Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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Mastaba, una funeraria de la calle de Colón.18

      –¿Quién se ha muerto?

      –Dicen que su mujer.

      Es más la sorpresa que el dolor. Hace ocho años que Ángeles está recluida en el Manicomio Provincial.19 Fue a verla hace quince días; la encontró como siempre: flaca, ida, callada, sin conocer a nadie. Perdida. Ahora había muerto.

      –¿Cómo no me han avisado antes?

      –No lo sé.

      –¿A qué hora es el entierro?

      –A las cuatro.

      –Lo siento –dice Cuartero–; si no tienes inconveniente, te acompaño.

      Se habían vuelto a hacer amigos por medio de Ambrosio Villegas. Solían reunirse todos los días en el Museo.20 Sin nada que hacer, Paulino había ido a la tienda de Valcárcel para ver –de paso– una colección de obras teatrales sueltas, del XVII, que el baratillero había conseguido.21 Le convenía, de hecho se las regalaba. Pero ¿qué hacer –ahora– con ese bulto?

      La familia es un animal extraño –negro, informe, con mil patas– que solo sale a la superficie con la muerte de uno de sus miembros. Y aun así no se la ve nunca entera. Los santos no se celebran con la misma unanimidad –y menos ahora–; los nacimientos pasan inadvertidos; a las bodas faltan los enfadados con este o con aquel –a más de ser dos las familias–. Solo la muerte de una de sus partes es capaz de reunirlas: se quedan todos mirándose con extrañeza y asombro.

      –¿Este es este?

      –¿Este es aquel?

      Velas, mantos, abrigos, café, coñac, flores, coronas, callados chismorreos.

      –¿Quién es este?

      –¿Quién es aquel?

      –No nos vemos nunca.

      –¡Cómo ha crecido!

      –¡Cómo ha envejecido!

      Teatro del siglo XIX. Ya nadie se quiere. Solo en los pueblos, y aún...

      Van por la calle de Lauria.22

      –Tú no la conociste, ¿verdad?

      –No.

      –Tu hermano, sí.

      De cómo Fernando Cuartero, vallisoletano, como Paulino, había venido a parar a Valencia hacía cerca de veinte años, tras una segunda tiple, era una historia de la que solo se acordaba Pilar, de cuando en cuando, para ejemplo de liviandades masculinas. Pilar, en París, Rosario, hecha pedazos, en Barcelona. Y ahora él, en Valencia. ¡Señor!

      –¿Ya no haces teatro?

      –¿Te parece poco este que vivimos?

      Una comedia o un drama: todo él en un velorio. No es mala idea: redondearla estos días en que no tiene nada que hacer.

      Los pésames. El ataúd. Las velas. Indudablemente le habían cortado la cabeza. Era una equivocación. Ahora bien, en estos tiempos absurdos y revueltos no había por qué armar un escándalo. Pero ¿por qué la habían guillotinado? Siempre había sido más bien reaccionaria. Sí, por girondina...

      A Juanito Valcárcel lo que le importa, ante todo, es la Revolución Francesa. Ha leído todos los libros que han caído en sus manos acerca del asunto; no han sido pocos en los cuarenta años que lleva de leer por lo menos tres o cuatro horas al día.23

      –Te vas a volver ciego.

      –No sé para qué te sirve tanto destrozarte los ojos.

      –¡Qué ganas de perder el tiempo!

      –¿No tienes otra cosa que hacer?

      ¿Quién no se lo había dicho en casa? Los padres, la mujer. Se alzaba de hombros, teóricamente, que, de hecho, a lo sumo, no hacía sino levantar los ojos o quitarse las gafas para ponérselas otra vez y continuar leyendo los avatares de la Convención, los discursos de Desmoulins, las proclamas de Saint-Just.24 A fuerza de leer historias enfocadas favorablemente a unos u otros no tuvo –por lo menos hasta 1936– posición en favor de nadie. Lo que le entusiasmaba era la Revolución Francesa, en bloque.

