La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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vida está escrita en un libro? Que todo lo que estamos diciendo en este momento forma parte de una obra, figura entre sus páginas –añadió.

      —Pensaría que tienes demasiada imaginación –me pronuncié.

      En realidad, me quedé con ganas de decirle que había perdido el seso. Desde mi punto de vista, los libros eran un sucedáneo de la vida, la emulaban, la estimulaban incluso, pero en ningún caso podían suplantarla. El mismísimo Robert Louis Stevenson había escrito que los libros tenían su valor, pero que a la postre eran un sustitutivo de la vida completamente inerte. Natalia, en cambio, apenas había experimentado en ninguno de los órdenes de la vida, y esa circunstancia había provocado que para ella la realidad fuera más una ilusión inconsciente que algo tangible, un mundo habitado por figuras de ensueño. La enfermedad, por tanto, no era lo único que mortificaba la vida de Natalia, sino también el exceso de horas de lectura.

      —Pues me temo que eso es precisamente lo que está ocurriendo –insistió.

      —¿Quién iba a querer escribir sobre nosotros? Eso carece de sentido. Somos personas corrientes –me desmarqué–. En todo caso, estamos en una librería, así que si tal libro existe pidámoslo y asunto resuelto.

      —El libro, obviamente, no se encuentra a la venta. Ni siquiera ha sido escrito en nuestros días, y eso es lo más sorprendente de todo.

      —¿Cuándo fue escrito entonces?

      —Mucho antes de que tú y yo naciéramos.

      ¿Había oído bien?

      Recordé haber leído en alguna parte que si bien es el ojo el instrumento de visión exterior de una persona, en cambio son los tejidos nerviosos los que determinan la visión interior, la imaginación y la ilusión, y ponen a prueba la vivacidad y hasta la cordura de nuestro pensamiento.

      —¿De veras? ¿Y cómo se llama el autor de semejante libro, Nostradamus?

      —No, Pepe. Si no estoy equivocada se llama Serafín Estébanez. De ahí que haya venido a comprar su novela.

      —Es decir, según tú, el tal Serafín Estébanez habría escrito un libro sobre nosotros antes de que hubiéramos nacido, un libro que, para complicar más el asunto, ni siquiera está publicado.

      —El libro está editado, naturalmente, aunque no se puede comprar. De hecho, según mis pesquisas, el autor se encuentra debatiendo en estos momentos si escribir o no el libro.

      —Te recuerdo que acabas de decirme que el libro está editado, ¿cómo entonces su autor va a estar dudando sobre si escribir o no la mencionada obra? No tiene sentido. Además, ¿cómo puedes saber lo que está pensando el autor si ni siquiera lo conoces? ¿Cómo es posible que sepas que Serafín Estébanez es el autor de un libro que, según tú, ni siquiera él sabe si va o no a escribir?

      —Porque he leído esta página –aseguró ufana, al tiempo que señalaba con sus dos dedos índices en derredor suyo, como si aquel espacio formara también parte de la trama.

      ¿Cuándo había pergeñado aquel delirio? ¿Un minuto antes de verme o durante la comida? ¿Era su forma de decirme que no me acercara a ella, de ahuyentarme? ¿O quizá era un síntoma del empeoramiento de su enfermedad? Ciertas porfirias presentaban compromiso neuro-psiquiátrico: ansiedad, depresión, psicosis aguda, confusión, alucinaciones, etc.

      —¿Esta página?

      Busqué sus ojos y comprobé que se habían encendido chispas en ellos.

      —Sí, la página del libro donde se relata esta conversación –dijo a continuación con una avidez que terminó de despertar mi preocupación sobre su salud mental.

      —Comprendo.

      —No, no comprendes nada. Ni siquiera me crees –me recriminó–. En realidad, no estás capacitado para hacerlo, porque para que pudieras creerme primero tendrías que aceptar un principio básico que todo el mundo –editores, autores, críticos y lectores incluidos– pasa por alto: el lector es un personaje más de la obra, por cuanto se trata de un interlocutor necesario. Gracias a él, los personajes cobran vida. El lector tiene la llave del maravilloso juguete, sólo cuando la hace girar la maquinaria se pone en funcionamiento, y en ese sentido su papel es comparable al que tiene Dios en nuestra creación. ¿No lo ves? El lector es un demiurgo, dios creador y principio activo del libro impreso. El escritor se encarga de la partitura, pero es el lector quien dirige la orquesta. Tan es así que incluso está facultado para leer entre líneas y hasta para subvertir el mensaje inicial del texto. Sí, Pepe, todos somos protagonistas de los libros que leemos.

