El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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de la vida real, que es uno de los mejores momentos de La campana de cristal—. El suicidio, en breve, no era un desvanecimiento en la muerte, un intento de «apagarse a medianoche sin dolor»; era algo que debía sentirse en los nervios, algo por combatir: un rito de iniciación que la calificaba para ser dueña de su vida.

      Sabe Dios qué herida le había infligido en la infancia la muerte de su padre, pero con los años se había transformado en la convicción de que ser adulta era ser una sobreviviente. Por eso la muerte era para ella una deuda que cada década debía saldarse: para seguir viva como mujer madura, madre y poeta, de un modo parcial, mágico, tenía que pagar con su vida. Pero como este pago imposible conllevaba también la fantasía de unirse o recuperar a su querido padre muerto, era un acto apasionado, tan infundido de amor como de odio y de desesperación. Así, en el extraño y perturbador poema «The Bee Meeting» («La reunión de las abejas»), la descripción detallada e indudablemente precisa de un encuentro de apicultores en su pueblo de Devon se transforma paulatinamente en invocación a un rito de muerte en el cual ella es la virgen sacrificial cuyo ataúd, finalmente, espera en el bosquecillo sagrado. El proceso se vuelve algo menos misterioso cuando uno recuerda que el padre de Sylvia era una autoridad en abejas; de modo que el trabajo de ella como apicultora era una forma simbólica de aliarse con él y reclamarlo del mundo de los muertos.

      El tono de todos los últimos poemas es áspero, factual y, pese a la intensidad, sobrio. Sospecho que de un modo extraño se consideraba realista: las muertes y resurrecciones de «Lady Lázaro», las pesadillas de «Papi», las había vivido en carne propia. El hecho de que les comunicara una extraordinaria riqueza interior de imágenes y asociaciones era casi secundario, por esencial que sea para la poesía misma. Dado que se sentía describiendo los hechos como habían ocurrido, podía valerse serenamente de sus grandes reservas de destreza: las sutiles rimas y semirrimas, los ritmos flexibles, resonantes, y los coloquialismos abruptos mediante los cuales mantenía un dominio artístico total aun en los sondeos más angustiosos. Sus horrores internos eran tan fácticos y percibidos de un modo tan preciso como el semental apenas controlable que estaba aprendiendo a montar o el coche en que había querido estrellarse.

      De modo que hablaba del suicidio con un desapego seco, sin mención alguna al sufrimiento o al dramatismo. El hecho de que su primer intento hubiese sido serio y casi eficaz le estimulaba, era evidente, el respeto por sí misma; parecía autorizarla a hablar del suicidio como tema, como obsesión. Creía que el acto era uno de sus derechos en cuanto mujer adulta y agente libre. Dada su extraña concepción del adulto como sobreviviente, judío imaginario de campos de concentración mentales, de igual modo juzgaba que era un derecho necesario para su desarrollo. Por eso para ella nunca fue cuestión de motivos: uno lo hacía porque lo hacía, tal como un artista siempre sabe lo que sabe.

      Tal vez esto explica que apenas mencionara a su padre, por clara y profundamente que estuvieran relacionadas con él sus fantasías de muerte. La heroína autobiográfica de La campana de cristal va a llorar a la tumba de su padre inmediatamente antes de encerrarse en un sótano a tragar cincuenta somníferos. En «Papi», describiendo el mismo episodio, repite sus razones como si las martillara:

       A los veinte intenté morir

       y volver, volver, volver contigo.

       Pensé que hasta los huesos volverían.

      Sospecho que en la época de la que hablo, viéndose sola de nuevo, y por mucho que fingiera indiferencia, se le reactivó la angustia que había sentido al morir el padre. Pese a sí misma, se sentía abandonada, herida, enfurecida y tan pura e indefensamente desposeída como de pequeña, veinte años atrás. Como consecuencia, el dolor que se le había ido acumulando dentro brotó de golpe como un torrente. Los motivos no hacía falta discutirlos porque de eso se encargaban los poemas.

