Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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Trastabilla constantemente un viejito que no se tiene más que por lo que le sostiene. Envidia de los que han conseguido apoyarse en los adrales o de los que, en la zaga, se pudieron sentar, colgadas las piernas al aire. El tiempo se multiplica por sí mismo en la noche enorme.

      Hace poco pasaron Tarancón.31

      Desde lo alto de aquel cerro, en las lindes del robledal, Vicente ve la carretera dar vuelta y desaparecer. Más abajo, por la vegetación más alta, debe correr agua –¿un regato, un «aprendiz de río»?–.32 En toda la extensión ni un alma. Desciende. Le pueden ver desde cualquier parte. A medio camino entre la maleza de la que sale y la carretera, divisa de pronto una pareja de guardias de asalto. Se echa al suelo. Quieto, cierra los ojos. (¿Qué es? ¿Desertor? Ni se ha pasado al bando contrario ni ha quebrantado la fidelidad. ¿Huye? Intenta ponerse a salvo. ¿Perder es traicionar? ¿Por qué se esconde? Le detendrían –tal vez–. Debe de haber miles en su caso. ¿Es razón?)33 Cuenta hasta cien. Luego mira la tierra seca, el polvo, unas guijas. Debiera de haber una hormiga. ¿Los dejo pasar? No hay duda de que tarde o temprano darán conmigo si he de seguir, aunque sea de lejos, la carretera. Tienta la bomba de mano. ¿Cada cuántos kilómetros hay una pareja? No lo sabe, y esta, ¿con quién estará? Tumbado, siente el sol sobre su espalda, la cabeza a la tierra; la solevanta: unos pedruscos. Un animal extraño corre sobre uno de ellos: dorado, con ocho patas cortas, dos antenas que se mueven a más y mejor; un insecto cualquiera. ¿Cómo se llamará ese animal? Se echa en cara su ignorancia. ¿Cómo se llama este bicho? Es una de las mil cosas que no sabe ni sabrá nunca. Puedo arrastrarme hasta el borde del camino, esperarles, hacerles polvo. Dos más, dos menos... ¿Vale la pena? Tengo que pasar. Pueden pasar ellos y no verme y sigo. Pero ¿si me descubren? ¿Vale la pena matar en estas circunstancias, ahora que todo está perdido? ¿Y luego? Sus fusiles, en el caso de que queden útiles, no me sirven. No puedo andar con un Máuser en la mano: pistolas no llevan. ¿Qué valen hoy las pistolas? Y estos son nuestros; lo eran, hasta ayer, hasta que este imbécil, loco, Consejo de Defensa ha dado en fusilarnos, en meternos en la cárcel, ¿para qué? ¿Para hacer la paz? ¿Qué paz?34 ¿Cómo va a aceptar Franco cualquier condición tal y como están las cosas? Están locos.35

      Asunción, ¿dónde estará? ¿La habrán detenido? La imagina en la cárcel. La vuelve a ver en Madrid, dormida a su lado, en la vía –en noviembre hará ¡ya! tres años–.36 Muerta. Tirada en el campo, muerta, esparrancada. Se empeña en figurársela libre en Valencia, en Alicante. No puede. Morirá, él, ella, los dos, todos. No: le esperará, se irán juntos. La mirada, su mirada inacabable. Su cara delgada. ¿Estará enferma? ¿Estará muerta?, como Lola. Piensa en su mujer como nunca, hasta que le duele el pecho. ¿Dónde, cuándo se volverán a ver? ¿Se volverán a ver? Nunca nada le ha dado tanta fuerza, tanta voluntad, tanta decisión: Asunción, su vida.

      El sol le amansa. Allí, en la tierra, está bien. Podría dormir.

      Se durmió. Por el sol, supo que poco. Al levantar la cabeza, con lentísimo cuidado, no había nadie.

      Se alza, sigue, baja hacia la carretera, cada vez más de prisa. Tiene hambre. Al llegar, topa de narices con un campesino que hace sus necesidades al socaire de unos arbustos.

      –Buenas tardes.

      –Buenas.

      –¿Queda lejos Requena?

      –A tres leguas.

      Se aleja seis pasos; vuelve:

      –¿Tiene algo de comer?

      El campesino –bajo, magro, moreno, sin afeitar hace semanas, ya subidos los pantalones y echada la azada al hombro– le mira sin contestar. Vicente repite la pregunta. Tampoco obtiene respuesta.

      –Puedo pagar.

      Mete la mano en el bolsillo y toca la bomba. Con la alusión al dinero el interpelado recobra la voz.

      –Allí hay unos peones camineros.

      Señala a la derecha, por donde se fueron los guardias.

      –No es mi camino.

      –A la paz de Dios.

      «A la paz de Dios», ¡cómo ha cambiado el mundo en unas horas! Hace días hubiera dicho: – Salud.37

      Se aleja; Vicente cruza la carretera, sigue adelante. «No tomo bastantes precauciones.» Del susto, le duele el estómago. El hambre, piensa.

      Una hora más tarde, subido en la colina frontera, en la encrucijada de dos caminos descubre un amasijo de casas puestas a como les dio el lugar. Todavía cae el sol como plomo. Puede más la sed que el hambre, sin más remedio que acogerse a lo que le depare la suerte.

      Un caserío miserable, tan pintas las tejas como sucias las paredes de barro viejo. Espera, a ver. No aparece nadie ni hay perro que ladre. Cae la tarde, sin viento, todo más viejo, poco a poco. Llama a la primera casa; ¿qué más da una que otra, tan pobres todas?

      –¿No hay nadie?

      Asoma una jeta enana.

      –¿Qué quiere?

      –Un poco de agua, por favor.

      –Usted, ¿quién es?

      Es una niña con cara de vieja.

      –¿No tienes un cántaro o un botijo?

      Una enlutada sin edad, seca:

      –Allí hay un cubo.

      Pasa al patio.

      –Dios se lo pague.

      –Así sea.

      –Madre...

      Una joven lozana. Sorprende en aquel lugar.

      –Vuélvete adentro.

      Y al forastero:

      –¿Quiere algo más?

      Era inútil. En el tono, todo.

      –¿Cómo se llama este pueblo?

      –Ni es pueblo ni tiene nombre. Unos le dicen La Cruz, otros Fresnillo.

      –Pero ¿si hay que escribir alguna carta?

      –¿A quién?

      –A usted.

      –Ya recibí todas las que tenía que recibir.

      –Con el perdón. Y gracias por el agua.

      –No hay de qué.

      –¿Podré comer algo en alguna de estas casas?

      –No lo creo. Aquí no hay ni para nosotras.

      Recalca el femenino.

      –No pedía.

      –Por si acaso.

      La oscuridad llega, como siempre, solapada.38

      Vicente había vuelto a salir de Madrid al anochecer del 12 de marzo.39 Al llegar a Utiel pidieron la documentación a todos. Él y dos más fueron a dar a la cárcel.

      –¿A qué partido perteneces?

      Podía mentir: no llevaba carnet. Sin pensarlo, contestó:

      –Comunista.

      Los otros no podían negarlo.

      –Ahora nos las vais a pagar.

      –Pagar, ¿qué?

      –Las perradas que nos habéis hecho.

      –¿Yo?

      –Tú y todos los de tu ralea.40

      A los tres días los soltaron.

      –Y ahora, ¿por qué?

      –Son órdenes.41

      No les habían tratado mal. Pudo meterse en un coche hasta Requena. Allí se les acabó la gasolina y no hubo