La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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Diamante: «Y me miró como uno que se estuviese ahogando entre la gente, entre las flores, entre tantas tiendas…».

      Todavía anduvimos un rato más por la zona, hasta que la ciudad comenzó a dar síntomas de ebriedad.

      Cuando por fin cerré la puerta de la casa de mi padre, tenía la sensación de que algo, en algún momento, se había desbordado.

      Tenía deseos de dormir, pero no podía. Ahora era yo quien creía ser una hidra policéfala. Una de mis cabezas pensaba en mi padre, en su fallecimiento, en el hecho de la muerte como contrapunto de la vida; otra, en cambio, tenía presente en todo momento a Natalia, cuyo comportamiento durante la noche se había convertido en un desafío para mí y a la que profesaba, ya no me cabía ninguna duda, un sentimiento puro y diáfano; una tercera se ocupaba de todo lo que tenía que ver con la casa, incluyendo los reflejos de la luna, que habían teñido el suelo y la pared del dormitorio de color plata; y una cuarta luchaba contra las otras tres y hacía por entregarme a Morfeo. No parecía haber jerarquía entre aquellas cabezas, con lo que tampoco en mi estado de ánimo había transición entre la aflicción y el contento, entre la excitación y el cansancio. Todo se mezclaba, se amalgamaba sin admitir siquiera la intercesión de mi conciencia o de mi voluntad. El hecho de que me sintiera un extraño en aquella casa tampoco ayudaba, más bien al contrario, pues la propia desnudez de las estancias –mi habitación se me antojaba inmensa– me hacía sentir incómodo, desnudo también. Y si trataba de no pensar, era lo mismo que dejar de respirar. Me asfixiaba. Para colmo, entre tanto, había surgido una nueva cabeza de hidra que no paraba de recordarme que, de continuar así, no cumpliría con mi cometido inicial: resolver los asuntos de mi padre, los trámites de su herencia, viajar hasta Málaga para reunirme con mi madre y regresar cuanto antes a Nueva York.

      Al cabo me dejé hipnotizar por el resuello acezante de la Gran Vía, semejante a una canción de cuna, que llegaba a mis oídos amortiguado por el doble cristal de la ventana.

      5

      ME despertó el aliento templado del primer sol de la mañana, que alcanzó mi rostro con el ímpetu de un perro fisgón que se hubiera detenido a olisquear una trufa. Me quedé un par de minutos en la cama, con los ojos abiertos, permitiendo que la lengua de aquel imaginario can untara de aspereza mis mejillas. El hecho de que el cielo estuviera despejado implicaba que no podría hacer planes con Natalia hasta que el sol se ocultara. Un fastidio. Aunque, a decir verdad, ya estaba acostumbrado. Siempre había sido así desde el primer día. Todo lo que tuviera que ver con el astro rey resultaba peligroso para su salud, de modo que las luces que alumbraban nuestra relación eran las sombras de la noche. Además, tenía por delante la tarea de poner en orden los papeles de mi padre, en caso de que los hubiere.

      Por fin decidí asomarme a la ventana y encararme con aquel día radiante, que en otras circunstancias hubiera bastado para despertar mi buen humor. La luminosidad era tan intensa que ensanchaba la visión de la ciudad y creaba un extraño efecto en los tejados, que parecían refulgir como escamas de un gigantesco pez. Más allá de Cibeles, un muro de calina y contaminación se erguía delante del Palacio de Comunicaciones, confiriéndole un aspecto turbio, etéreo, como si hubiera quedado aislado de la ciudad dentro de una nube flotante. Algo insólito teniendo en cuenta que el mes de noviembre entraba en su recta final. Pero el otoño parecía querer demorarse en llegar, cuando en realidad estaba a punto de extinguirse.

      Bajé a por un café al Starbucks que había en la esquina de Virgen de los Peligros con Alcalá. El ajetreo de la calle resonó en mis oídos con cierta inclemencia, aunque no tardé más de un par de segundos en acostumbrarme. Al igual que le ocurría a Nueva York, Madrid podía llegar a ser una ciudad tan irritante como desenvuelta, donde el silencio era estrangulado en cada esquina, en cada casa, a cada paso. El resultado era un rumor obstinado, constante, semejante al que provoca el estupor o el estremecimiento, que contraía la faz de la ciudad hasta congestionarla.