      Natalia tenía razón. No comprendía una palabra, aunque, a tenor de sus comentarios (y del entusiasmo febril que acompañó la última parte de su discurso), estaba claro que había perdido la razón. Ella misma lo había sugerido. Natalia buscaba encontrar la luz –que la enfermedad le negaba– en los libros; sin embargo, abusar de la lectura había provocado en su lucidez –en la claridad de su razonamiento– el efecto contrario, la había dejado a oscuras. Ahora confundía la realidad y lo imaginario como si fueran una misma cosa. Lo real se vestía –se disfrazaba– de ficción, y viceversa. De esa forma, los personajes y acontecimientos de las novelas que leía pasaban a formar parte de su propia vida, llenaban los huecos que la soledad había ido horadando en su interior y suplían la falta de amigos y de cariño.

      El señor Santos se desvivía por Natalia, pero sus atenciones no bastaban para cubrir las necesidades afectivas de su hija. Por ejemplo, existían ciertas cuestiones de índole puramente femenina que no sabía resolver, de modo que Natalia acabó buscando la figura –el modelo– de una madre, de una tía o incluso de una hermana en sus lecturas, puesto que tanto padre como hija estaban de acuerdo en que en los libros se podía encontrar respuesta a cualquier consulta. Madame Bovary, Ana Karenina, La Maga, Lolita, incluso Meg, Jo, Beth y Amy, las cuatro jóvenes protagonistas de Mujercitas, eran quienes le habían mostrado a la postre el camino que conduce de la adolescencia a la edad adulta. Poco o nada importaba que, en muchos casos, la vida de estas heroínas de novela no fuera ejemplarizante, puesto que lo importante era aprender cuantos mecanismos de defensa estuvieran a su alcance frente a las vicisitudes, frente a los hombres y la sociedad. A fin de cuentas, había que reconocer que se podía aprender más de una mujer baqueteada que de una mojigata, puesto que lo que predominaba en la vida eran las escaramuzas. La pregunta que ahora me formulaba era cuánto tenía yo de real y de personaje de ficción a los ojos de Natalia, en qué medida me había convertido para ella en una cuestión de estilo, en un ideal estético. Lo peor de todo era que nunca antes había deseado con tanto ardor ser el personaje de sus sueños, como si mi corazón hubiese decidido desligarse de la razón y aceptado el juego que Natalia proponía: ser lo que ella determinara, incluso formar parte de un delirio. Mi padre había muerto, Natalia vivía atada a su enfermedad, yo apenas tenía amigos, la humanidad y el planeta se desangraban en un proceso que parecía cada vez más irreversible, ¿qué de malo podía tener aquella realidad inventada, aquel confuso sueño que lo que pretendía era, en última instancia, liberar el espíritu de Natalia de la aprensión? ¿Acaso no era el mundo merecedor de nuestra desconfianza? Además, si bien yo no poseía un remedio para curar la porfiria, en cambio sí que podía aportar cordura, mostrarle la incongruencia de los dos mundos que se empeñaba en mezclar, enseñarle a distinguir entre lo real y lo ficticio, entre la luz y la sombra. Si me lo proponía, en pocos días podía hacer que Natalia regresara al mundo de los vivos, por decirlo de forma melodramática.

      Al salir de la librería, la calle me pareció más falta de simetría que antes, como si la aureola de indiferencia que arrastraba a su paso la corriente de transeúntes hubiera acentuado aún más su naturaleza multiforme. El torbellino se había transformado en aluvión, y ahora el río estaba a punto de desbordarse. Bastaba con detener la mirada sobre alguno de aquellos seres para comprender que la soledad más apartada se encuentra precisamente en medio de una multitud. Busqué a Natalia con los ojos y descubrí que me observaba con una expresión que mezclaba temor y malestar pintada en el rostro, como si hubiera descubierto de pronto que la Gran Vía era el reino de una criatura maléfica, de una hidra policéfala de aliento venenoso, cuyas cabezas (tal vez diez