Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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le habría pasado?

      Al salir de la centralilla, volvieron a detenerle. Le llevaron a una comisaría. No le hicieron caso. Al anochecer escapó, a campo traviesa.

      «De Requena a Valencia debe de haber unos setenta kilómetros. ¿Y si, al llegar, me meten otra vez en la cárcel? No es posible que el ejército de Levante... Lo mejor es que al llegar a Chiva me desvíe hacia Bétera y Náquera.43 No pueden haber detenido a todos los mandos del Cuerpo de Ejército».

      Había pedido noticias, en la comisaría:

      –No hay nada.

      –¿Qué dicen los partes?

      –Nada.

       II

      Tan pronto como habló por teléfono con Vicente, Asunción fue a ver a Gaspar Requena.1

      –Acabo de hablar con Vicente.

      –¿Dónde está?

      –En Madrid, camino de Alicante. Me dijo que me reuniera allí con él.

      –A ver cómo te las arreglas.

      –Por eso vine a verte.

      Están solos en el despacho oscuro, grande, largo; ahora le parece mayor, siempre lleno de gente en tiempos que, de pronto, le parecen muy pasados.

      –Tú, ¿qué vas a hacer?

      –Todavía no lo sé.

      –¿Cuándo entran?

      –Cuando les dé la gana.

      Gaspar está deshecho –partido a golpes de hacha–, tan duro como siempre, pero con arrugas verticales, que parecen –en la semioscuridad– tallarlo en madera carcomida.

      –¿Con quién puedo irme?

      –Arréglatelas como puedas.

      –¿No hay coches?

      –No.

      –¿Y los demás?

      –Luego nos reuniremos. Tal vez sea más fácil por Gandía.

      –Me dijo que en Alicante.

      Asunción se dispone a salir.

      –Que te vaya bien. Salud.

      –Salud.

      Gaspar Requena la ve marcharse. Supone que no volverá a verla. Aunque no quiere confesárselo, la retuvo en Valencia. No que faltaran razones de peso: hacía excelentemente su trabajo, en el periódico, en la guardería, en la célula. Pero, con un poco de buena voluntad, con condescendencia, hubiera podido prescindir de ella. No quiso. Su presencia le compensaba de muchas cosas que nunca tuvo, que le faltarían siempre. Tener una compañera así. No que faltaran rubias a mano. Pero ¿quién con esos ojos?, ¿quién con esa decisión?, ¿quién con esa flexibilidad?, ¿quién con ese cuerpo?, ¿quién con esa constancia? (¿Quién con aquella pureza?2 De esto no puede darse cuenta en su inflexibilidad, pero es así).

      Jamás le diría ni le dijo una palabra: ya estaba viejo para ella. Cuarenta años no son nada si no son más de cuarenta años, pero doce de cárcel los doblan. Sin tener en cuenta que no sabe más que mandar, aunque solo sea mandar lo que le mandan. Además, ¿a qué horas? Hace años que no pasa de dictar informes, discutirlos, rebatir opiniones, sentado alrededor de una mesa; de razonar sin fin, de impugnar, intentar vencer sectarismos, de rivalidades apenas o desaforadamente afloradas, de porfías y tozudeces. Casó, muy joven, cuando todavía trabajaba en la fábrica de gas. Murió estando él en la URSS: empezó a vomitar sangre y se fue. Hubo otra, de la que prefiere no acordarse. No aguantó. Quería un hijo, lo tuvo, se fue. En este aspecto de la vida, Gaspar Requena no ha tenido suerte. No se queja. ¿Con quién? Ahora ve salir a Asunción, tan pura, tan decente, tan enamorada de ese Vicente Dalmases, de su edad –de la de ella–; nacido señorito, además. Valiente, sí. Pero señorito al fin y al cabo.3

      ¿Cuántas noches no ha soñado con ella? Y ahora se va. A otra cosa. Hay que volver a la lucha, sea como sea.

      En la puerta, Asunción se cruza con Raúl Tirado:

      –¿Qué sucederá hoy?

      –Si lo supieras ya no estarías aquí.

      –¿Por qué?

      –Sabrás lo que pasó ayer...

      No lo sabe, no le importa. Tiene que marcharse. Vicente. No está para resolver enigmas. Vicente, en Alicante. Hay que llegar. Baja corriendo la escalera mientras Raúl se acerca a Gaspar.

      –¿Qué vas a hacer?

      –Todos preguntan lo mismo. ¿Y tú?

      –Yo me quedo –dice resuelto el recién llegado.

      –La orden es marcharse. Como se pueda.

      –O el que quiera.

      –¿No quieres?

      –No.

      –El partido...

      –Me cago en el partido.

      Gaspar le mira con extrañeza.

      –¿Qué mosca te ha picado?

      –Quiero dar con la pareja de la Guardia Civil que picó a mis padres. Si me voy, ¿sabes cuándo volveré?

      –La orden es irse.4

      –Yo me quedo. Tengo donde esconderme y esperar.

      –No va a ser fácil.

      –¿Quién te dijo que lo iba a ser?

      Gaspar se extraña: Raúl siempre ha sido más que obediente, sumiso.

      –Entonces, ¿a qué viniste aquí?

      –A decírtelo.

      –¿Por qué?

      –No lo sé.

      Calla un momento. Humilde:

      –Tal vez por costumbre.

      Asunción sale a la plaza de San Agustín, sin luces. Haberle impedido ir a Madrid desde hacía tantos meses, para reunirse con Vicente «porque el partido la necesitaba»,5 y ahora todo se ha perdido. Solo queda el futuro. Reunirse con Vicente, y olvidar. Olvidar, ¿qué? Para seguir adelante.6 En la ciudad, a oscuras, se mueve la gente como arañas o lombrices. Van, y vienen, corriendo, paso a paso, nadie tranquilo. Gusanera. ¿Miedo? ¿Qué hacer? ¿Ver a quién? De repente, nadie. La mente vacía, como la plaza: todos por las aceras, pegados a la pared, cobijados.

      Luego –al divisar los árboles– se da cuenta de que dentro de nada empezará la primavera, de que en los dos años anteriores –¿o ya eran tres?– no se había fijado en el mudar de las estaciones, que los meses han pasado por encima de las condiciones del tiempo, que de lo que se acuerda es de las cosas, de los sucesos, no del ambiente, que lo mismo le daba que luciera el sol o que lloviera, que hiciera calor o frío. No le había importado el mundo sino su organización. Le parece mal. «Será que me estoy volviendo vieja» –piensa.

      Cumplió veinte años el día anterior.7 Lo primero: despedirse de la tía Concha, ¿qué remedio? Además, la quiere.

      La tía Concha no quiere saber nada de la guerra:

      –A mí no me contéis nada: hijos de Satanás. Todos al Infierno, unos y otros.

      –¿Y si no hay infierno?

      –¡Eso faltaba! Si no lo hubiera, lo inventarían para vosotros.

      –¿Hemos querido la guerra?

      –La hacéis.

      –¿Y qué? ¿Debemos dejarnos?

      –No lo sé ni me importa, no