La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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la Real Academia de la Lengua, y a ser posible gustaba presentarse ante su interlocutor como una epifanía, como una aparición, de sopetón, por sorpresa. Doña Consuelo se bastaba y sobraba para crear un ambiente de comunidad del que los inquilinos carecíamos, en el que los chismorreos, por descontado, habían sido elevados a la categoría de ritual. Tan pronto su boca se llenaba con un «Ave María purísima sin pecado concebida» como de su garganta brotaba una retahíla de improperios tan lesivos para quien iban dirigidos como el ácido sulfúrico. El resto del tiempo lo pasaba rezongando y susurrando entre dientes, hablando en un idioma más parecido al arrullo de las palomas que a cualquier lengua creada por el hombre. «Me pilla usted rezando al Santísimo Cristo de la Agonía», decía entonces. Se refería a la imagen del crucificado que colgaba de una de las paredes del vecino Oratorio del Caballero de Gracia, donde, de hinojos, pasaba buena parte del sábado y del domingo. Doña Consuelo tenía además un cómplice, un enorme espejo que ocupaba la pared que quedaba justo enfrente de la entrada, con lo que estudiaba el reflejo de su oponente antes de enfrentarse a él. «Me basta con echarle un vistazo al retrato para saber cómo está pintado el cuadro, si la pintura es buena o mala», decía jactanciosamente, como si fuera, en efecto, una experta en arte tanto como en psicología.

      —¿Y mamá, cómo se encuentra? –me preguntó a continuación.

      —Mamá está bien, gracias –respondí.

      —¿Sigue viviendo en Málaga?

      —Sí. Volvió a casarse y allí vive.

      —Yo no conozco Málaga, porque me pasa lo mismo que a Natalita Santos: el sol me derrite. Dale recuerdos de mi parte a tu madre cuando la veas.

      —Lo haré. ¿Y por aquí, cómo van las cosas?

      —Peor que nunca, hijo mío, peor que nunca. Si yo te contara…

      Mujer dotada de un proverbial pesimismo, bastaba con que su interlocutor aludiera al sol que brillaba esa mañana en la calle y a la buena temperatura, para que respondiera: «¡Ya lo pagaremos!».

      —¿Y Federico? –me interesé por su hijo.

      —En las nubes, nunca mejor dicho. Se pasa el día en la azotea. Aunque, para serte sincera, prefiero que no se mueva de allí. Hace unos meses lo dejé a cargo de la compra familiar, para que no se entumeciera demasiado de no hacer nada, tú ya me entiendes. Pues bien, el primer día todo fue sobre ruedas, pero a partir del segundo empezó a demorarse, a llegar cada vez más tarde. Además, noté que se emperifollaba más de la cuenta, se disfrazaba de galán. Cuando le pregunté los motivos de tanto retraso y acicalamiento, me respondió ufano: «Es que me he enamorado de una de las ninfas del Casino de Madrid». Le dije al muy idiota que era preferible que buscara consuelo en el regazo de una fulana antes que darse de cabezazos contra un trozo de piedra. Desde entonces me dirige la palabra lo justo y ha duplicado las horas que pasa en la terraza.

      —Ya se le pasará.

      —¿El amor por las piedras? Sólo me falta que ahora me diga que quiere estudiar Geología. Para lo que nos ha servido la carrera de Económicas… Francamente, me preocupa Federico porque no quiero que acabe ahogándose en un vaso de whisky, como le ha pasado a tu padre.

      —Comprendo.

      Un sahumerio con olor a cocido y repollo salió de la casa de la portera a nuestro encuentro.

      —Tengo en la olla cónclave de garbanzos. Parece que ya hay fumata blanca. Tengo que dejarte –se excusó.

