La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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estrellas. / Pero aquí no hay luz, / salvo la que acompaña desde el cielo el soplo de la brisa / a través de oscuros verdores y caminos tortuosos de musgo».

      Sí, Natalia vivía aferrada a las sombras como otros llenaban la vida de sueños, de ahí que prefiriese la suave noche al cálido día, la penumbra a la claridad. Como gustaba decir de sí misma, era una lunática, un trozo de hemisferio sur viviendo en el hemisferio norte, donde el agua giraba en los desagües en dirección opuesta debido al efecto coriolis y las estaciones del año iban a contracorriente.

      Ahora sentía curiosidad por saber cómo el tiempo y la enfermedad la habían tratado.

      —¿Cuándo podré saludar a Natalia? –le pregunté al señor Santos.

      —Había pensado que comieras con nosotros en casa –sugirió.

      —Me parece una idea estupenda.

      —Deja las cosas en casa de tu padre y luego te unes a nosotros.

      —De acuerdo.

      —Así que te has convertido en todo un arquitecto –se descolgó el librero a continuación.

      —Acaban de concederme una beca para empezar a trabajar en un estudio de arquitectura en Nueva York. Comienzo dentro de dos meses.

      —Ya te imagino proyectando el rascacielos más alto del planeta. Tu padre se sentía muy orgulloso de ti.

      —Nunca me lo dijo –reconocí sin ocultar cierta decepción.

      —Me lo decía a mí. Y a todo el que compartía con él una copa.

      —Y supongo que también a sus compañeros de timbas –dije a modo de reproche–. No creo que sea lo mismo. No creo que sea suficiente.

      —A veces las enfermedades del alma son las que peor diagnóstico tienen. Si me permites que lo exprese sin ambages, tu padre se sentía un fracasado y temía contagiarte. Por eso no hizo nada por retenerte a su lado. Siempre creyó que te iría mejor con tu madre.

      —En estos últimos seis años, he hablado con él una docena de veces por teléfono, y en cinco de ellas me llegó el aliento a alcohol a través del auricular, a pesar de que nos separaban cinco mil kilómetros.

      —Heráclito dijo que el destino de un hombre es su carácter, y a tu padre le fallaba el suyo, lo que a su vez originó que su vida se complicara. Se le fue de las manos.

      Era probable que tanto Heráclito como el señor Santos tuvieran razón. Aunque había un detalle que el librero había pasado por alto. No era la gravedad, la solemnidad o la fugacidad de la existencia lo que había hastiado a mi padre; sino el hecho de no haberse tomado la vida en serio, como quien, de tanto acudir a fiestas, acaba aborreciéndolas. De modo que, paradójicamente, llevar un estilo de vida superficial y despreocupado, sin echar jamás el ancla o atar las amarras al embarcadero, era lo que había minado sus ganas de vivir, o mejor dicho de seguir viviendo, y provocado la zozobra. En realidad, lo que yo le reprochaba a mi padre era que hubiera tomado la decisión de quitarse la vida sin avisarme, sin enviarme una señal, tal vez a través de una llamada o de una carta llena de palabras graves o dolorosamente sentidas, que siempre hubiese callado el motivo de sus sufrimientos. Lo cierto era que, haciendo gala de una estoica resignación, mi padre se había limitado a vivir por inercia, como si desde su nacimiento hubiera estado desahuciado para la vida, y, en consecuencia, renunciado a tratar de conjurar a la muerte llegado el momento.

      2

      LOS dos edificios que conformaban la Casa de los Portugueses en los números 11 y 13 de la calle Virgen de los Peligros y el 24 de la calle Caballero de Gracia, conservaban el mismo aspecto extemporáneo que siempre, si bien ahora era capaz de apreciar su singularidad. No en vano, se trataba de un diseño ciertamente moderno para 1919, año de su construcción, donde destacaban la estructura metálica vista, los grandes ventanales y el original tratamiento de los volúmenes, con un novedoso sistema de terrazas en el ático, que incluía también cúpulas, torretas y buhardillas, además de una serie de falsos arcos segmentados que formaban parte de la balaustrada de la terraza superior. Aunque, desde mi punto de vista, lo más interesante del conjunto estribaba en el hecho de que mientras en las primeras plantas, dedicadas a uso comercial, el material predominante era el cristal, a partir del cuarto piso prevalecía la cantería. A pie de calle se tenía la impresión de que los dos edificios eran más altos de lo que en realidad eran, pues el pináculo ondulante que coronaba el edificio le confería el aire estilizado de ciertas crestas. De hecho, la torre hexagonal con decoración cerámica que daba a la fachada, en la intersección de las calles Virgen de los Peligros y Caballero de Gracia, semejaba una roca pelada, tal que un remoto vestigio esculpido por la erosión sobre una cima.

