Название | La democracia en Chile |
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Автор произведения | Joaquín Fermandois |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561427280 |
Existieron dos rasgos sumamente marcados en los años de O’Higgins. Por una parte, se llevó a efecto el restablecimiento de instituciones y de un aparato administrativo que no consistía en mucho más que en la transformación parcial de antiguas reparticiones del orden colonial. Por otro lado, comenzaría la discordia dentro del grupo dirigente, toda vez que la victoria militar lo privó del enemigo común que los había aglutinado durante la guerra. Los principios políticos y constitucionales no alcanzaban para dar vida a la autodisciplina de seguir procedimientos preestablecidos. De esta manera, el poder, que se le entregó de manera informal y total, convirtió a O’Higgins en un dictador, epíteto usado en tono acusador por sus detractores contemporáneos y por la vertiente liberal de la naciente historiografía durante la segunda mitad del XIX. Su gobierno, no obstante su férrea dirección, se posó sobre una interminable disparidad de fuerzas que chocaban entre sí.141 En términos modernos, fue una dictadura; comprendiendo a la historia como hechos o etapas, fue parte de un proceso en donde se buscaba encauzar el poder asumido con un sistema de relativo consenso; era parte de una transición no acabada.
De la dictadura surgida de la guerra —del poder militar— y del apoyo de los patriotas emergió un dictador en forma, aunque a veces reacio a ejercer sus omnímodas facultades hasta las últimas consecuencias, salvo quizás en el oscuro episodio del asesinato de Manuel Rodríguez.142 Es importante recordar que se replicó el síndrome de muchas otras revueltas exitosas, en las que sus caudillos, sin perjuicio de mantenerse en el poder, no abandonaban las marañas conspirativas y levantiscas, en franco testimonio de lo costoso que les resultaba adaptarse a las prácticas procedimentales. Asimismo, fue el caso del destino trágico de los hermanos Carrera y su odio inextinguible, recíproco, con O’Higgins. Empeñados en capturar por asalto el gobierno de Chile por enésima vez, los Carrera se enredaron inextricablemente en la guerrilla de Argentina y los combates de gran violencia entre diversas facciones que la caracterizaron. José Miguel Carrera alcanzó a mostrar en su breve pero intensa trayectoria política (1811-1821) que confluían en él todas las peculiaridades del tipo del caudillo del siglo XIX hispanoamericano y que, en algunos sentidos, se verifica incluso en el presente: la audacia, el coraje, la capacidad de oratoria, el personalismo y el espíritu de lucha a todo trance. Aunque su vida fue segada tempranamente, la trama a la que dieron luz sus acciones no escapó a lo que llamaremos la “maldición” del caudillismo latinoamericano, incapaz de determinar cuándo comenzaba la paz que inevitablemente significaba convivir con la normalidad que marchitaba el eros de la victoria.143
En cambio, Bernardo O’Higgins a regañadientes entendía perfectamente que no podría conducir el curso de la política en la dirección de un sistema ideal tal como él lo entendía. Atrapado en esta urdimbre se erosionaron las bases de su permanencia, que sin exagerar podría haber sido indefinida.144 Finalmente, ante la continua presión en demandas y exigencias con que se le espetaba, renunció al mando supremo el 28 de enero de 1823. Este acto, adornado de laureles por la posteridad, se conoce como la abdicación de O’Higgins. Quizás, durante su exilio en Lima entre 1823 y 1842, no perdió la esperanza de volver al poder. No enarboló este propósito al precio de incitar a sus partidarios a una actitud de rebeldía indefinida y estéril, ante las instituciones y autoridades que irían ejerciendo el poder tras su caída. La influencia de quien luego sería denominado Padre de la Patria sería solo simbólica hasta su muerte.145
