La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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había corrido en paralelo al de su propia familia, cuyo momento de esplendor había tenido lugar en los meses posteriores a la victoria de Franco, cuando mi bisabuelo fundó el anticuario Dalmau, cuyo nutriente principal fueron las obras de arte de estraperlo durante los años de la posguerra. En aquel entonces, no había capricho que Jaime Dalmau, mi bisabuelo, no pudiera conseguir para un cliente, haciendo valer en la mayoría de los casos su condición de catalán antinacionalista afincado en Madrid, su desprecio por la lengua catalana (ni siquiera me atrevo a emplear la expresión «lengua madre» por temor a que se revuelva en su tumba), el yugo y las flechas que se había hecho tatuar en el brazo derecho, su antiparlamentarismo furibundo y sus contactos con la élite del régimen. Según le gustaba decir a mi bisabuelo de sí mismo, el hecho de haber nacido «entre el estruendo de las armas», cuando se libraba la guerra de Cuba, y de haber participado en la contienda del Rif, le había dotado de un genio atrabiliario y beligerante, idóneo para prosperar en tiempos revueltos. Jaime II, mi abuelo, heredó por tanto un negocio consolidado en una España en pleno desarrollo económico, donde los ricos y los pobres eran cada vez más ricos a decir de los más pudientes. Años después, la crisis del petróleo del setenta y tres y el cambio de régimen dieron paso a una lánguida decadencia del negocio primero y a un pertinaz ocaso más tarde, del que fueron víctimas mi padre, recién llegado como quien dice a aquel mundo a punto de la obsolescencia, y, en última instancia, también los clientes, que se habían desconchado a la par que las paredes del local. Renovarse o morir, reza el dicho. Mi padre no hizo lo uno ni lo otro. Se dejó arrastrar por la nostalgia y la añoranza, que es lo mismo que hacer el camino de la vida en la dirección opuesta, la que nos lleva hacia el futuro.

      Ahora, con la urna cineraria entre los brazos –una suerte de trofeo deportivo que no hacía sino aumentar la sensación de confusión que me embargaba–, a punto de depositarla en el pequeño nicho del columbario elegido para albergarla durante los próximos cincuenta años, sentía que una certeza existencial apretaba mi garganta con dedos tan firmes que apenas si podía respirar: toda vida es insignificante, incluso la de aquéllos que han pasado la existencia tratando de significarse.

      —Es hora de marcharse, muchacho –me susurró el señor Santos, el hombre que había servido de báculo y sustento de mi padre en los últimos años, pues gracias a que había arrendado el local del negocio familiar para convertirlo en una librería de viejo, mi progenitor recibía la renta que le permitía subsistir.

      —Sí, ahora mismo –intervine.

      Luego Santos apoyó suavemente una de sus huesudas manos sobre mi hombro para procurarme un consuelo que, para ser sincero, yo no demandaba. Siempre había sentido una profunda lástima por mi padre, al que un cúmulo de malas decisiones había conducido al derrumbadero. He oído decir que cuando un hombre levanta un imperio (en el caso de mi familia un modesto negocio), su hijo lo mantiene y su nieto lo dilapida. Ése había sido el caso de mi progenitor, quien nunca había conocido el hábito del ahorro. Si comparamos el trayecto que lleva a un hombre de la vida a la muerte con un viaje en metro, mi padre había llegado a la última parada pasando primero por las estaciones de la bebida, el juego y la vida licenciosa. En ese viaje, naturalmente, nos perdió a mi madre y a mí.

      —No quiero parecer pesado, Pepe, pero tengo muchos asuntos que atender –insistió el señor Santos.

      El timbre de voz del librero era agudo y desgarrado, y recordaba al sonido que emite el cuero viejo de un sillón cuando entra en contacto con el cuerpo de una persona. Hombre de largos huesos y carnes magras como las de un galgo de carreras, su físico presentaba cierto deslabazamiento, semejante al de una marioneta; sus pómulos, resecos y macilentos, tenían el pellejo tan pegado al hueso que ni siquiera admitían un pellizco. Vestía con una elegancia desusada, y sus ademanes y modales, llenos de mansedumbre y corrección, eran propios de alguien que ha recibido una educación esmerada. Poseía además una vastísima cultura, y hablaba y leía en no menos de seis lenguas, si bien su cualidad más relevante era el amor devoto que sentía tanto por los libros como por Natalia, su hija, quienes alimentaban su espíritu y llenaban de luz su vida. Como todo amante de los libros, era más propenso a coleccionarlos que a venderlos, y como buen padre entusiasta tendía a acaparar a su hija más de la cuenta. Una inclinación que, en su caso, estaba más que justificada considerando que Natalia padecía porfiria cutánea, enfermedad de origen metabólico cuyo síntoma más evidente es la aparición de ampollas en las partes del cuerpo que están más expuestas a la luz solar. Como decía el propio señor Santos, Natalia era un sol en sí misma y su sola presencia bastaba para iluminar la estancia en la que se encontrara, aunque tuviera que vivir con las cortinas corridas.

