Название | La democracia en Chile |
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Автор произведения | Joaquín Fermandois |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561427280 |
Si se piensa anticipadamente en las dificultades de la historia republicana, ¿cuál sería el obstáculo para su consolidación? No existía en Chile ni en otras partes de la América hispana esa tradición, aunque fuera limitada, de autogobierno y de cultivo de un lenguaje político que pusiera un acento en la representación, tal como había ocurrido en las colonias anglosajonas del norte del continente. Lo que más se le aproxima, en resonancia simbólica con la Carta Magna, es la “teoría del Pacto”, un fenómeno hispano pero análogo a las raíces democráticas: en el remoto origen habría habido un acuerdo entre el monarca y los súbditos, por medio del cual estos últimos le encargaban el gobierno a cambio de protección y otros derechos; al desaparecer el monarca, el poder retornaría a los súbditos.105 Tenía un origen que legitimaba el absolutismo de los Austria y Borbones; en la segunda mitad del XVIII fue progresivamente siendo reinterpretada con una dirección que se podría afirmar que era concomitante con el proceso democrático.
Sin embargo, la mirada retrospectiva no deja de sorprenderse por la prontitud con que se alzó la demanda, al menos de autonomía y potencialmente de independencia, apenas se produjo la crisis de la monarquía por la ocupación napoleónica. En Chile, al bienio de murmullos entre 1808 y 1810 le siguió una suerte de alzamiento, o quizás cabe denominarlo “golpe blanco”, que puso como marca de legitimidad el que los criollos eran los que nombraban a su propia autoridad.106 Es cierto que recibieron ayuda del azar, la muerte de un gobernador y el nombramiento de reemplazantes provisorios que experimentaron el rechazo de varios sectores, amén de tener legitimidad vulnerable. En otra época esto se hubiera dejado en manos o de la Real Audiencia o del Virreinato de Lima. Esta vez fueron los criollos los que, al sancionar por sí y ante sí la legitimidad de una Junta, aunque sea por medio de un procedimiento ya existente —un cabildo abierto—, de facto habían asumido el poder.107 Era la base de una tendencia a la democratización, aunque faltaban muchos otros elementos. Es una historia que seguiría sometida a esa tensión, más allá del hecho de que la democracia por sí misma implica asumir conscientemente la crisis como un hecho casi natural de la existencia.
El mismo fenómeno se estaba produciendo en esos momentos en varias partes de América, así como también sucedía en Europa, aunque bajo otras formas los acontecimientos sísmicos que la sacudían desde 1789. Es probable que una sensación parecida se haya producido muchas veces en la historia de los Estados, cuando un acontecimiento inesperado descabeza a lo que se veía como la autoridad natural y parecía cerrar las posibilidades a una sucesión ordenada y aceptada. Con esto, no nos referimos solamente a lo que se llama “la tradición republicana” desde su origen más remoto en Roma, sino que a una reacción entre actores que se consideran más o menos iguales y que, una vez rota la cadena de autoridad por ese accidente externo, en algún momento de corta duración podrían llegar a un acuerdo o consenso para reordenar las cosas. La sensación puede haber estado prefigurada, pero solo una vez existiendo esa tradición republicana, aun cuando poseyera en algunos casos una raíz de alto contenido oligárquico —el embrión casi siempre está en las sociedades donde los comerciantes ocupan un papel destacado—, podía desatarse ese proceso que conduciría a la democracia del mundo moderno.108
La teoría del pacto, que tenía raíz en la historia cultural de la Península, no podía estar desconectada del mundo de ideas de Occidente en su sentido más amplio. Es prudente suponer que hubo una cierta instrumentalización, que se recurría a este ideario como se manotea para esgrimir la herramienta adecuada, sin que antes esta hubiera sido parte integral de la vida cotidiana: la noción de reasumir el poder en sí misma no era del todo ajena a la cultura en la que se vivía y quizás en la cultura humana. La fuerza que adquiere la socialización de este principio quizás tiene poco que ver con la teoría misma de, por ejemplo, El catecismo político cristiano, ya mencionado. El mundo de sensaciones que reflejaba un lenguaje como este solo adquirió vigor porque las ideas que lo conectaban con el nuevo mundo político que emergía en las dos riberas del Atlántico, le proporcionaron el marco y la atmósfera en los cuales podían reproducirse y propagarse sin cesar.
