Dieciocho historias de golf y misterio. Marino J. Marcos

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Название Dieciocho historias de golf y misterio
Автор произведения Marino J. Marcos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418337857



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cuidadosamente.

      Figúrese usted que aquellos eran tiempos sin sorpresas y, no obstante, este es uno de los asuntos más extraordinarios del que haya tenido noticia. Yo era, por entonces, poco más que un mozalbete, pero aún recuerdo el alboroto que se produjo a raíz de los hechos que tuvieron lugar ahí mismo, a cuatro pasos de donde está usted.

      Le diré que por aquellos días éramos un grupo de jugadores relativamente pequeño y cerrado. Todos vivíamos desperdigados por los alrededores, pero sin lugar a dudas ya podía asegurarse que teníamos aquí, en el campo de golf, nuestro lugar de reunión, y la mayoría esperábamos con impaciencia la llegada del fin de semana para volver a vernos y jugar unos hoyos. Se hará usted cargo de que nuestras fiestas y los amistosos torneos que por entonces nos convocaban eran todavía poca cosa, pero los fundadores habían tenido la previsión de construir como sede del club un edificio espacioso, aprovechando el hermoso pabellón de aguas termales que, en un estado de completo abandono, se encontraba dentro de la propia finca que se adquirió. Así que estas diversiones, en cierto modo, llegaban a participar de la decadente esplendidez de su arquitectura y resultaban realmente de lo mejor que se podía ver por aquí en esos años. Le digo esto para que se pueda hacer una idea de lo que se perdió con la construcción del nuevo chalet sobre los escombros de aquél. En fin; qué le vamos a hacer...

      Mi amigo hizo en este punto de su relato una pausa para descansar, y pude considerar con detenimiento lo que me decía. Por motivos pictóricos había visitado yo alguno de tales edificios, que aún subsistían en balnearios y fincas privadas, ciertamente espléndidos, y lamenté la pérdida del único de ellos que se había transformado en pabellón de golf. Por supuesto, andando el tiempo, pude contemplar en alguna fatigada fotografía el destartalado palacete, muy belle èpoque, eso sí, que tanto había ponderado el doctor Duarte, pero no me pareció, sinceramente, ni tan grande ni tan espléndido como suponía. Sólo mucho tiempo después de esta conversación, uno de los jardineros que trabajaba en los alrededores del aparcamiento encontró enterrada la retorcida estructura de una enorme lámpara de donde colgaba, grotesca y fuera del tiempo, una solitaria pero asombrosa lágrima de cristal de roca. Fue entonces cuando advertí la elegancia que debió de tener la primera sede del club en los días a los que Duarte se remontaba. Pero nada conocía yo entonces de todo esto, y en los momentos en que estaba escuchando su relato hube de imaginarlo como mejor pude.

      — Precisamente — continuó —, quiero referirme a una de esas fiestas de fin de semana. El día que le digo no cabía un alfiler, como dicen ustedes, en todo el club. Era una reunión necesariamente brillante, puesto que nos habíamos dado cita los socios y casi la totalidad de nuestros amigos por un motivo especial: Queríamos invitar a un pequeño pero selecto grupo de jóvenes oficiales, recién salidos de la Academia militar, que regresaban de no sé que curso en Inglaterra y, lo que era mucho más importante, declaradamente devotos del golf, que habían practicado allí por primera vez en su vida.

      Al parecer, el vapor en que volvían había sufrido serias dificultades en la singladura, y se había visto en la necesidad no prevista de atracar en este puerto para reparar averías. Ya no recuerdo el nombre del buque pero lo importante era que sus bizarros pasajeros se iban a quedar unos días en tierra y, naturalmente, no podían faltar a nuestra reunión.

      Sucedía, además, que uno de ellos era el único sobrino de don Lucano Blackburne, el miembro más reputado, quizá, de nuestro círculo. ¿No le dice nada ese nombre? Bien; hace tiempo que su corpachón contribuye discretamente a fertilizar el suelo que le enriqueció, lo admito; pero usted debería conocer su firma, al menos, por haber vaciado conmigo unas cuantas botellas del excelente vino que la ostentan en el gollete. Luego en el bar tendré mucho gusto en ilustrar a usted sobre este punto.