En pequeñas pero representativas y simbólicas minorías ha permanecido el recuerdo de una polaridad entre O’Higgins y Carrera. A esta dicotomía original se le añade un héroe popular, Manuel Rodríguez, ubicado quizá con más propiedad en la estela política de Carrera; en realidad, lo heroico provino en gran medida de una memoria política que exaltaba la rebeldía y el arrojo del valiente guerrillero, muerto alevosamente. En general, los grandes caudillos han sido asociados a significados más decisivos. O’Higgins ha sido visto como el representante de las instituciones; Carrera, como una voz del alma nacional, más espontánea. Durante el siglo XIX y en parte a lo largo del XX la división entre o’higginistas y carrerinos se volvería un estereotipo de la historia política de Chile. A partir de los comienzos de la República, el binomio identificaba a algunos eruditos y, sobre todo, cimentaba el recuerdo nostálgico de sectores sociales encumbrados, casi como preciosismo de clase alta. En el siglo XX sectores académicos reprodujeron este sesgo, algo facilitado por el ambiente de que los proveía una democracia política más desarrollada, lo cual no quitaba que O’Higgins fuera aceptado, a veces con entusiasmo, por todos los sectores políticos como el principal Padre de la Patria. El Allende ya presidente firma el decreto que cambió el nombre de Parque Cousiño por Parque O’Higgins, como parte de la batalla por la historia.146
Los dolores de parto del autogobierno, si se nos permite la imagen, se expresaron desde el primer día. En el gobierno del Director Supremo O’Higgins, el dictador, en suma, primero aplaudido y consentido, después vituperado, las apelaciones a un servicio superior se harían en nombre del “pueblo de la nación”, idea que mentaba que a las autoridades establecidas les debía acompañar una instancia de consentimiento, de legitimidad delegada por un pueblo o nación que le entrega la confianza. Esta idea es más antigua que la política moderna, pero se vuelve protagónica con esta experiencia y nuevamente Camilo Henríquez lo expresaba con bastante claridad:
¿Qué es el pueblo? Nos parece que bien definida esta voz, se resuelva con facilidad todas las cuestiones relativas a sus facultades. El pueblo es la universalidad de los ciudadanos. Ninguna población, ningún cuerpo particular, ninguna reunión de individuos puede arrogarse el nombre de pueblo, o a lo menos con respecto a la autoridad, que debe ejercer, que es el único sentido en que aquí lo consideramos. El pueblo es la sociedad entera, la masa general de los hombres, que se han reunido bajo ciertos pactos. Si una corporación por más distinguida que sea, se llama el pueblo, además de decir una mentira absurda, comete una gravísima injusticia, porque priva del derecho de sufragio al resto de los ciudadanos, que componen una mayoría inmensa. En una palabra, el pueblo es la nación. Cuando las sesiones electorales de París aumentadas con las cuadrillas facciosas, que ávidas de sangre, y de despojos habían volado a la capital, se apellidaron el pueblo francés, y cometieron en su nombre las atrocidades, que llora, y llorará la Europa por largo tiempo, el origen de tantos desastres que fue la mala inteligencia, y el abuso de la palabra pueblo. La gramática es una ciencia más importante de lo que vulgarmente se cree.147
La definición de pueblo que subyace en este texto, esto es, la de la totalidad de los habitantes y no la de la representación emocional de una parte de ellos, es quizás la más verdadera, pero también la menos mentada en forma explícita. Apunta a la experiencia de frustración por la aparición de numerosas pretensiones de representar o de actuar en nombre del pueblo, lo que, dicho sea de paso, es una de las características de la democracia moderna, tal como se ha desplegado en los países con regímenes de este tipo. En su reverso, los despotismos contemporáneos abusaron (y abusan) de la regla, toda vez que para mantener su poder requieren de la legitimidad con que solo la democracia puede dotarlos, aunque esta referencia en boca de dictadores la mayoría de las veces no sea más que un discurso vacío. Se apela a esa parte de la experiencia de hombres y mujeres de “la base” de no ser partícipes plenos de los derechos ciudadanos.
Los seis