Jaime Eyzaguirre, historiador que en la segunda mitad del siglo XX ayudó mucho a configurar la memoria del país sobre los siglos coloniales, pone énfasis en que la Junta de 1810 no fue una creación ex nihilo, sino que la continuación de una conciencia que se había cultivado en la tradición municipal española, después traspasada a las Indias. Los municipios habían sido un espacio de libertades locales antiguamente acariciadas, aunque sometidas y arrinconadas por el centralismo borbónico que se dejó caer con todo el peso en la segunda mitad del siglo XVIII. De esta manera, el movimiento juntista en América no habría sido más que un revivir del inconsciente colectivo.109 Si bien esto suena plausible, no hay que olvidar que la tradición municipal no es la fuente destacada de la democracia moderna, porque el cuerpo político de aquella no es una polis sino lo que devino, el estado territorial y después nacional, dentro, eso sí, de un paisaje con procesos de democratización. Se trata de instituciones que fueron utilizadas, en parte por accidente y en parte por el despertar de una nueva conciencia, para fines muy diferentes de aquellos que las habían originado en los siglos coloniales.110
No había habido ni revolución social ni habría después una polarización social marcada en los grupos dirigentes, salvo por el hecho de que, más adelante, cuando estalla el conflicto armado con los realistas, estos últimos reclutan una parte importante de su tropa entre indígenas y mestizos. La visión tradicional, que básicamente consiste en que la Guerra de Independencia se trató de un alzamiento de los criollos contra los peninsulares, en líneas generales sigue teniendo vigencia, siempre que no consideremos a los primeros como un grupo social muy homogéneo o coherente; los criollos estaban divididos, más que por una oposición organizada a la independencia, por los vaivenes de los sentimientos, tributarios del triunfo cambiante de las armas. Aunque la sociedad chilena no traducía toda la escala de clases con la que hemos estado acostumbrados a clasificarla, desde el curso del siglo XX hasta ahora subsiste el hecho de que toda sociedad humana más compleja que la tribu siempre estará articulada —entre otras posibilidades de clasificación— en tres grupos: alto, medio y bajo. Lo que cambia en la modernidad es que esta dota a la sociedad de una convergencia en estilo y de posibilidades hacia el centro o punto medio, cosa que llamamos movilidad social, masificación, a veces igualdad. Los criollos no constituían un grupo homogéneo, aunque —quizás forzados a colocarlos en categorías más nuevas— habría que decir que casi todos se hallaban en un rango que fluctuaba entre clase alta, media alta y también clase media. Como muchos grupos que han originado desarrollos nuevos, contenían en potencia una diversidad social que después se iría trasladando, en el curso de la primera mitad del siglo XIX, a espacios sociales más y más amplios de Chile.
El impulso no fue, como en tantos casos de la historia de estos países y de Chile en especial, una reacción exclusivamente interna, sino que vino del marco más amplio, el imperial. En un proceso largo, iniciado en enero de 1809 con el llamado formulado por la Junta Suprema Central Gubernativa, a que las distintas partes americanas del Reino tuviesen “representación nacional” por medio de un diputado —fórmula considerada insuficiente por los criollos, que se veían en inferioridad numérica ante los diputados peninsulares— y que dio lugar a la primera elección de diputados en la capitanía chilena (en la que no participó el cabildo de Santiago por descuido del presidente García Carrasco), cuyos resultados terminaron siendo anulados por un nuevo decreto de la Junta de enero de 1810, dos diputados, nominados más bien accidentalmente según un decreto del Consejo de Regencia de octubre de 1810, llegaron a las Cortes de Cádiz en representación de Chile: Manuel Riesco y Puente, comerciante chileno que residía en Cádiz, y Joaquín Fernández de Leiva.111 La ruptura de legitimidad aún no era un fenómeno claro y decidido. Había ocurrido, sin embargo, una situación completamente nueva en el devenir del Reino.
No fue un grupo homogéneo el que sostuvo la dinámica que llevaría finalmente a la independencia. En ninguna parte lo ha sido. Hay demasiados testimonios de las dudas, las volubilidades, las veleidades de ánimo y los cambios según la dirección de los vientos. El paso de la Patria Vieja a la Reconquista y a la Patria Nueva se presta para todos