La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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insondable de mi corazón. ¿Dónde estaba el hombre seguro de sí mismo que llevaba seis años viviendo en Nueva York? ¿Acaso no había viajado conmigo? ¿Por qué no podía controlar mi ardor de amante cuando unos instantes antes ni siquiera creía serlo? ¿Es que el amor podía quedar suspenso en la memoria como una mota de polvo en el aire, sin que uno lo percibiera? Verme en esa situación me hizo sentir vergüenza, no porque no hubiera calibrado en su justa medida mis sentimientos hacia Natalia –que también–, sino por el hecho de haber encontrado un acicate el mismo día que había depositado las cenizas de mi padre en el frío nicho de un columbario. De modo que me impuse contención justo en el momento del reencuentro, pues, aunque sólo fuera eso, le debía cierta lealtad póstuma a mi progenitor. El hecho de que me quedara atónito al verla, me sirvió de gran ayuda cuando sus ojos se levantaron para ir al encuentro de los míos. El amedrentamiento me duró tanto tiempo que tuvo que ser ella la que tomara la iniciativa.

      —Siento mucho lo de tu padre, Pepe. ¿Cómo te encuentras? –dijo.

      Sus palabras acariciaron mi rostro como una brisa fresca.

      —Gracias. Me encuentro bien dentro de lo que cabe. Ha sido todo tan inesperado… ¿Y tú, qué tal estás?

      Por su aspecto, era obvio que Natalia se encontraba perfectamente. Pese a que la enfermedad había impedido que la belleza floreciera en sus facciones, en cambio sus rasgos eran regulares y buscaban la armonía. Ya he mencionado que su tez era de una palidez sobrecogedora, pero he omitido señalar que estaba iluminada por dentro, de modo que contemplar el rostro de Natalia podía compararse con mirar el óvalo de la luna. En este escenario figurado, sus ojos eran dos cráteres sumidos en una eterna penumbra. Si uno se acercaba con el fin de observarlos con más detalle, descubría entonces que estaban ocupados por un magma negro como el carbón que ocultaba una mirada tímida y al mismo tiempo ansiosa.

      —Sigo atada a la porfiria, pero si bien la enfermedad no ha conseguido corromper mi cuerpo, he dejado que los libros hagan lo propio con mi espíritu –respondió–. Me he entregado a ellos por entero. Me alimento de ellos. Mi padre siempre dice que los libros son espejos donde buscamos reconocernos…

      —«Porque hoy vemos como en un espejo, confusamente…», Epístola a los Corintios, I, 13 –se inmiscuyó Santos en la conversación.

      La intervención del librero me devolvió bruscamente a la realidad, representada en este caso por una estancia de aspecto lúgubre y algo sofocante. Las paredes estaban revestidas de viejos libros, dispuestos en severas filas, tal que pequeños soldados en formación, que destilaban una fragancia rancia, tan densa como la propia pulpa del papel. Los había de lomo púrpura, verde claro, verde esmeralda, azul, burdeos, etc., con vistosos florones, nervios y tejuelos; unos ejemplares estaban forrados en tafilete; otros, en cambio, estaban encuadernados en cordobán. También los había empastados en piel francesa de ternera u oveja, con jaspeados que imitaban la concha de las tortugas, o a la inglesa en badana castaño, más humildes en cuanto a aspecto. El único hueco de la pared donde no había libros lo ocupaba una tablilla admonitoria, idéntica a otra que había en la librería propiamente dicha, que rezaba: «Aquél que robe o se lleve en préstamo y no devuelva un libro a su propietario, que se convierta en una serpiente en su mano y le desgarre. Que le aqueje parálisis y todos sus miembros se malogren. Que languidezca con dolor pidiendo misericordia…». Aunque no resultaba fácil leer el texto o apreciar la filigrana de los lomos por la falta de luz, ya que de las ventanas colgaban dos gruesas cortinas de terciopelo de color granate. La madre de Natalia había muerto de una variante aguda de la enfermedad que ella padecía, de modo que mantener una atmósfera de oclusión no sólo perseguía evitar a toda costa que la luz del sol penetrara en la vivienda, sino también que la parca diera con su paradero. De nada había servido que los médicos aseguraran que la vida de Natalia no corría peligro, siempre y cuando siguiera unas pautas de comportamiento: la primera de todas evitar la luz del sol, naturalmente; no ingerir alcohol o tomar medicamentos que pudieran precipitar un ataque; y seguir una dieta rica en carbohidratos. Pero la posibilidad de que Natalia corriera la misma suerte que su madre atormentaba al señor Santos sobremanera, por encima incluso de cualquier docta opinión, de ahí que hubiera transformado la casa en un oscuro santuario para su hija, que en realidad no era otra cosa que la morada de sus miedos y temores. De hecho, el señor Santos llevaba a cabo continuas búsquedas por las distintas estancias, examinaba éste o aquél rincón, como si anduviera detrás de uno de sus tesoros bibliográficos que se hubiera descarriado del rebaño, cuando lo que pretendían aquellas maniobras era comprobar que todo estaba en orden, que ningún peligro se había colado en la casa de manera subrepticia. Como en todo hogar donde habita un enfermo crónico, la superstición y lo cotidiano se confundían como si compartieran la misma inmanencia.

