Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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haría? Lo curioso, piensa volviendo en sí gracias a los demás, que es él quien tiene más probabilidades de pasar pronto a condición de cadáver.

      Fue desde que Ángeles se volvió loca que Valcárcel se convenció de que él también lo estaba. No lo dijo ni hizo cosa que diera en hacerlo sospechar. Pero sabía que se había vuelto loco porque quería tanto a su mujer que le pareció natural que así sucediera. Que la muerte de Ángeles coincidiera con la pérdida de la República también le pareció normal. Desde que se convenció –le convencieron– de que a Ángeles convenía recluirla en el manicomio, Juanito Valcárcel se encerró en su casa y juró no tocar otra mujer. Lo hizo. Con la guerra tuvo que volver a salir a la calle alguna que otra vez para diligencias necesarias, sobre todo para la niña.

      Por la noche, se puso a pensar en que la idea de marcharse, una vez muerta Ángeles, no era tan mala. En el fondo odiaba a su hija, a quien hacía responsable del trastorno mental de su progenitora. El amor de Ángeles y Juan había sido perfecto. Ambos habían llegado vírgenes al matrimonio y descubierto conjuntamente los placeres del acoplamiento, hasta que ella devoró un libro pornográfico –perdido en un lote de otros de texto–, con ilustraciones, y el sexo se le subió a la cabeza.

      Don Juanito ignoraba la existencia del volumen, que Ángeles quemó después de aprendérselo de memoria.

      Lo único que no varió para él, durante esos años, fue su afición por la Revolución Francesa, aunque, a última hora, sintió mayor simpatía por las facciones más radicales.

      La locura de Juanito Valcárcel tuvo, eso sí, expresión gastronómica: durante meses decidió tomar únicamente leche, hasta que un feroz estreñimiento le hizo variar de régimen. Hubo entonces tiempos en que solo comió caracoles, otros col o zanahorias. Como se lo preparaba todo, nadie se llamó a engaño. Dormía mucho y bebía bastante vino grueso de Utiel lo que tal vez tenía cierta relación. Atendía mal el negocio, con cuidado de que sus clientes no se dieran cuenta de su demencia. Lo consiguió fácilmente porque, de verdad, jamás supo si estaba loco o no.

      Poco antes de la rebelión militar, le dio por tomar café a todas horas. Bueno o malo no le importaba, con tal de que fuera hijo del grano; con o sin achicoria, recuelo, moca, planchuela, caracolillo o triache. Con la guerra, como es de suponer, y más a medida que pasaba el tiempo, le fue cada vez más difícil, más caro, conseguirlo, así pagara lo que le pidiesen. Su economía se resintió y hasta sus existencias, pero no careció nunca de la infusión. Lo que hizo fue no convidar a nadie, Concha aparte; lo que facilitó mucho sus relaciones con la mole, que se perecía por el brebaje. También Asunción, de tarde en tarde, participó de lo que, dadas las circunstancias, entraba en la categoría de festín. En América tendría, por lo menos, el café asegurado.

      Asunción llamó varias veces a la puerta de la tienda. Su tía tardó en bajar a abrirle.

      –Hola. ¿Qué hueso se te ha roto para que tenga el reverendo honor de verte? Pasa.

      –¿Y don Juanito?

      –Se fue al entierro de su mujer.

      –¿Qué?

      –Sí, se murió Ángeles.

      Asunción creía que el chamarilero era viudo. Pero no tenía tiempo de aclararlo, ni de pedir explicaciones.

      –Me voy.

      –¿A dónde?

      –A Alicante. Me habló Vicente por teléfono; de Madrid.

      –¿Y te vas a ir así?

      –¿Cómo si no?

      –¿Sin ropa ni nada?

      –Con lo puesto voy bien, y si no ya me las arreglaré.

      Concha siente que se le sube la congoja a la garganta. No quiere, pero no puede luchar contra el sentimiento que la sobrecoge. Se desparrama:

      –¡Ay, filleta! ¡Ay, Sunción! ¡Ya se lo decía yo a tu padre, que en gloria esté! ¡Desde que se volvió a casar no hemos tenido hora buena!25

      La abraza, besa, anega. Asunción estaba segura de que tenía que suceder así, sin remedio.

      –¿Cuándo nos volveremos a ver? No sé por qué me da que ya no.

      –Pero, tía...

      –No, no me digas nada. Aquí ganaron los moros. Acuérdate del abuelo y de Cucala; de los carlistas.26 Si el padre es músico el hijo es bailarín. ¿Qué se te había perdido entre tantos hombres? No hay perdición que no venga por ellos y de la política. Y tú, sola, por esos mundos, sin saber nada de la vida. ¿Con quién te vas?

      –Todavía no lo sé. Pero no se preocupe, no faltará algún camarada...

      –¡Camaradas! ¡Camaradas! Todos de la misma camada. Locos que pensáis que el mundo puede cambiar así como así, de buenas a primeras.

      La puerta de la tienda había quedado entreabierta, se asoma Ambrosio Villegas.

      –Buenos días. ¿No está Juanito?

      Se da cuenta de que algo sucede...

      –¿Qué pasa?

      –Que faltó Ángeles y esta se va.

      –¿Que se murió Ángeles? ¿Cuándo?

      –No lo sé. A las cuatro es el entierro.

      –Y tú, ¿dónde vas?

      –A Alicante. A reunirme con Vicente.

      Asunción se acoge al archivista para marcharse.

      –¿Hacia dónde va?

      –Al Gobierno Civil.27

      –Voy con usted, para el pase.

      Besuqueos frenéticos.

      –¡Me dejas sola!

      –Será por poco tiempo.

      –Sí, sí: créetelo.

      Las mejillas, los labios, los ojos, la frente mojados por las lágrimas y la saliva de la gordísima que ya llora sin contención.

      Ambrosio Villegas corta:

      –Si quieres que te acompañe, vámonos. ¿A las cuatro el entierro? ¿Desde el manicomio?

      –No lo sé –dice la tía, enjugándose, antes de sonarse–. Supongo que sí.

      –Adiós, tía.

      Y se queda sola. Mira todos los cachivaches amontonados en la tienda; trebejos, trastos, escritorios, trincheros, tocadores, perchas, jardineras, cómodas, aparadores, baúles, sillas, braseros; todo cojo, sucio, amontonado de cualquier manera, sosteniendo paquetes de libros atados, platos, cojines, macetas, vasos, relojes, lámparas; todo desmantelado, viejo, desportillado; el aparador, la caja, con su balaustradita de maderas torneadas, la prensa para copiar la correspondencia, las libretas, los legajos; todo con un pie en la sepultura, avellanado, provecto. Concha se siente más vieja de lo que es y se deja caer en una silla baja, a la que se ha aficionado. Inclina la cabeza, cierra los ojos, quisiera morirse, pero recuerda –un relámpago– que se ha dejado a la niña a medio comer su plato de arroz, se endereza con dificultad, pero con decisión y sube la escalera. Cruje el tercer escalón.

      –Voy, niña, voy.

      Al llegar a la plaza de Tetuán,28 Asunción se despide de Villegas. Este le pregunta:

      –¿No ibas al Gobierno Civil?

      –Voy a subir, a ver si hay alguien.

      La casa del Partido. Fue de los Fernán Núñez.29

      –¿Sabes –le pregunta su acompañante, antes de dejarla– que en esta casa Fernando VII abrogó la constitución de 1812?

      –No.

      –¿Que aquí María Cristina firmó su abdicación a la Regencia?30