La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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bien, muchacho, qué planes tienes? ¿Cuánto piensas quedarte? –me interrogó el señor Santos.

      —He de arreglar el asunto de la herencia de mi padre, si es que hay algo que heredar, poner en orden los papeles, y luego quiero viajar a Málaga para reunirme con mi madre. Calculo que, día más o menos, en tres o cuatro semanas podré regresar a los Estados Unidos.

      Claro que en aquellas cuentas no figuraba el gasto extra que acababa de realizar, la suma más importante de todas: mis sentimientos hacia Natalia.

      —El que hereda no hurta, dice el refrán –apuntó el señor Santos–. Aunque conviene señalar que no hay peor ladrón que un mal libro.

      Dado que tanto Natalia como su padre se alimentaban a base de libros, y que mi propio duelo me había cerrado el estómago, el almuerzo, además de frugal, resultó toda una lucha contra la inapetencia.

      A las cinco menos cuarto de la tarde regresé a casa y me asomé a la terraza para respirar un poco de aire fresco. El cielo de Madrid, purgado por una suave brisa que había barrido las nubes hasta teñirlo de lapislázuli, parecía pintado por el pincel de Velázquez, y era acarreado sobre sus espaldas por las dos altivas cuadrigas que coronan los torreones del edificio del BBVA, por la escultura del Ave Fénix que culmina el Hotel Petit Palace «Alcalá Torre» de la calle Virgen de los Peligros, por la Minerva que preside el edificio del Círculo de Bellas Artes, por la Victoria Alada que remata la cúpula del edificio Metrópolis, en la confluencia de las calles Alcalá y Caballero de Gracia, y por la estatua de una mujer con un niño a sus pies que ocupa uno de los aleros del edificio de Seguros Generali.

      —¡Olé qué elegante por detrás y por delante! –exclamó la voz de Federico a mis espaldas.

      Al girarme lo vi sentado sobre una silla de tijeras con los ojos pegados a unos prismáticos que enfocaban hacia la esquina de la calle Virgen de los Peligros con la Gran Vía. Parecía la escultura de coronación del edificio oteando el horizonte de Madrid.

      —Un día de estos saldrás volando cual Ave Fénix, o darás un traspié y te despanzurrarás contra la acera. ¿Qué miras con esos prismáticos? –dije para que se percatara de mi presencia.

      —Mirar, no miro nada, Pepe. Contemplo y admiro los monumentos con faldas y piernas que caminan por la Gran Vía. ¿Cuándo has llegado?

      La alopecia había terminado el trabajo que había comenzado una década antes, con lo que los últimos rayos solares resbalaban sobre la superficie lisa de su cráneo tal que oro pulverizado, creando en torno a su perímetro una suerte de chisporroteantes ref lejos que caían como guedejas de cabello sobre sus hombros.

      A pesar de que Federico había cumplido los treinta y de las brillantes calificaciones que había obtenido en la universidad, la característica principal de su personalidad era la animosidad de la que hacía gala, que reverdecía con cada nuevo amanecer. No es habitual encontrar a una persona capaz de renovar su interés por el mundo –por la vida y sus mecanismos en general– de continuo, más bien al contrario, de modo que podía afirmarse que Federico, al alejarse de lo uniforme y lo complaciente, estaba aquejado de una clase de enajenación lúcida que lleva a quien la padece al ensimismamiento, a veces parcial y otras absoluto, según las circunstancias. Cuando este aspecto de su personalidad se manifestaba en todo su esplendor, daba la impresión de haber sido arrancado violentamente de un placentero sueño. Entonces los ojos se le embotaban y el rostro se le abotagaba. Sea como fuere, no era una persona taciturna y circunspecta, ni tampoco su talante era abierto del todo, aunque siempre se conducía con naturalidad, libre de todo cinismo, sin ocultar el disfrute que le proporcionaba encontrarle un nuevo sentido a cualquier cosa conocida. Natalia decía de Federico que, como el escritor G. K. Chesterton, era «un gran aturdido con mucha inteligencia».

      —He llegado esta mañana, pero he tenido que ir a recoger directamente las cenizas de mi padre –respondí.

      —Encontré su cuerpo un metro y medio más a la derecha de donde te hallas –señaló–. No pude hacer nada, porque aunque considero que dormir es una pérdida de tiempo, aún no he conseguido convencer a mi organismo para que me haga caso.