      Ya me entiende usted…

      ¡Qué bienvenida extraordinaria se les ofreció! Yo, que todavía era casi un niño, poco pude disfrutarla, bien es cierto, pero aun así recuerdo que el pabellón semejaba un ascua de luz, adornado con sus mejores galas. Aunque no puedo estar seguro, juraría que la organización de aquel sarao fue estratégicamente planeada en alguno de los cenáculos de la ciudad. El programa era tan sencillo como eficaz: primero, el partido de golf. Y luego, una fiesta por todo lo alto, incluso con orquesta. Pero juzgaría usted en poco la capacidad de nuestra sociedad si no le dijera que, con la disculpa de hacer la competición más interesante y, sobre todo, más moderna, se determinó que se jugase por parejas.

      Bueno; a primeros de siglo esa idea era decididamente atrevida, casi un escándalo, pero como convenía al doble juego que querían sostener las golfistas, finalmente se aceptó. Por supuesto, las encendidas protestas de los miembros más tradicionalistas llenaron las bóvedas del bar, pero las damas — y aquí mi amigo se permitió una risita de conejo —, acabaron por ganar la partida, y presumo que más de uno de esos caballeros debió de recibir después su merecido en casa por ejercer tal oposición, por supuesto vencida.

      De modo que al comenzar la jornada, se dispusieron en la mesa de control dos cestos de papeletas, uno para cada sexo y, acto seguido, en ceremonia no exenta de emoción, fueron emparejados los nombres inscritos en ellas, marcando tanto el turno de juego como los dos compañeros que formarían cada equipo. Y quiso la mala suerte que al sobrino de Blackburne le tocase no solamente el último lugar de salida, sino también jugar con una dama que era, sin duda, buena deportista, pero ¡ay! casada y fatalmente incluida en la respetable tablilla de las que se encuentran en la definitiva madurez. Puedo dar fe de ello porque esa distinguida señora era Beatriz Ardés, una antigua amiga de mi familia, y la traté muy a menudo.

      Lo único que enturbió, mediado el día, todo aquel esplendor, fue el cambio de tiempo, que cubrió el horizonte de plomizos nubarrones y desató súbitamente sobre el litoral una violentísima tempestad. Al cielo azul de la mañana había seguido, sin el menor indicio de semejante vuelco, un furioso vendaval que llegó tan inesperadamente como ocurre en estas costas, y los jugadores que no tuvieron la fortuna de su parte cuando se sortearon los turnos, saliendo después de comer, pasaron, en verdad, considerables dificultades para acabar su vuelta. Y fue por la tarde, en pleno diluvio ya, cuando ocurrió un incidente trivial en sí, pero que desencadenaría la tragedia que vino después. Porque lo que usted contempla aquí, entre la maleza, es en cierto modo el sufragio por una tragedia.

      No pude por menos que dirigir una nerviosa mirada a la confusión de bolas que había a tres pasos de mis pies, en el interior del matorral. Cuando me disponía a dirigir una pregunta al doctor Duarte que aclarase todo aquello, alzó levemente una mano “ — Sólo un instante, se lo ruego — ”, y prosiguió:

      — Con la suerte echada, los equipos se fueron formando y tanto si estaban a punto de salir al campo como si no, el propósito de la jornada se iba convirtiendo en un éxito. Sin embargo, algunos no compartían esta opinión. Ignoro si al teniente Blackburne la fastidió su suerte, habiendo como había tantas muchachas encantadoras con quienes jugar mucho más a su gusto, sin duda, pero aceptó galantemente y con una sonrisa el resultado del sorteo. Unas más y otras menos, las chicas vieron con tristeza como se escapaba de sus manos la posibilidad de iniciar una relación con él, y se dedicaron a sus respectivos compañeros con la simpatía que era de esperar. Y los oficiales cabe decir que hicieron, a su vez, lo imposible por agradarlas y estar a la altura de lo que convenía en tal situación. Pero una de ellas, Ernestina Salaverri, no estaba dispuesta a que las cosas quedasen así.

      Según el testimonio de sus amigas que se tomó en los días siguientes, la chica había puesto sus preciosos ojos aztecas en el teniente, y procuró por todos los medios que el sorteo se repitiese, argumentando, con las más peregrinas razones, que era ella quien debía jugar a su lado. Bueno; ahora he de decirle a usted que Ernestina Salaverri era hija única de una madre multimillonaria, absurdamente rica, que no había hecho nada para procurar a su hija el más mínimo sentido común. Ambas habían venido de América y llevaban viviendo aquí varios meses por motivos de salud, aunque nunca se dijeron cuáles. De un modo u otro, ambas, madre e hija, ya se habían dado a conocer por su modo intolerable de comportarse, y consideraron oportuno incluirse por sí mismas en la fiesta, sin que nadie hubiera podido hacer nada para evitarlo.

      Figúrese; en el invierno anterior, la niña se había encaprichado con un caballo