      Hollar la casa de mi padre fue lo mismo que penetrar en su intimidad, en su alma. A pesar de que había vivido allí mi infancia y parte de mi adolescencia, nada más abrí la puerta me embargó una sensación comparable a la que tuvo que sentir Jonás cuando fue tragado por la ballena. Me sobrevino un sentimiento de miedo y de desamparo, como si acabara de adentrarme en un lugar inhóspito y hostil, como si nunca hubiera pertenecido a aquel lugar, de ser un intruso. De hecho, la casa había sido despojada de casi todos aquellos objetos que habían adornado la vida de mi bisabuelo primero, de mi abuelo y mi padre después, y hasta la mía propia en época más reciente, Por ejemplo, no había rastro de la sobria cómoda de estilo Biedermeier que había pasado los últimos sesenta años anclada en el hall, o del recibidor de cerezo Chippendale, o del librero de vitrina de estilo Reina Ana, o del velador de caoba de Thomas Sheraton, o de la pareja de asientos Bergere de estilo Imperio, tan vistosos como incómodos. ¿Qué había sido de aquellos muebles pesados y de aquellas habitaciones llenas a rebosar, exuberantes? Resultaba evidente que mi padre había convertido el tradicional amontonamiento en vacío, algo que, en definitiva, estaba en consonancia con la situación general de su espíritu. Incluso la porción de suelo que otrora cubrían las alfombras persas de Keshan había sido invadida por una miríada de haces perpendiculares que, después de atravesar los ventanales y una nube de polvo flotante, saltaban en chispas de luz al chocar contra la madera. Aquella irradiación, empero, no hacía sino agrandar la sensación de desnudez que se había adueñado de la casa, de la misma manera que la luz que entra por la vidriera de una catedral da medida de la proporción de su espacio. Pensé en una mujer elegante y siempre bien arreglada que de pronto se ve obligada a despojarse de sus joyas y abalorios. Su piel vuelve entonces a recobrar la luminosidad de antaño, que ocultaban las galas y alhajas. Pero como estamos acostumbrados a la artificiosidad, es la naturalidad recobrada la que llama nuestra atención. Lo más extraño de todo era que aquella casa había sido el reino de mis años adolescentes, un lugar vivo, un refugio seguro, y sin embargo ahora era incapaz de reconocerla. Cuando era pequeño y regresábamos de un viaje o de unas vacaciones, experimentaba una emoción que, de tan intensa, yo la equiparaba con la felicidad plena. Claro que no era la felicidad la que había cambiado, sino mi forma de relacionarme con ella. Según los científicos, el cuerpo mudaba sus átomos cada siete años, el tiempo aproximado que yo llevaba sin pisar la casa de mi padre. Eso significaba que había completado una renovación, que ya no era la misma persona física, mental y espiritualmente, aunque algunas de estas modificaciones resultaran imposibles de mensurar. ¿Por qué no pensar que este mismo principio era también válido para las casas?

      Después de llevar a cabo un exhaustivo reconocimiento de las habitaciones, descubrí que los únicos muebles que había eran dos camas individuales (una de ellas en el que había sido mi dormitorio), dos mesitas de noche, un viejo arcón con ropa de hogar, un armario y un butacón tapizado en cuero con su correspondiente escabel. Ni siquiera había cubertería o vajilla, exceptuando un par de vasos para beber tragos largos alrededor de una botella de whisky, menos aún una mesa donde poder comer. Estaba claro que mi padre hacía tiempo que había perdido todo interés por aquella casa. Incluso pensé que, de no haberse quitado la vida, no habría tardado mucho tiempo en desprenderse de ella.

      Antes de bajar a casa de los Santos, abrí las puertaventanas que unían el interior de la vivienda con la terraza a modo de sortilegio, como si creyera que fuera necesario alguna clase de encantamiento, confiriéndole al aire fresco un poder regenerador.

      3

      ATRAVESÉ el corredor que me separaba de Natalia como si me encaminara a vivir una aventura, con el corazón latiéndome apresuradamente y una vitalidad exagerada. Desde luego deseaba encontrarme con ella, pues siempre había sido para mí un estímulo, pero en cambio no le hallaba explicación a mi estado de excitación desmedida, a la intranquilidad que me hacía estremecer como el enamorado que, vencida la desesperación que provoca una larga ausencia, sabe próximo el encuentro con la persona amada. Los seis años transcurridos desde la última vez que nos viéramos habían revestido mi corazón de una gruesa coraza que me protegía de los embates del amor, al menos eso creía. O mejor dicho, en el tiempo que habíamos pasado separados había llegado a la conclusión de que mis sentimientos obedecían a un impulso más propio de la adolescencia que a un afecto consolidado. El tiempo, pues, había puesto las cosas en su sitio, como suele decirse, había cicatrizado las heridas, y en mi opinión esa circunstancia me otorgaba cierta ventaja –poner un poco de distancia en el mundo de las emociones siempre lo es por cuanto que amplía nuestra perspectiva–, que desde luego quería conservar. Ahora, un instante antes de que se celebrara la justa, me daba cuenta de que las flechas de Cupido eran invisibles