La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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hubo otras pinturas que el marchante de Goering introdujo en el país de manera clandestina y en cuya venta medió mi padre.

      Hubo otros nombres, pero sería demasiado prolijo de contar. Lo importante es que sepas que tu abuelo participó de manera activa en la distribución del material saqueado, a la vez que se prestaba como testaferro de ciertos individuos en la compra de arte.

      Emilio de Navasqüés, subsecretario de Economía, Exteriores y Comercio, a quien el gobierno de Franco encargó estudiar qué hacer con los nazis afincados en España y sus testaferros, habida cuenta que al finalizar la contienda los aliados reclamaron la entrega de todos ellos, dividió en tres categorías a estos suplantadores: el hombre de paja de buena fe, que ha confesado su carácter; el hombre de paja contumaz, que lo niega; y el hombre de paja aprovechado. Tu abuelo, mi padre, pertenecía a este último grupo.

      Pese a que al finalizar la guerra mundial se elaboraron censos con las obras de arte desaparecidas, muchas jamás aparecieron, lo que no fue óbice para que instituciones internacionales y cazadores de recompensas se pusieran manos a la obra para tratar de encontrarlas.

      Desgraciadamente, tu abuelo tenía un temperamento demasiado enérgico e impetuoso, demasiado proclive a significarse, cuando lo que la situación requería era todo lo contrario: discreción y prudencia en los cometarios. Pasar desapercibido. Te pondré un ejemplo. En cierta ocasión, estando en Barcelona, me monté con él en el autobús de línea. A mitad de trayecto, dos parroquianos se pusieron a hablar en catalán. La reacción de tu abuelo no se hizo esperar: saltó de su asiento como un resorte, se dirigió a los dos hombres y, tras abofetearlos en público, les espetó: «¡Hablen ustedes correctamente o la próxima vez pongo este atropello al castellano en conocimiento de la policía!». Nadie se atrevió a rechistar.

      Por aquel entonces, tu abuelo conservaba en su poder un cuadro de una virgen lactante con niño, atribuido a Anton van Dyck, que había llegado a sus manos doblado en una maleta y cuya procedencia era, al parecer, el Kunsthistorisches Museum de Viena.

      Como la presión internacional era cada vez mayor, no le quedó más remedio que deshacerse de la pintura en enero de 1949. En realidad, lo que hizo fue permutar el óleo de Van Dyck por una serie de antigüedades, muebles y porcelanas en su mayoría, con un marchante de arte malagueño llamado Serafín Estébanez. La finalidad de esta transacción, obviamente, era lavarle la cara al negocio familiar y zafarse de camino de la presión internacional, representada en la figura del subsecretario de Navasqüés.

      Bueno, los cazadores de recompensas, en nombre de los gobiernos agraviados por los nazis o de los particulares cuyas colecciones privadas fueron expoliadas, han intensificado su trabajo ahora que la ciencia detectivesca cuenta con mayores y mejores medios, y es en este escenario donde enmarco el robo de los libros de asientos.

       Es probable, pues, que en ellos se hallen las claves para encontrar algunas obras de arte que desaparecieron durante la II Guerra Mundial. Desde entonces, me he formulado cien veces la misma pregunta: ¿supone este robo (inocente en apariencia) un preludio de un peligro mayor? ¿Nos están vigilando? ¿Qué quieren de nosotros?

      Espero que tu estancia en Londres esté resultando provechosa.

      Tu padre,

      Jaime Dalmau.