      Pese a que se trataba de un edificio más comercial que noble, la ubicación del mismo, a escasos pasos de la Gran Vía, la calle más concurrida de Madrid, compensaba la falta de elementos ornamentales que otorgaran distinción o fastuosidad a su fachada. Su singularidad, empero, era tal que provocaba que quienes contemplaban la Casa de los Portugueses se formularan la siguiente pregunta: «¿Qué clase de gente vivirá aquí?».

      En julio de 1939, mi bisabuelo había adquirido un local comercial que ocupaba parte de la primera y segunda planta, y un espacioso ático con una amplia terraza y una torreta circular, desde la que se divisaba casi todo el centro de Madrid. Como el propietario era un republicano que había tenido que abandonar el país a la conclusión de la Guerra Civil y la finca estaba a punto de ser objeto de incautación por parte de las autoridades, el precio del lote resultó una ganga, según oí decir en mi casa. Ni el piso ni el local eran suntuosos, aunque tampoco eran humildes. Para empezar, todas las estancias miraban hacia el exterior, aunque no se trataba de un capricho del arquitecto –el insigne don Luis Bellido y González–, sino de una obligación, habida cuenta que la finca se levantaba sobre un solar demasiado estrecho. Luego, cuando mi abuelo tuvo necesidad de independizarse, compró un piso en la cuarta planta, el mismo que mi padre vendió años más tarde al señor Santos, quien consiguió además que le fuera arrendado el local comercial que, hasta entonces, había albergado el anticuario Dalmau. La mala venta efectuada por mi padre, por tanto, vino a compensar la buena compra realizada por mi bisabuelo, como si el arte del latrocinio también tuviera su justicia poética. Yo tenía por aquel entonces trece años, pero ni aunque hubiera contado con medio siglo a mis espaldas hubiera aceptado unirme como prosélito a las desastrosas empresas que emprendía mi progenitor. Además, estaba mi madre, quien necesitaba parte del dinero que el señor Santos había pagado por el piso de mi abuelo para rehacer su vida y procurarme una buena educación.

      Poner los pies en el portal y oír la voz de doña Consuelo, la portera, fue todo uno.

      —¿A qué piso va, joven? –me interrogó como si yo fuera un desconocido, al tiempo que me escrutaba de pies a cabeza.

      —¡Pepe! ¿Eres tú? ¡Si hace esto –la mujer juntó las falanges de los dedos pulgar e índice de la mano derecha para indicar poquedad– eras una raspa! –añadió al reconocerme–. ¡Pero dónde tengo la cabeza! Lo primero es lo primero: mi más sentido pésame.

      Ahora la misma mano dibujó una cruz en el rostro de la mujer.

      —Muchas gracias –dije.

      Desde pequeño había albergado la creencia de que doña Consuelo era una mezcla de ser entre imaginario y real. Ficticio en tanto que su aspecto recordaba al de una bruja de nariz ganchuda, ojos profundos y maliciosos, espalda encorvada, y una mata de cabello de tono entre amarillento y verdoso semejante a las retamas que se emplean para fabricar escobas. Por no señalar que tenía cierta vena de malicia. Efectivo por cuanto que había convertido el chiscón que servía de portería en el tabernáculo donde se guardaban los sagrados secretos de todos y cada uno de los vecinos de la finca. Nadie traspasaba la frontera que separaba la calle del portal sin su consentimiento, de la misma manera que nadie incurría en un impago o en un desliz sin que llegara a su conocimiento. Semejante información le otorgaba un poder omnímodo, pues se arrogaba el derecho de amonestar al culpable como si le estuviera trasladando una confidencia, y si al cabo de los días esta muestra de condescendencia