Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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con el paso de los años, fue componiendo las novelas de El laberinto mágico, ciclo que, tras casi tres décadas –Campo cerrado, la primera, data de 1939–, completaba, en 1966, Campo de los almendros.

      Aub era consciente de que en este último Campo había dado cuanto podía dar de sí. Llegado aquí se había quedado sin fuerzas ni ganas de continuar con el tema. Hasta el extremo de que dijo, en las «Páginas azules» de este Campo, que no volvería a escribir en adelante sobre la Guerra Civil: «El autor se despide, supone que para siempre, de la Guerra Civil Española. Lo que quisiera es volver algún día a pisar el suelo de las ciudades que conocía hace medio siglo. Pero no le dejan porque ha intentado contar a su modo –¿cómo si no?– la verdad».

      Otra cosa era dejar de escribir sobre España. Eso no pudo evitarlo. Porque era su laberinto, el lugar de sus demonios personales, y el de una parte de España, la que fue vencida. Viene aquí muy a propósito este pasaje de Campo de los almendros:

      Templado: –¿Saldremos de este laberinto?

      Cuarteto: –¿Qué laberinto?

      Templado: –Este en el que estamos metidos.

      Cuartero: –Nunca. Porque España es el laberinto. Nos basta para vivir que nos traigan un número decente de jóvenes, cada año, como holocausto.

      Templado: –Entonces no somos el laberinto sino el monstruo perdido.

      Cuartero: –Estamos en el laberinto, si prefieres.

      Con anterioridad, mucho antes de que compusiera este Campo, había escrito en uno de sus cuadernos de notas: «¿Por qué me acogí al título de Laberinto Mágico? Tal vez porque no sabía cómo salir de él. Todas las explicaciones que saldrán de Alicante son a posteriori».11

      Todas las explicaciones habían de salir de Alicante; es decir, de Campo de los almendros. Porque en este Campo iba a concentrarse todo Max Aub y toda una España. E iba a ser a posteriori, por la fecha en que publicaba este Campo, casi treinta años después de terminada la guerra. Mucho tiempo parecerá y, sin embargo, ese y más tiempo era necesario para comprender, o empezar a comprender, la tragedia de la Guerra Civil.

      En Alicante, en la reconstrucción literaria de lo sucedido en aquella exigua explanada,12 iban a volver a encontrarse, arremolinándose en el duermevela de una interminable y siempre presente pesadilla, todas las vivencias personales y colectivas, todas las esperanzas puestas en la República, todas las luchas para evitar el epílogo final: la derrota, la cárcel, los fusilamientos, el exilio…13 El pasado y el presente iban, gracias a la escritura, a poder mirarse, reflejando en sus espejos la realidad del ayer y lo que de ella quedaba –quizás por defecto: narrar siempre es una limitación–14 en las páginas de la novela.

      El final de Campo de los almendros –que, como enseguida se verá, ha tenido, durante el proceso de escritura, varias versiones– está directamente relacionado con el comienzo de Campo cerrado. Un mismo hilo une así a ambos Campos y, por extensión, a todos los demás. Como corresponde, en suma, a una tal macroestructura novelística.

      Pero ahora, llegados a este punto, el énfasis ha de ponerse en el significado que tiene el final del ciclo, ya que, en palabras de Hayden White: «El cierre en los relatos históricos es una imposición del significado moral de lo narrado».15

      Previamente, conviene detenernos brevemente en el manuscrito de Campo de los almendros. En él, lo primero que descubrimos es que, si bien en la primera versión estaba previsto ese engarce con Campo cerrado, no lo estaba con la claridad y contundencia con que aparece en la versión corregida, la definitiva, que es la por todos conocida porque es la publicada en la primera y subsiguientes ediciones de Campos de los almendros. Compárense, pues, las dos versiones:

