Название | La Biblioteca |
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Автор произведения | Emilio Calderón |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788461791781 |
—Me temo que este necio viene a llenaros la cabeza de ruido, lady Macbeth –dije al tiempo que improvisaba una reverencia caballeresca.
—¿A qué debo el honor de vuestra visita, mi señor? Si mis informantes no me han engañado, en la calle luce un sol gallardo y en esta madriguera se respira una atmósfera inmunda.
—Digamos que me trae hasta aquí una intriga.
—¡Qué interesante! ¿Afecta a Macbeth, mi marido?
—No, no se trata de una cuestión de estado.
—Vos diréis, pues, ¿de qué se trata y a quién incumbe?
—Estaba poniendo en orden los papeles de mi padre cuando he encontrado una carta que hace alusión, por decirlo con suavidad, al vergonzoso origen del negocio familiar. La misiva menciona un nombre que vos conocéis.
—Señor, me tenéis en ascuas. Hablad, os lo ruego. —Serafín Estébanez.
—¿El autor de El palco?
—En su carta, mi abuelo se refiere a un «marchante de arte malagueño» que se llama como el escritor, así que he pensado que tal vez la biografía del autor que aparece en el libro pueda aclararnos algo.
—El libro está en la toilette, mi señor. Acompañadme.
—¿En el baño?
—Dejad que os explique. De tan buena lectora que soy, no me alcanza la división tradicional de géneros que la crítica literaria propone, con lo que he inventado uno que se intitula: género de cuarto de baño. Allí arrumbo los libros que, en mi opinión, no merecen ocupar un espacio en una balda: novelas de catedrales escritas no con palabras sino con piedras, delirios de cátaros, códigos misteriosos que vienen a desvelar que Jesús de Nazaret era padre de familia numerosa, profecías mayas que pronostican el fin del mundo cada año y medio, novelas de detectives suecos, noruegos o islandeses, y hasta de la Barcelona de Gaudí. Luego están las obras de los escritores que parece que han sacado plaza en unas oposiciones; escritores que, escriban lo que escriban, la fama les alcanza para toda la vida… Hace tiempo que se me secó la leche de la humana benevolencia.
—Una especie de infierno, vamos.
—Dejémoslo en purgatorio. Siento tanto respeto por los libros que ni siquiera quemaría aquéllos que detesto.
—Vayamos al grano, digo al baño.
A tenor del elevado número de ejemplares que purgaban sus pecados en el cuarto de baño, Natalia era una crítica implacable. Había columnas de libros en una pequeña banqueta, en el cesto de la ropa sucia, en los anaqueles del mueble-espejo, y hasta en el interior del bidé.
—Aquí tienes El palco. Aunque si lo que te interesa es la biografía del autor, tengo algo mucho mejor que ofrecerte. Toma asiento.
—¿En la taza del inodoro?
—¿Recuerdas que ayer te dije que Serafín Estébanez era el autor de un libro en el que aparecíamos nosotros, una obra que estaba publicada pero que no se encontraba a la venta?
—Sí, según tú, habías leído la página donde aparecía reflejada dicha información.
—Y así es. Pero también he leído otra hoja donde se habla de este autor. Creo que lo que dice de él es más interesante que cualquier reseña biográfica. Voy a mostrártela.
El hecho de que aquel delirio pudiera tener visos de realidad me causó tanta sorpresa que acabé sentándome en la taza del inodoro, al tiempo que buscaba los datos biográficos que del autor figuraban en El palco. Sí, Serafín Estébanez había nacido en Málaga, en 1965. La pregunta era si le unía alguna clase de parentesco con el marchante de arte que mencionaba mi abuelo en su carta.
Al cabo apareció Natalia portando un cartapacio de badana del que extrajo una hoja impresa en caracteres bodoni, numerada con el guarismo 62 en el margen inferior. Desde luego, parecía la hoja de un libro viejo, si bien era incapaz de establecer su antigüedad.
—Parece una hoja arrancada de un libro –observé después de examinarla.