      Siempre que mi abuelo se vanagloriaba del hecho de que todos los descendientes de la familia hubieran nacido varones, mi padre le replicaba diciéndole que probablemente era debido a que formábamos parte de uno de los exclusivos programas genéticos del doctor Joseph Mengele, amigo de la familia, quien, entre otras muchas habilidades, había sido capaz de fabricar bebés a la carta después de experimentar en Auschwitz con cobayas humanas. En las dos o tres ocasiones que oí a mi padre pronunciar el nombre de aquel médico con fama de carnicero, siempre pensé que lo hacía con tono jocoso. Por descontado, daba por hecho que mi familia no había mantenido relación alguna con semejante monstruo. Ahora veía claro que se trataba de un comentario sarcástico que escondía un reproche mucho más profundo. Incluso se me ocurrió pensar que el contenido de aquella carta era el verdadero motivo por el que yo había sido bautizado con el nombre de José y no el de Jaime, rompiendo así una tradición de cuatro generaciones. Se trataba de una mera suposición, pero el hecho de que mi padre hubiera conservado aquella carta ponía de relieve el impacto que le había causado. En 1970, mi padre era un joven de veintitrés años que se había trasladado a Londres para aprender inglés y curtirse en el mercado internacional de antigüedades. Sin embargo, a su regreso a finales de 1973, no dio muestras de querer continuar con el negocio familiar, aunque fue obligado a hacerlo. Al parecer, mi padre no carecía de habilidades mercantiles, lo que le faltaba era ilusión, fuerzas para luchar por un negocio en el que había dejado de creer. Según tengo entendido, llegó a plantearle a mi abuelo la necesidad de cambiar de actividad empresarial, pues estaba convencido de que la convulsa situación política y económica, el desorden del sistema monetario internacional precipitado por la caída del dólar y el brusco aumento del precio del petróleo, suponía el final de la supremacía de la clase social a la que pertenecía mi familia. La España de Franco no volvería a ser la misma después de 1973, y eso era algo que sólo podía comprender quien, como mi padre, había tenido el privilegio de pasar unos años en el extranjero con mentalidad de expatriado. El sentido de inamovible permanencia, casi de eternidad, que pretendía transmitir el régimen franquista al país, no era más que el contrapunto de la verdadera realidad: España era una nuez aprisionada entre las tenazas de un cascanueces que estaba a punto de partirla en mil pedazos. Pero mi abuelo no se dejó convencer, persuadido por la idea equivocada de que el barco que estaba a punto de naufragar seguía siendo más seguro que el pequeño bote salvavidas que mi padre le ofrecía frente a la inmensidad del océano. Para mi abuelo, la crisis no era más que una de tantas, otra de esas revoluciones sustentadas sobre esa máxima que dice: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». La pregunta era si en este proceso que llevó a mi padre al desaliento influyó, además de la crisis económica, el contenido de aquella carta. Teniendo en cuenta que nadie puede enmendar lo irreversible, la respuesta más plausible era que no, de lo contrario habría llevado a cabo la idea de cambiar de negocio a la muerte de mi abuelo, cosa que no hizo. La única certeza que tenía era que fue en aquella época cuando una tenaz amargura envenenó para siempre el corazón de mi padre, que acabó pudriéndose.

      En cuanto a mí, había heredado los nervios templados de mi madre y su capacidad para encajar golpes, de modo que el contenido de aquella carta no me afectó demasiado. Siempre había sabido que el estraperlo y el contrabando estaban detrás del negocio fundado por mi bisabuelo, siempre había estado al tanto de los vínculos que ciertas organizaciones fascistas mantenían con mi familia, mi primer catón habían sido precisamente las arengas filonazis de mi abuelo, sus recuerdos de la División Azul primero y de la defensa de Berlín más tarde, justo antes de que la capital de Alemania cayera en manos de los rusos.

      Sin embargo, había un nombre en aquella carta que llamó mi atención: Serafín Estébanez. ¿No se llamaba así el autor de la novela que Natalia había comprado la noche anterior? La carta de mi abuelo hablaba de «un marchante de arte malagueño». ¿Tenían algo que ver o se trataba de una mera casualidad?

      Decidí pasar por casa de Natalia para que me dejara echar un vistazo a El palco.

      6

      ME di de bruces con el señor Santos en el rellano, justo cuando se disponía a cerrar la puerta de su casa.

      —¿Puedo ver a Natalia?

      —¡Naturalmente, pasa! Está haciendo sus ejercicios diarios de teatro –me dijo.

      —¿Ejercicios de teatro?

      —¿Qué esperabas de una libroadicta consumida por la anemia, que hiciera pilates por las mañanas? Cree ser lady Macbeth y yo uno de los antagonistas de su marido, al que piensa asesinar, así que me bajo a la librería antes de que le dé por clavarme el abrecartas a traición.

      Encontré a Natalia, en efecto, en plena declamación.

      —«La