      En medio de aquel maremagno, la figura de doña Consuelo sobresalía como la de un coloso, imponiendo su poderosa voz por encima del rugido de los motores de los coches. Al parecer, trataba de convencer a la empleada de la Agencia Matrimonial Nazareth, cuyas oficinas se encontraban en la primera planta del edificio, para que le concertara una cita a su hijo, antes de que el corazón se le endureciera como una piedra.

      —Federico no debe saber nada, por descontado. Otra cosa, la muchacha que quede con él ha de evitar acercarse al Casino. Tampoco quiero que pase por delante de las cariátides que adornan el edificio del Instituto Cervantes, que están labradas en buena piedra y van ligeras de ropa. Lo preferible es que la joven sea fea, cegata, recatada y que le gusten las matemáticas. Ya le digo que, en caso contrario, será ella la que no quiera tener nada que ver con mi hijo. El pobre tiene la misma cara de polizón que su padre…

      Las palabras de la portera formaron un remolino delante de la nariz de la empleada de la agencia matrimonial, cuya réplica no se hizo esperar:

      —Oiga, que aquí no hacemos milagros.

      Pasé el resto de la mañana ordenando los papeles de mi padre, una colección de servilletas de los bares de los alrededores, de posavasos, de kleenex, en cuyos márgenes aparecían anotados números de teléfono, nombres o palabras sueltas. Por ejemplo, en un posavasos de la coctelería Del Diego, mi padre había escrito un número de teléfono móvil y un nombre: Marisa Puta. De la copia simple de la escritura de propiedad del piso o del local comercial no había rastro; en cambio, encontré una carta que mi abuelo le había remitido a mi padre en sus años de estudiante.

      En Madrid, a 15 de febrero de 1970.

       Querido hijo:

      Te escribo para prevenirte por si algo me ocurriera. Hace tres días entraron a robar en la tienda. Lo extraño es que los ladrones se limitaron a registrar todos los muebles –abrieron cajones y lo pusieron todo patas arribas– y a llevarse los libros de asientos, desde el primero hasta el último, desde que tu abuelo fundó el anticuario hasta nuestros días. Imagino que te estarás preguntando por qué me alarma el hecho de que no hayan robado nada de valor, hasta el punto de considerar que mi vida corre peligro. Bueno, he de reconocer que tal vez estoy exagerando, pero permite que me explique.

      Como muchos negocios a los que les tocó amamantarse durante la guerra, el origen del nuestro es, para expresarlo sin rodeos, turbio.

      Una vez la Guerra Civil hubo finalizado, tu abuelo trabó amistad con un hombre llamado Paul Winzer, que era el jefe de la Gestapo en Madrid. Por aquel entonces, el general Martínez Anido y Heinrich Himmler habían firmado un convenio según el cual cualquier alemán sospechoso de no apoyar a la causa nazi en España podía ser detenido y repatriado sin más. Para llevar a cabo las investigaciones correspondientes entre los miembros de la colonia alemana en España, Winzer empleó no sólo a connacionales, sino también a un selecto grupo de falangistas que, infiltrados, ayudaban a tender trampas a los sospechosos o incluso a apresarlos. Uno de estos elementos fue mi padre.

      Como recompensa por los servicios prestados, y en consideración a su condición de catalán, Winzer puso en contacto a tu abuelo con Kart Resenberg, cónsul del III Reich en Barcelona, quien le propuso tomar parte en un negocio que, a la postre, marcó el devenir de nuestra familia: la venta de un cuadro de Rembrandt, obra que había sido expoliada por los nazis, a través de la empresa Aduanas Pujol-Rubio, cuyo propietario era entonces un alemán llamado Karl Andreas Moser, y en la que también participó un marchante de arte de Barcelona apellidado Puigdellivol. Moser era además dueño de otra empresa farmacéutica, con sede en el Paseo Pujades, donde se reclutaban a agentes del Abwehr, que, una vez adiestrados, actuaban por toda la península.

      A través de Moser, tu abuelo entró en contacto con un tal George Henri Delfanne, agente de la Gestapo y asesino que se refugió en San Sebastián, quien era un apasionado del arte e introdujo en España numerosas obras maestras de la pintura europea expoliadas por los nazis. Luego estableció tratos con Alois Miedl, marchante de arte y amigo de Goering, que llegó a España procedente de Holanda con veintidós cuadros de dudoso origen, la mayoría de ellos de la colección de Jacques Goudstikker, fallecido en 1940 mientras huía de la ocupación nazi. Pese