—Lo es. La hoja ha sido arrancada de un libro. Pero ahora, lee. Luego tendremos tiempo para las explicaciones.
Leí:
Tres noches de vigilia habían bastado para que Serafín Estébanez abandonara la novela que llevaba meses escribiendo. Ahora, sin embargo, cada vez que cerraba los ojos era el edificio de la Biblioteca Nacional el que se apoderaba de su mente. No obstante, lo que más le fascinaba era que sus propias cuitas figuraran en una obra de «El Solitario» editada en 1838, ciento setenta y dos años antes de que hubiese tomado la decisión de escribir el libro que estaba a punto de comenzar. Fuera una paradoja, fruto de un milagro o una simple broma, lo cierto era que en el encabezamiento del opúsculo figuraba su nombre como autor del mismo, a pesar de no haber aportado una sola palabra al texto. De modo que sólo tenía que dejarse llevar por la corriente, pues eso era exactamente lo que el libro en cuestión aseguraba que haría. Nada se lo impedía. Después de todo, no iba a ser el primer autor en apropiarse de la historia de otro. Incluso el poeta griego Naucrates había acusado en su día a Homero de plagiario, asegurando que tanto La Ilíada como La Odisea eran obra de una mujer llamada Fantasía, cuyos originales se encontraban depositados en la ciudad de Menfis cuando fueron copiados por el vate. La literatura estaba repleta de casos similares. Inspiración sin expiación, podía llamársele. Intertextualidad. Reminiscencia. Por no mencionar que «El Solitario» era antepasado suyo, de quien había heredado nombre y primer apellido. Lo importante consistía en saber ocultar de manera conveniente el plagio. Y en su caso, al tratarse de un libro manuscrito por «El Solitario», cuyo papel, al parecer, había sido el de mero amanuense, no corría peligro de ser descubierto. Bueno, existía otra copia de la obra en cuestión, pero estaba diseminada por la Biblioteca Nacional y, según indicaba el manuscrito que obraba en su poder, su recuperación formaba parte de la trama de la novela, del contenido.
En todo caso, se trataba de una obra apócrifa, por cuanto su autenticidad era dudosa. Desde el punto de vista argumentativo, no dejaba de ser original el hecho de que el propio autor reconociera estar cometiendo plagio. Semejante punto de partida podía resultar estrafalario, pero con todo confiaba en ganarse la simpatía del lector precisamente por tener el coraje de mostrarse ante él como un autor taimado. La finalidad de esta estrategia pasaba por llamar la atención del lector denostándose a sí mismo, admitiendo ser un escritor mediocre. Bueno, se trataba de una «sincera impostura», si cabía expresarlo así, una forma de narrar que pretendía transmitir al lector la idea de estar leyendo una confesión por parte del autor. ¿Acaso la literatura no era eso de principio a fin, una gigantesca impostura? Claro que corría el peligro de que el ardid se interpretara en el sentido contrario, que el lector pensara que aquella artimaña era propia de alguien enfermo de egotismo…
Al alzar la vista, comprobé que el rostro de Natalia era del mismo color que aquel papel, sobre el que se había depositado cierto cansancio ya antiguo, probablemente debido a las horas que le robaba al sueño para leer.
—Si El palco tiene esta misma aridez argumental, comprendo que se haya ganado un lugar de privilegio en tu cuarto de baño –me pronuncié–. Y ahora dejemos las bromas a un lado y hablemos en serio. ¿De qué va todo esto? ¿Quién demonio es «El Solitario»?
—Trataré de comenzar por el principio. Como ya sabes, mi padre se dedica a la compra y venta de libros antiguos. Libros en muchos casos raros, únicos. En muchos casos, también, quien demanda un libro raro es a su vez una persona especial, particular. En ocasiones, cumplir con los encargos por el procedimiento habitual, es decir, localizar el libro y realizar una oferta a su propietario, resulta imposible, con lo que hay que recurrir a otros métodos…
El repentino silencio de Natalia se me antojó una invitación para que fuera yo quien completara la frase:
—…¿Como el robo?
—Siempre por encargo. Pero