Más allá de las caracolas. Marga Serrano

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Название Más allá de las caracolas
Автор произведения Marga Serrano
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164776



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la ventana. Ella se sentó de lado, escrutándome de nuevo con su mirada, y yo, aunque estaba feliz de estar allí, a su lado, sin nadie a nuestro alrededor, volví a sentir el alboroto de mis duendes allá abajo, en mi estómago, e intenté distraerlos conversando.

      —Tu madre es muy agradable y muy guapa. Te pareces mucho a ella.

      —Entonces… ¿te parezco muy agradable y muy guapa? —preguntó mirándome con una sonrisa burlona.

      Me eché a reír, pero preferí no responder, más que nada para no seguir por unos derroteros que no me ofrecían ninguna seguridad, y cambié de tercio.

      —¿Ella ha sido también curandera y mediadora como tú?

      —Todo lo que sé sobre las plantas y los árboles lo aprendí de ella y de mi abuela. Pero ¿por qué sabes que soy curandera? ¿Y qué es eso otro que has dicho? ¿Mediadora?

      —Bueno, pregunté por ti a Elena y ella me dijo que eras la curandera, la mediadora.

      —¡Ah! Preguntaste por mí… ¿Cuándo?

      —El día de la asamblea.

      —Pero ese día no hablamos, aún no nos habían presentado.

      —Sí, pero te había visto y, como no te conocía a pesar de llevar ya un año por aquí, me intrigó un poco y sentí curiosidad por saber quién eras.

      —¡Ah, ya! ¿Y has satisfecho tu curiosidad?

      Tras esta última pregunta volvió a mirarme de aquella manera y con una sonrisa mitad socarrona, mitad incitadora, por lo que opté por llevar mi mirada a cualquier otro punto y tampoco respondí. Intentaba cambiar otra vez de tercio, pero no conseguía que me viniese ninguna idea aceptable para comenzar otra conversación. Nina se dio cuenta de mi nerviosismo y debí de darle penita pena, porque fue ella la que rompió la tensión.

      —¿Te apetece otra infusión? Yo me voy a preparar otra —dijo mientras se levantaba y ponía su mano en mi hombro esperando, esta vez sí, mi respuesta.

      —Sí, gracias —respondí mientras trataba de calmarme y analizar lo que me ocurría, pues no entendía la excitación que sentía en aquellos momentos. «¿Excitación? ¡Pero leches!», pensé. ¿Era eso lo que me pasaba, que me excitaba sexualmente? ¿A estas alturas de mi vida, a mi edad? Tengo que reconocer que en aquellos momentos no sé lo que hubiese dado por tener veinte años menos para haberle dicho lo que realmente me apetecía, que no era precisamente otra infusión. «Pero no, —me dije— no puede ser nada sexual».

      En realidad, sí. Sí que lo era. Fui consciente de que desde que la vi sentía deseos de acariciarla y de besar sus labios, de abrazarla, de sentirla, de hacer el amor con ella, pero no era solo eso, que ya era bastante. Era algo más, era mucho más. Lo que me hacía sentir su presencia era una percepción de algo intangible, una conexión mucho más profunda que el deseo sexual y que iba más allá, aunque ese deseo existía, ya lo creo que existía. No sabía cómo explicarlo, pues nunca había sentido nada parecido por ninguna de las personas con las que había estado. Resumiendo, para no aburrirles ni aburrirme yo intentando definir algo que no comprendía, no tenía ni repajolera idea de qué estaba pasando en mi interior.

      Su regreso, con otras dos tazas de la mano, me sacó de mis pensamientos, pero una vez que estos se habían producido fue peor, mucho peor. Me moría por poder contemplarla, pero era incapaz de mirarla. Me moría por tocarla y besarla y no sabía qué hacer con mi cuerpo ni cómo sentarme. Parecía un perro con pulgas. De repente me acordé de Tao y Greta… Mi salvación.

      —Creo que será mejor que me vaya. Tengo que sacar a pasear a mis perros —dije sin mucho convencimiento, pero deseando alejarme de ella antes de hacer algo que me hiciera arrepentirme después. En el fondo, mis pensamientos y mi deseo me hacían sentir hasta un poco senil. Me resistía a admitir que a mis 65 años pudiera ocurrirme aquello, sentir algo tan fuerte que ni siquiera había sentido cuando era más joven. La realidad era que desde que había llegado a la aldea me sentía incluso más vital que cuando tenía cincuenta años, pero pensar que tenía 65, por muy bien que me encontrase, era una barrera psicológica que me sentía incapaz de superar. Solo quería escapar, volver a mi casa.