      —Tienes que contarme un millón de cosas sobre Nueva York –se desmarcó Natalia.

      La falta de armadura me dejó de nuevo desguarnecido, hasta el punto de pensar que detrás de aquellas palabras se escondía una petición: que le abriera mi corazón.

      —Deja que el muchacho respire –se inmiscuyó de nuevo el señor Santos.

      —Es a mí a la que le falta el aire encerrada entre estas cuatro paredes todo el día –se quejó.

      ¿Era un reproche dirigido a sí misma?

      —Ahora que Pepe ha vuelto, podrás salir más a menudo a la calle –sugirió el librero.

      —¿Esta tarde? ¿Tienes algo que hacer esta tarde? –me interrogó Natalia.

      ¿Había cierto grado de súplica en sus palabras o me lo estaba figurando? De lo que no cabía duda era de que había formulado su propuesta con vehemencia. Desde luego, su forma de hablar había ganado en energía con respecto a cuando era una jovencita de dieciocho años y su discurso resultaba demasiado extático e incomprensible, como si la enfermedad que la mantenía aislada del mundo la hubiera dotado a su vez de un lenguaje propio, tan oscuro como la falta de luz que marcaba su existencia. A estas alturas me había vuelto exorable a cualquier petición que saliera de su boca, así que dije:

      —No, no tengo nada que hacer.

      —Podemos ir a la Casa del Libro primero y luego nos damos una vuelta por Chueca. Quiero comprar la última novela de Serafín Estébanez.

      —Perfecto.

      —Recógeme en cuanto el sol se ponga.

      «Recógeme en cuanto el sol se ponga». ¿Cuántas veces había oído esas palabras? ¿Cien, doscientas, tal vez doscientas cincuenta? Y cada vez que las escuchaba experimentaba el mismo estallido de emoción. Salir a la calle con Natalia, dadas sus circunstancias, no era un acto trivial, pues suponía alejarla momentáneamente de sus particulares hábitos. Su obsesión por los libros, por ejemplo, no facilitaba las cosas; todo lo contrario, la incomunicaba, como si estuviese buceando y con cada nueva lectura aumentara la profundidad de la inmersión. Siempre he pensado que los libros surten un efecto beneficioso en las personas, por cuanto son como tablas que flotan en medio del vasto océano a las que poder asirse en caso de naufragio, nos ayudan a comprender el mundo que nos rodea con mejores armas, con un número mayor de elementos de juicio. En ese sentido, la lectura sería comparable a disponer de un comodín en esa partida de naipes que es la vida. Natalia, en cambio, experimentaba el efecto contrario con cada nueva lectura, que a la postre se convertía en un lastre para su espíritu, el cual se veía a su vez arrastrado hacia las abisales profundidades de la conciencia. Daba la impresión de que en vez de acercarse a las cuestiones mundanas a través de los libros, su intención era la de alejarse de ellas, como si éstas no estuvieran en consonancia con su verdadera esencia. ¿Acaso no había ya suficiente oscuridad en su vida? ¿No era la hora de que venciera su desconfianza, de que se enfrentara de una vez por todas a la realidad, la misma que pintaba el mundo de colores y lo perfumaba con brisa fresca? Sí, la calle era el símbolo de la superficialidad, de los comentarios intrascendentes, el lugar donde yo podía llevar a cabo mi particular cruzada para arrastrarla al mundo de la luz.

      —De acuerdo.

      —Ahora, háblame de Nueva York –insistió.

      —Nueva York puede esperar hasta la sobremesa