Más allá de las caracolas. Marga Serrano

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Название Más allá de las caracolas
Автор произведения Marga Serrano
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164776



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a sentir cierta irritación al darme cuenta no de la dominación que ejercía sobre mí, sino de la sumisión emocional que yo sentía ante ella. Siempre había sido una persona bastante segura y nunca me había sentido así ante nadie, ni siquiera en la fase más tontorrona del enamoramiento. Sabía que aquello era algo más profundo, que escapaba de mi control, y en un recurso instintivo de protección psicológica me levanté del sofá, me senté en el sillón que había al lado y respondí con bastante acritud, no exenta de cierta dosis grosera.

      —El otro día, cuando hiciste tu experimento conmigo, no recuerdo que tuvieses la delicadeza de preguntarme si estaba en disposición de querer hacerlo.

      Nada más soltar mi frase lamenté el tono con el que la había pronunciado. No fue el qué, sino el cómo. No obstante, la misma inseguridad que me invadía se convirtió en una leve arrogancia, que me hizo mirarla desafiante esperando su contestación.

      Tras un silencio que me aplastó como una losa, acarició a Tao, quien de un salto había vuelto a enroscarse junto a ella, y me miró muy seria.

      —Tienes razón, quizás debería haberte pedido permiso o haberte contado lo que iba a hacer. No lo hice porque estaba segura de que podías lograrlo, aunque jugué con el elemento sorpresa para que la experiencia te impactase más. Sabía que con ello te impulsaría a buscar respuestas, como así lo has hecho, pero también creí que habíamos conseguido establecer fluidez y confianza en nuestra comunicación. Obviamente, creo que me equivoqué en esto último. Te pido disculpas por mi torpeza y te prometo que no volveré a molestarte.

      Ya desde la puerta, se volvió para despedirse:

      —Que tengas un buen día. Si necesitas algo y puedo ayudarte, ya sabes dónde puedes encontrarme, aunque será mejor que no me busques hasta que hayas aclarado todos tus conflictos internos… Ya sabes a qué me refiero.

      No pude moverme del sillón. El ruido de la puerta al cerrarse anuló mi falsa altivez y maldije mi gran estulticia. Había tolerado que mi propia agitación e incertidumbre interna se hubiesen revelado en una tensión erótica y emocional que, al ser incapaz de domeñar y manejar, se había convertido en una alteración nerviosa que, en un arrebato pueril y torpe, había transformado en una respuesta altanera y tosca que no tenía nada que ver con lo que verdaderamente sentía en mi corazón.

      Pero no podía volver atrás. Lamentablemente, las palabras no pueden recogerse y tenía que asumir mi metedura de pata. Anduve todo el día de acá para allá, de muy mal humor y sin conseguir centrarme en nada de lo que hacía. Aquella tarde ni salí a pasear ni me pasé por el bar al anochecer. No salí de casa. Pasé la tarde frente a la ventana, contemplando los árboles que, frente a la casa, se iban espesando hacia la izquierda, subiendo un suave repecho, para convertirse al final de este en un tupido bosque. Un poco más hacia la derecha podía ver el principio de la ladera que desembocaba en la pequeña cala y parte de los acantilados y, más allá, el horizonte, que se confundía con el azul del océano. El hermoso paisaje conseguía hipnotizarme durante algún tiempo, pero el desbarajuste de mis pensamientos me arrancaba finalmente de mi abstracción.

      Aquella noche ni siquiera encendí la chimenea. Me arrellané en el sofá, me tapé con una manta y, sintiéndome idiota por enésima vez, rememoré su frase de despedida desde la puerta. ¿Mis conflictos internos? ¿Que yo sabía a qué se refería? Claro que era consciente de mis conflictos internos, los verdaderos, que eran los sentimientos que ella me producía, porque sobre la fuerte experiencia con el océano más o menos había llegado a una explicación que, de momento, me servía para entenderla. Pero ¿a qué conflictos se refería ella? Si yo acababa de revelarle todas mis especulaciones sobre la prueba en la que me había guiado y coincidía bastante con lo que ella me dijo después, era evidente que ahí no había conflicto. ¡Dios, qué mujer! De nuevo tuve la seguridad de que ella conocía perfectamente la pasión que había despertado en mí, así como la confusión de mis pensamientos, que, lógicamente, únicamente yo podía aclarar. Me sentí en ese momento como si fuese de cristal y evoqué nuestro primer encuentro, cuando tuve la sensación de que su mirada llegaba hasta los más recónditos rincones de mi alma.