      Según me había contado el señor Santos esa misma mañana, cuando fue a recogerme a la T4 del aeropuerto de Barajas, Natalia se encontraba bien, aunque demasiado centrada en la lectura, hasta el punto de haber decidido convertirse en escritora después de estudiar filología hispánica en la universidad a distancia. Que el señor Santos, bibliófilo compulsivo, considerara la afición de Natalia por la lectura y su vocación por la escritura como un motivo de preocupación, no era sino la manera de decir que su hija salía y se relacionaba poco o nada, es decir, que vivía en un régimen de aislamiento poco saludable, sobre todo considerando que ya había cumplido los veinticinco. Yo mismo había tenido que saltar en numerosas ocasiones por encima del muro de incomunicación que la propia Natalia había levantado en torno a su persona, habida cuenta que sólo consentía salir los días nublados y bajo una capa de ropa tan abundante que únicamente dejaba a la vista el óvalo de su rostro. Una vez en la calle, sentía una querencia natural por las salas de cine o de teatro, donde la oscuridad reinaba a sus anchas y en cuyo seno podía vivir las vidas de otros. Creo que su enfermedad era la punta del iceberg de un trastorno más profundo que, entre otros síntomas, había adquirido la categoría de complejo debido a las peculiaridades que presentaba su aspecto físico. La piel de Natalia no era blanca, sino transparente como el cristal, donde resaltaba el río de venas que surcaban su cuerpo, un manojo de finos alambres de color gris-azulado. Otro tanto ocurría con su faz, nívea y fría, como si jamás hubiera sido mancillada por torrente sanguíneo alguno; o sus manos, exangües y desvaídas como las de un hermoso cadáver. En cuanto a su mirada, lánguida y apagada, en consonancia con el resto de su organismo, parecía añorar la luz del sol. Aunque la fragilidad de Natalia era sólo aparente, puesto que en su interior bullía una fragua que había forjado un carácter de hierro y un temperamento firme y decidido. Cuando se lanzaba en pos de algo no cejaba en su empeño hasta lograrlo, pues era tenaz como un perro de caza. Pese a poseer un alma noble, no estaba en cambio especialmente dotada para las relaciones sociales, por lo que a veces se mostraba huraña y esquiva en el trato. Todavía recordaba la respuesta que me dio el día que le propuse que nos convirtiéramos en algo más que amigos, a pesar de que habían transcurrido casi diez años desde entonces.

      —Mira, Pepe, a todos los efectos soy como un vampiro. La luz del sol me provoca ampollas y corroe mis huesos. Además, es probable que en un futuro mis labios se deformen, mis encías se descarnen y mis orejas y nariz sufran horribles mutilaciones. Cuando eso ocurra, no querré ver a nadie, o mejor dicho, no querré que nadie me vea.

      Natalia vivía aquejada por una sempiterna anemia, un estado de consunción permanente, que entre otros efectos le provocaba desgana hacia todo lo que resultara novedoso o implicara un esfuerzo, por lo que no me extrañó la contundencia de su rechazo. Decidí, por tanto, esperar a que su estado de salud mejorara para insistir de nuevo. Algo que no ocurrió. Todo lo contrario. La porfiria se apoderó definitivamente de su organismo cual parásito. Luego, tras el divorcio de mis padres, empecé a frecuentar cada vez menos la casa familiar, puesto que me fui a vivir con mi madre, y más tarde me marché a Estados Unidos para estudiar arquitectura en la Universidad de Cornell, con lo que nuestra relación se transformó en un intercambio de correos electrónicos que, al carecer de las más mínima pulsión amorosa, hizo que mis sentimientos evolucionaran hacia el terreno de la nostalgia. Natalia se convirtió entonces en el referente más visible (y entrañable) de mi paso por la adolescencia, un hermoso barco velero que se iba alejando poco a poco de esa costa árida y pedregosa que conforma la edad adulta.

      A Natalia le debía yo mi afición por la lectura, pues de otra manera no hubiera aceptado relacionarse conmigo, y si existían unos versos que encajaran como anillo al dedo con su forma