      —Te acompaño, me apetece también dar un paseo.

      Me rompió la escapada. Ya no respondí. Me levanté y empecé a andar con ella a mi lado. Ni siquiera recuerdo la conversación que mantuvimos por el camino. Cuando llegué a mi casa, al abrir la puerta Tao y Greta empezaron a dar saltos, primero conmigo y luego con Nina. Dimos una vuelta por los alrededores. Yo había conseguido tranquilizarme un poco hablando sobre el paisaje, sobre cómo me gustaba el color del mar, la luz… Ella me preguntó por el lugar en el que había vivido hasta entonces y yo intenté describir la ciudad y algunas otras zonas de España, todo ello caminando a su lado, pero sin mirarla directamente, aunque me daba cuenta de que ella sí lo hacía. Así, tras unas dos horas de agradable paseo y tentadores roces de brazos y cruces de miradas, regresamos hasta mi casa. Por educación, la invité a entrar mientras abría la puerta, aunque sin saber muy bien qué iba a hacer si ella aceptaba, pues el desconcierto por el deseo que provocaba en mí me estaba haciendo perder el control de la situación.

      Nina estaba jugando con Greta y me miró.

      —¿De verdad quieres que entre? —No pude esquivar su mirada, pues estaba frente a mí. No me dio opción a responder. Se echó a reír, se acercó, me dio un beso en la cara y dijo—: Será mejor que hoy no. Otro día…

      Y tras dedicarme esa sonrisa que me embelesaba y me hacía fantasear con sus labios, me acarició la mejilla y se marchó. Sabía que tras unos pasos iba a volverse y no quería que me viese aún allí, en la puerta, mirándola, pero me había sorprendido tanto que durante varios segundos no pude moverme, lo justo para que, efectivamente, ella se volviese y levantando su mano se despidiese otra vez. Entré en casa intentando descifrar qué había detrás de sus directísimas miradas y su despedida.

      «¿Me está provocando?», me pregunté. «¿Realmente está jugando conmigo? ¿Me está incitando a entrar en un intercambio de coqueteos?».

      «¡Qué absurdo!», reflexioné a continuación. «¿Cómo va a querer ella seducirme? ¿Por qué iba a provocarme? ¿Provocarme para qué?».

      Otra vez mi edad volvió a presentarse frente a mí en forma de una muralla infranqueable. Pensaba que era imposible que yo pudiese gustarle a Nina, que era mi deseo el que me hacía ver indicios y mensajes inexistentes de seducción, e intenté apartar aquellas ideas de mi cabeza. No podía permitirme esas tonterías. Me gustaba, por supuesto que me gustaba, me gustaba muchísimo, pero tenía que volver a gobernar mi vida. No podía dejarme llevar por mis emociones desbocadas o terminaría haciendo el ridículo. En realidad, ya sentía que lo estaba haciendo simplemente por desearla… Pero ¡cómo me atraía y me estimulaba aquella mujer!

      Volvió a pasar una semana, que se me hizo eterna porque no volvimos a coincidir. No conseguía quitármela de la cabeza. Era agotador, porque mi inteligencia racional me invitaba a hacer todo lo posible para no volver a verla y la otra, la emocional, deseaba ardientemente buscarla y sentirla otra vez a mi lado. No sabía dónde se metía, pero sabía que aquel domingo volveríamos a encontrarnos, pues Amanda había preparado una de sus representaciones, que no se perdía nadie. Lo malo era que se había empeñado en que yo hiciese un papel. Afortunadamente, no era muy largo, unas cuantas frases en tres momentos de la obra, pero dado que entre mis aptitudes nunca había estado la de aspirante al Goya, tenía serias dudas de cómo iba a salir del trance y mucho más cuando sabía que Nina estaría entre el público.

      Y el gran día llegó. El tiempo era muy bueno y la representación se hacía en la playita. Empezó la función bajo la dirección de Amanda, quien había conseguido montar un decorado a base de telas y palos que hubiera sido la envidia de Hollywood. Todo iba viento en popa. Yo me sentía muy profesional y había soltado todas mis frases sin titubeos hasta que, en la última, me di cuenta de que Nina se había ido desplazando y la tenía justo frente a mí, en la primera fila. Y llegó el desastre. La miré y se me olvidó la frasecita, que Amanda tuvo que apuntarme