      De manera instintiva miré en la dirección que indicaba, donde únicamente había unas cuantas macetas de enjutas flores y dos enhiestos enebros que, con claros signos de chamuscamiento, agonizaban de sed en la terraza.

      —No te crees mala conciencia. No hubieras podido hacer nada en ningún caso –traté de exculparle–. ¿Por qué no bajas? Ahí arriba pareces una estatua.

      —Todos tendemos a convertirnos en estatuas. Por ejemplo, cuando nos paramos a esperar que el semáforo cambie de color, o cuando nos plantamos en la parada del autobús, o cuando nos detenemos a contemplar un escaparate, o cuando nos sentamos a comer, nos reclinamos sobre la barra de un bar o nos tumbamos a dormir. ¿Y qué es un difunto sino un hombre convertido en estatua? ¿Y qué es lo que coloca en su tumba la familia de ese mismo difunto? Una imagen. Por no mencionar que cuando una persona sobresale en una actividad, lo que hace la sociedad para mostrar su reconocimiento y agradecimiento es erigirle una efigie. Un busto, una escultura, una figura, una imagen, incluso un simple blasón colocado en la casa donde moramos es una forma de perpetuarnos, de buscar la inmortalidad frente a la existencia perecedera. Para que Madrid dejara de ser una ciudad provinciana en mitad de la meseta y adquiriera el estatus de metrópoli, tuvo que llenarse primero de pináculos, torreones, aleros, saledizos, balaustradas, cúpulas, templetes y estatuas de coronación, porque tan importante es lo que se ve en el suelo como lo que adorna el cielo.

      Con la espalda encorvada, al tiempo que su cuerpo espigado se balanceaba como un junco agitado por una suave brisa, hablaba acunando las palabras dentro de la boca antes de pronunciarlas.

      —Desde luego, eres la primera estatua con prismáticos que veo en mi vida –respondí con ironía a su alarde dialéctico.

      —La Minerva del Círculo de Bellas Artes porta lanza, coraza y casco; la Victoria Alada del edificio Metrópolis parece estar entregando los laureles a los vencedores; los aurigas del BBVA hacen restallar sus látigos en los lomos de sus corceles; el Ave Fénix está siempre a punto de emprender el vuelo; y yo cargo con mis prismáticos, pues soy el farero que vigila desde su faro este mar proceloso que es el centro de Madrid. Te pondré un ejemplo. Hace unos meses hubo una reyerta que terminó con un apuñalamiento en la Red de San Luis. Pues bien, el agresor, en su huida, arrojó el arma del delito a un contenedor de la calle Caballero de Gracia, luego giró por el Casino Militar, justo aquí mismo, delante de mis narices, cruzó la Gran Vía por el paso de cebra que está frente al Hotel de las Letras, prosiguió su fuga por la calle Clavel y, al llegar a la plaza de Vázquez de Mella, se ocultó en el aparcamiento público que hay en dicho lugar. Llamé a la policía, les conté lo que había visto y, móvil en mano, guié al coche patrulla hasta el malhechor primero y hasta el arma del delito más tarde.

      Sin duda serás tan buen delator como tu madre, pensé.

      —Sin duda serás un buen portero –dije.

      Oyendo a Federico comprendí la preocupación de su madre. De tanto contemplar la ciudad desde lo alto de aquel acantilado de ladrillo que era la terraza de la Casa de los Portugueses, él mismo se estaba transformando en una estatua de piedra, en un adorno del edificio, de ahí que no resultara extraño que hubiera perdido el seso por una de las ninfas de cuerpo entero que decoraban el interior del Casino de Madrid.

      —Aunque nadie lo reconozca –prosiguió con su arenga–, la piedra ha sido la materia prima más utilizada por los hombres siempre que han querido materializar sus sueños. Levantamos nuestras casas y templos con piedras, de un bloque de mármol esculpió Miguel Ángel su David, cuando nos comunican una noticia inesperada decimos habernos quedado de piedra, si dejamos de sentir nos acusan de tener un corazón de piedra, y cuando los hombres pelean, se arrojan piedras. Créeme, la primera lucha que el hombre ha mantenido, antes incluso que consigo mismo, ha sido con la piedra, con el propósito de someterla a su voluntad.

      4

      CUANDO el horizonte dejó de