Primera versión Asunción, vestida de hombre, no llegó nunca a la cárcel de Alicante. Escapó antes, encontró a Monse y regresó –por Venta la Encina, en tren, sin mayores dificultades– a Valencia. Fue en seguida a ver a su tía, en casa de don Juanito, Exclamaciones, en todos tonos, lloros, suspiros, retahila de reprensiones rompiéndose el pecho, que ya no son del caso. No le fue difícil a Concha esconder a su sobrina en el piso alto; nadie sabía sino ella atender a la impedida. A los cuatro meses, debido al hambre –no había casi nada de comer por entonces, en Valencia–, la infeliz niña murió. Entre Concha y Asunción la metieron en una maleta grande (no pesaba la difunta ni veinte kilos); de madrugada, como si fueran a la estación, dejaron abandonado el cadáver. No estaban los periódicos para asuntos de ese género: acababa de declararse la guerra entre Alemania, Francia e Inglaterra, por la invasión de Polonia. Asunción ocupó –para lo que fuera– el lugar de la impedida. Vicente estaba en Albatera. En noviembre le trasladaron a Madrid. Don Blas, arrellanado en un sillón del casino de Viver, habla con el tío Cola. –A ver si este año hay toros… –Me parece todavía pronto para hablar de eso. Primeros de septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo; más arriba las estrellas de monte, tachas del viento y el ruido del agua viva por la tierra: fuentes, manantiales, acequias. Versión definitiva Asunción, vestida de hombre, no llegó nunca a la cárcel de Alicante. Escapó antes, encontró a Monse y regresó –por Venta la Encina, en tren, sin mayores dificultades– a Valencia. Fue en seguida a ver a su tía, en casa de don Juanito. Exclamaciones, en todos tonos, lloros, suspiros, retahíla de reprensiones rompiéndose el pecho, que ya no son del caso. No le fue difícil a Concha esconder a su sobrina en el piso alto; nadie sino ella atendía a la imposibilitada. A los cuatro meses, debido al hambre –no había casi nada de comer por entonces, en Valencia–, la infeliz murió. Entre Concha y Asunción la metieron en una maleta grande (no pesaba la difunta ni veinte kilos); de madrugada, como si fueran a la estación, dejaron abandonado el cadáver. No estaban los periódicos para asuntos de ese género: más podía la guerra entre Alemania, Francia e Inglaterra, olvidada ya Polonia. Asunción ocupó –para lo que fuera– el lugar de la impedida. De tarde en tarde llegaba alguna noticia indirecta de Vicente. –¿Qué vamos a hacer? –pregunta la obesa. –Esperar. –¿Qué? –No lo sé –dice Asunción, perdida la mirada. Se ha acostumbrado al sillón de la muerta. Don Blas, arrellanado en un sillón del casino de Viver, habla con el tío Cola. –A ver si este año ya hay toros… –Me parece todavía pronto para hablar de eso. Primeros de septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo; más arriba las estrellas del monte y, a ras de tierra, el ruido del agua viva: fuentes, manantiales, acequias. Hacia abajo, caído hacia la mar, por Jérica y Segorbe, Algar, Estivella, Sagunto, El Puig; cuesta arriba, por Sarrión, el áspero, desnudo camino de Teruel. Hay quien dice que ha visto a Rafael López Serrador, guerrillero, por el monte…

      Campo de los almendros termina, como no podía ser de otro modo, donde había empezado el Laberinto: en el espacio mítico de la infancia de Max: Viver y sus pinares. Pero, en la versión definitiva, a ese final se le añaden unas palabras sobre Rafael López Serrador, que ni siquiera aparece mencionado en la primera versión. Esas palabras, de un lado, permiten sellar mejor el engarce entre Campo de los almendros y Campo cerrado, que en la primera versión quedaba un tanto diluido; y, de otro, declaran y celebran el mito de la invulnerabilidad de los ideales republicanos.

      Pero no acaba esto aquí. Porque la versión corregida y definitiva, que en un primer momento iba a ser la versión canónica, dejó de serlo al tener Max Aub la afortunada ocurrencia de añadirle una «Addenda», que había sido previamente publicada, en Cuadernos Americanos, con el título «La Virgen de los Desamparados» (1966).

      Esta «Addenda» complementa el anterior final. Pues si ese final cerraba la macroestructura de los Campos, un monumento literario-arquitectónico en memoria de los vencidos, la «Addenda» es la inscripción que, como un rezo, figura grabada en los mausoleos.

      Los desamparados son los derrotados. Lo son doblemente: por haber sido desterrados para siempre a la memoria de sus heridas y por haber sido