines de la década de 1850.183
El estudio de la Constitución de 1833, en el marco de la historia constitucional del país, no sería revelador del carácter del sistema portaliano, no al menos en su totalidad.184 Es cierto que ponía un énfasis mayor que su predecesora, de 1828, en el poder presidencial. Esta orientación también se impuso en la Carta de 1925, sin negar que en el funcionamiento de este sistema, al menos a partir de 1932, había en líneas generales un genuino proceso político democrático, y un Estado de derecho que se fue consolidando gracias al pluralismo de fuerzas políticas y la tradicional división de poderes del Estado. No era así la práctica que rodeó las primeras décadas del desarrollo constitucional bajo la Carta de 1833. Las concepciones de Portales y del mundo político colindante, refiriéndonos con esto a algo más que a los partidarios reconocidos del Ministro, coincidían en un punto capital. La tarea de la hora —en este discurso— residía en lograr una democracia postergada mientras se creaban en un tiempo razonable todos los hábitos y procedimientos para alcanzar un estado de genuina