      Fueron meses de una creatividad asombrosa, comparable, pienso, al «año maravilloso» durante el cual Keats compuso casi toda la poesía que al fin y al cabo sostiene su reputación. Sylvia había escrito antes con gran cuidado, más o menos penosamente, corrigiendo mucho y, según su marido, recurriendo constantemente al Roget’s Thesaurus, un diccionario de ideas afines. Ahora, aunque no hubiera abandonado nada de la disciplina ni de las habilidades duramente adquiridas, aunque todavía reescribiera sin cesar, los poemas manaban de ella con tan poco esfuerzo que hacia el final estaba produciendo hasta tres al día. También me contó que tenía muy avanzada una novela nueva. Había terminado y corregido las pruebas de La campana de cristal, ahora en manos de los editores; hablaba del libro con cierta incomodidad, como de una obra primeriza y autobiográfica que había tenido que escribir para librarse del pasado. Pero la nueva novela, me dio a entender, era algo auténtico. Vistas las condiciones en que trabajaba, tenía una productividad fenomenal. Era madre a tiempo completo con una hija de dos años, un bebé de meses y una casa que cuidar. A la hora en que los niños se dormían estaba demasiado agotada para algo que le exigiera más que «un poco de música y de brandy con agua». Así que por las mañanas madrugaba para trabajar antes de que se despertaran sus hijos. «Estos nuevos poemas míos tienen un elemento en común», escribió en la nota para una lectura radial que preparó para la BBC pero que no hizo nunca: «Fueron escritos alrededor de las cuatro de la mañana: a esa hora azul todavía, casi eterna, anterior al llanto del bebé, anterior a la vidriosa música del lechero que deja las botellas». En esas horas muertas entre la noche y el día lograba recogerse en sí misma, aislada, en silencio, casi como si estuviese reclamando un poco de la libertad y la inocencia pasadas antes de que la vida fuese a aferrarla. Entonces escribía. Pues durante el resto de la jornada estaba dividida entre los niños, la limpieza y las compras, eficiente, movediza y acosada como cualquier ama de casa.

      Pero esa sensación auroral de paraíso momentáneamente recuperado no explica el florecimiento repentino ni los cambios en la obra. Técnicamente, la clave radica en la insistencia de leer siempre ella los poemas en voz alta. A comienzos de los sesenta era un procedimiento raro. A fin de cuentas seguía siendo una época de intenso formalismo, de cadencias stevensianas y ambigüedades empsonianas a las cuales, como probaba su obra anterior, ella había sido especialmente adepta. En esencia, se trataba del estilo de la academia, de la limitación sentimental autoimpuesta y de la celosa devoción a los deberes de la artesanía, que se traducían en yámbicos resonantes y una imaginería trabajosamente analizable. Pero en 1958 Sylvia había tomado la decisión vital de abandonar la carrera universitaria para la cual tanto se había preparado en la adolescencia y en la primera juventud. En los cuatro años siguientes, el compromiso con la vida creativa fue emergiendo poco a poco en el tejido de su verso, rompiendo los viejos moldes inertes, acelerando los ritmos, ampliando el arco emotivo. La decisión de abandonar la enseñanza fue el primer paso crítico en el logro de una identidad propia del poeta, así como el nacimiento de los hijos, según ella describía, la había reivindicado como mujer. En los últimos poemas, el proceso se completaba: la poeta y los poemas se volvían una sola entidad. Lo escrito dependía de su voz del mismo modo que los niños dependían de su amor.

      El otro elemento crucial de maduración poética fue el ejemplo de Life Studies (Estudios del natural) de Robert Lowell. Digo «el ejemplo» más que «la influencia» pues, aunque Sylvia había asistido a las clases de Lowell en la Universidad de Boston, junto con Anne Sexton y George Starbuck, nunca había adquirido ese estilo tan peculiarmente contagioso. En vez de estilo había tomado de él una libertad. Una vez le dijo a un entrevistador del British Council:

      Estoy de lo más entusiasmada con lo que me parece un camino nuevo, abierto por, pongamos, los Estudios del natural de Robert Lowell; ese giro nuevo hacia la experiencia emotiva muy seria, muy personal, que en parte, creo yo, ha sido tabú. Me interesan mucho, por ejemplo, los poemas de Lowell sobre su experiencia en un hospital psiquiátrico. Pienso que la poesía estadounidense de los últimos tiempos ha explorado esos temas particularmente íntimos y prohibidos (…).

      Lowell le proporcionó un ejemplo de la cualidad que más admiraba en la poesía y que ella misma tenía en abundancia: el coraje. A su modo, Estudios del natural es un libro tan valeroso y revolucionario como The Waste Land (La tierra baldía). Al fin y al cabo apareció en el apogeo de la estólida década de los cincuenta, la era del doctrinario