      Sin embargo, si se había percatado de lo que yo sentía, ¿qué pretendía? ¿Estaba jugando conmigo? Repasé nuestros escasos pero intensos encuentros. En algunos momentos había tenido la sensación de que ella también sentía algo especial por mí. En otros había notado cierta ternura en sus gestos. Ya no sabía qué pensar y mi estómago me envío el mensaje de que no había probado bocado desde el desayuno.

      Me levanté y me preparé unas tostadas con queso que engullí sin muchas ganas. A continuación me acurruqué de nuevo en el sofá mientras Tao y Greta dormían plácidamente encima de sus camitas, dos cestas de paja con dos grandes cojines, cerca de la chimenea. De repente me invadió una tristeza enorme y mi «conflicto interno», que no era más que el miedo que me producía enfrentarme a mis sentimientos, salió como un torrente de mis ojos. No sé cuánto tiempo estuve llorando, pero creo que en aquel momento, igual que Fausto, hubiese entregado mi alma a Mefistófeles por tener veinte o treinta años menos. En mi enajenación, pensaba que tener cincuenta o cuarenta años, en lugar de los 65 que tenía, era lo que necesitaba para terminar con aquella lucha que me quemaba por dentro.

      En aquel momento vinieron a mi mente las personas a las que había amado en alguna etapa de mi vida. Las recordé una a una. Lo que habían significado para mí, los momentos de amor, los sueños y las vivencias compartidas, pero, sobre todo, los finales. Todos aquellos sentimientos, tan fuertes al comienzo, se habían ido debilitando con el tiempo hasta volatilizarse completamente con todas y cada una de las personas con las que había compartido una parte de mi viaje por la vida. Con algunas quedó cierto sentimiento de amistad; con otras, indiferencia; y con la última, la última persona con la que estuve, la historia terminó de una manera tan absurda e incomprensible por su parte que me partió el corazón. Tardé un tiempo en reponerme del golpe, no solo por su desamor, pues eso es comprensible, sino por sus mentiras y su falta de sensibilidad, lo que me hirió profundamente. Cuando el amor se acaba, si ha habido sinceridad, aunque duela, se asume y se sigue adelante. Pero cuando solo hay mentiras y utilización de la persona, sin importar si se le hace daño, es más difícil olvidar y volver a partir de cero.

      También pasaron por mi vida, como supongo que por las de todos ustedes, personas que me amaron y a las que no amé y personas a las que amé y no me amaron. Quizás a veces estuve donde jamás debería haber estado y a veces hice cosas que jamás debería haber hecho, pero jamás mentí, engañé ni utilicé a nadie. Por eso me dolió tanto mi último desengaño y me prometí solemnemente que jamás volvería a exponerme a que me hiciesen daño. La única forma de evitar ese peligro, como es natural, era cerrarme a cualquier indicio de atracción, que era tanto como cerrarme a una parte de la vida. Pero lo hice. Como ya he relatado, me centré en mi trabajo y en divertirme con mis amistades y levanté una barrera emocional que me volvió insensible a cualquier atisbo de escarceo o coqueteo amoroso. A mi manera, conseguí ser feliz o, al menos, alcanzar la paz y la serenidad interior. Si a esta actitud añadimos los años que se me iban acumulando, conseguí borrar de mis prioridades vitales la necesidad de tener una pareja. Y ya lo dice el budismo: la felicidad es la ausencia de deseo.

      En ese estado mental es como llegué aquí, a este rincón minúsculo de nuestro planeta, para que en un instante toda esa serenidad interior que había conseguido acumular y que había estabilizado mis sentimientos saltase por los aires en una explosión que convirtió mi mundo emocional en un verdadero caos.

      El sueño me fue venciendo poco a poco. Cuando me desperté estaba amaneciendo. Apenas si había dormido unas cuatro horas. Sin cambiar de postura, a través del gran ventanal, podía ver cómo el sol, tras alzarse sobre las montañas al este de la aldea, iba inundando con su luz el acantilado, la playa y los árboles que, frente a la casa, supuse que también se desperezaban, haciendo circular su savia con más fuerza. Tao y Greta comenzaban igualmente a estirarse, por lo que, a pesar de que tenía la cabeza un poco embotada, me levanté, les abrí la puerta del jardín y me metí en la ducha. Dejé correr el agua sobre mi cabeza y mis hombros y aquello me despejó un poco. No tenía ánimo para nada, pero conseguí hacer un esfuerzo y me dirigí con los perros hacia la playa para despejarme.