      Lo mismo le sucede con su insania. Sabe muy bien que la seguridad de su locura demuestra lo contrario; le consta –¿por qué?– que el que piensa –o sabe– está loco y no lo está. La prueba es que no delira ni desatina ni disparata. Tasa. Pero, cosa extraña, saber es muy distinto que estar seguro. Y está seguro de haber perdido la razón sin haber perdido la de vivir. Sucedió y está archivado el año 1928. Exactamente el 28 de octubre, precisamente porque no recuerda a consecuencia de qué lectura. Eso es aparte. La Revolución Francesa –y algo de Garibaldi– es una cadena de oro que le une al pasado y le deja franca la salida a su laberinto sin saber exactamente a qué atenerse. Ahora bien, si se pone a pensar en serio –cuando se queda solo– que no es muchas veces porque se duerme entonces rápidamente, sabe cuántos dedos tiene en una mano, y aun en dos. Lo que no acaba de comprender es por qué Ángeles perdió la chaveta. Los médicos, tampoco; lo que no le extraña, nunca les tuvo en mucho.

      Los lunes, miércoles y viernes dedica cinco minutos al onanismo, que le sirve para rememorar físicamente a Ángeles; a otras horas se le sube por las paredes. La visita cada ocho días, no sabe por qué ni para qué: igual podría enviar a cualquier otra persona: no reconoce a nadie y enflaquece. Dicen que come, pero adelgaza. Está más allá de los huesos. Claro que, vestida de negro, quién sabe con cuántas enaguas y un pañuelo negro en la cabeza, atado bajo la barbilla, no se puede saber exactamente lo flaca que está. Tampoco habla, solo mira fijo. ¿Qué ve? ¿Qué piensa? ¿Qué quiere? Juan Valcárcel daría cualquier cosa por saberlo, pero se queda con las ganas. Ángeles tiene treinta y tres años, parece el doble.

      Juan está satisfecho de estar loco y que los demás no lo sepan (ni lo hayan de saber nunca). En eso no pierde el juicio. Al contrario –desde fuera, donde cree estar–, tasa las cosas de Dios con la mayor objetividad. Hubo un tiempo, muy pasado, en el que se indignaba de las iniquidades que le rodeaban; ahora solo las juzga y almacena para el día de mañana, cuando haya, de verdad, que pasar cuentas, según el módulo de Robespierre, claro está.

      Lo de marcharse de Valencia, abandonándolo todo, trastorna sus firmes creencias. Le faltan puntos de referencia y por bien que sepa su lección –Blanc, Thiers, Michelet, los textos mismos de la Convención– le parece que va a serle difícil ir por el mundo sin las dos hileras de libros que se enfrentan a su sillón. (La pantalla de cristal, verde por fuera, blanca por dentro; el alto pie de su cama de latón, la alfombra raída sobre el piso de azulejos carcomidos en los bordes.)

      Ahí, en ese nicho del cementerio civil, estará bien. Ni demasiado alto ni demasiado bajo. «A Ángeles, su amante esposo». Desconsolado, no. Para él sigue viva; ¿qué diferencia? No ir los jueves al Manicomio. Hace años que la niña la cree muerta. Y tantos. A nadie le importa que uno esté loco y menos cuando es uno mismo.

      La familia de Ángeles. ¡Qué curioso! Tenía familia. Los conoce a todos. Los saluda. Les da la mano. Los abraza. Los mira como si fuese la primera vez. ¡Qué seres tan extraños! Qué extraños son los seres.

      –Ya descansó la pobre.

      –En gloria esté.

      –Te acompaño en el sentimiento. (¿Qué sentimiento?)

      –Tal vez ha sido lo mejor. (¿Que hayamos perdido?)

      Paulino Cuartero, de pie, alejado, mirándole. ¿Cómo se le ocurrió ir hoy a la tienda? Claro, quería ver esos folletos... No decirle nada a Villegas. Un «Lo siento» menos. Él sí era amigo de la difunta. ¿Amigo? La conocía.

      –¿Dónde vamos? –le pregunta Cuartero.

      –Al museo –dice Valcárcel.

      Toman el tranvía.

      –No