El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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epílogo están para recordar cuán parcial será, necesariamente, toda explicación. Así pues, he procurado trazar el mapa de los cambios y confusiones del sentimiento que llevaron a la muerte de Sylvia, tal como yo los entiendo, con toda la objetividad de la que soy capaz. A partir de ese ejemplo singular he rastreado el tema por las regiones menos personales adonde me condujo.

      El trayecto ha resultado largo. Cuando empecé, creía inocentemente que sobre el suicidio no se había escrito mucho: un hermoso ensayo filosófico de Camus, Le Mythe de Sisyphe (El mito de Sísifo); un gran volumen autorizado de Émile Durkheim; el invaluable manual de Erwin Stengel publicado por Penguin, y un excelente pero agotado informe histórico de Giles Romilly Fedden. Pronto descubrí que estaba equivocado. Existe una enorme cantidad de material, y crece año tras año. Sin embargo, la mayoría de la bibliografía es para especialistas; escasamente habla en un lenguaje inteligible para un público lego en el tema del suicidio. Los sociólogos y los psiquiatras, sobre todo, han sido peculiarmente incontenibles. Pero es posible —de hecho es fácil— hurgar en sus innumerables libros y artículos sin advertir la menor alusión a esa crisis sórdida, confusa y torturada que se constituye como realidad común del suicidio. Hasta los psicoanalistas parecen evitar la cuestión. La mayoría de las veces este aspecto entra en su trabajo como de paso, mientras debaten otras cosas. Hay algunas excepciones notables —a quienes agradeceré más adelante—, pero en gran medida he tenido que armar la teoría psicoanalítica del suicidio por mi cuenta, lo mejor posible, desde el punto de vista de un interesado que no está en el oficio. Todo eso entra en la tercera parte del libro. Pero quien quiera un informe completo de los hechos y estadísticas del suicidio y un resumen del estado actual del asunto en la teoría y en la investigación debería leer Suicide and Attempted Suicide (Suicidio e intento de suicidio), el lúcido y comprensivo estudio del profesor Stengel.

      Cuantas más investigaciones técnicas iba leyendo, más me convencía de que lo mejor en mi caso era abordar el suicidio desde la perspectiva de la literatura, para ver cómo y por qué tiñe el mundo imaginativo de los creadores. La literatura no es solo un tema sobre el cual sé algo; es una disciplina que, por encima de todo, se ocupa de lo que Pavese llamó «el oficio de vivir». Como los artistas son vocacionalmente más conscientes de sus motivos y más capaces de expresarse que la mayoría de la gente, era probable que ofrecieran iluminaciones que se hurtaban a sociólogos, psiquiatras y estadísticos. Siguiendo ese hilo negro he llegado a una teoría que, para mí, en cierto modo, explica en qué andan las artes hoy en día. Pero a fin de entender por qué el suicidio parece tan central en la literatura contemporánea he vuelto muy atrás, para ver de qué manera se ha desarrollado el tema en la ficción los últimos cinco o seis siglos. Para esto he tenido que incurrir en cierta minuciosidad, acaso lóbrega. Pero no escribo para el especialista, y si finalmente el libro da esa impresión es que he fracasado.

      No ofrezco soluciones. De hecho no creo que existan soluciones, puesto que el suicidio significa cosas diferentes para diferentes personas de distintas épocas. Para Cayo Petronio Árbitro fue un elegante toque final de gracia a una vida dedicada al alto estilo. Para Thomas Chatterton fue una alternativa a la muerte lenta por inanición. Para Sylvia Plath fue un intento por salirse del rincón aflictivo en donde la había encajonado su poesía. Para Cesare Pavese fue tan inevitable como el siguiente amanecer, un acontecimiento que ni todo el éxito ni los elogios lograron postergar. La única solución concebible que cabe aportar al suicida es cierta clase de ayuda: comprensión afectuosa de lo que le está ocurriendo por parte de los samaritanos, el cura o los pocos médicos que tienen tiempo e inclinación a escuchar; asistencia experta del psicoanalista o de lo que, esperanzadamente, el profesor Stengel llama una «comunidad terapéutica» organizada para tratar con esas emergencias en especial. Claro que el interesado puede no querer esa ayuda.

      En vez de ofrecer respuesta, sencillamente he intentado contrapesar dos prejuicios. El primero es ese tono religioso —hoy en su mayoría usado por personas que, si nos atenemos a sus palabras, no pertenecen a iglesia alguna— que desprecia horrorizadamente el suicidio como crimen moral o enfermedad indiscutible. El segundo es la actual moda científica que, mientras trata el suicidio como asunto de investigación seria, consigue negarle cualquier significado, reduciendo la desesperación a las más resecas estadísticas.

      Puesto que casi todo el mundo tiene ideas propias sobre el suicidio, me han acercado referencias, detalles y sugerencias más personas de las que podría mencionar decentemente. Pero tengo una gran deuda de gratitud con Tony Godwin, cuya convicción —contra todo pronóstico— de que yo podía producir este libro lo llevó a acordar un generoso adelanto que me dio la libertad para escribirlo. Mis agradecimientos, también, al Consejo de las Artes de Gran Bretaña por una beca que llegó misericordiosamente en un momento crucial. Y a Diana Harte, que luchó con el manuscrito, mecanografiándolo meticulosamente una y otra vez. Gracias, sobre todo, a mi esposa Anne, quien ayudó, criticó y, dicho sin rodeos, me sacó adelante.

      A. A.

      Parte I

      Prólogo: Sylvia Plath

       Morir

       es un arte, como todo.

       Yo lo hago excepcionalmente bien.

       Tan bien que es una barbaridad.

       Tan bien que parece real.

       Se diría, supongo, que tengo el don.

       Sylvia Plath

       La pasión por destruir también es una pasión creativa.

       Mijaíl Bakunin

      Según recuerdo, conocí a Sylvia Plath y a su marido en Londres en la primavera de 1960. Mi primera mujer y yo vivíamos cerca de Swiss Cottage, en el extremo poco distinguido del Hampstead literario, en un alto edificio eduardiano de ladrillos de un rojo especialmente feo; era el color de una tetera vieja que lleva tanto tiempo oxidándose que ha perdido hasta la brillantez del deterioro. En el momento de mudarnos acababa de remodelarlo una de esas inmobiliarias fraudulentas que tanto prosperaron antes de que el escándalo Rachman dificultara la vida de propietarios extorsionistas. Naturalmente, habían hecho una chapuza: los accesorios eran baratos y el acabado espantoso; los marcos de las ventanas parecían pequeños para el enladrillado y en cada juntura había grandes rendijas toscas. Pero nosotros habíamos lijado los suelos y pintado las paredes de colores vivos. Luego habíamos comprado muebles y adornos de segunda mano en las tiendas de Chalk Farm, y también los habíamos lijado y pintado. De modo que, a su frágil y superficial manera, la casa resultó alegre: el lugar adecuado para el primer bebé, el primer libro, la primera infelicidad verdadera. Cuando la dejamos dieciocho meses después, había enormes grietas en las zonas de la pared exterior aledañas a los huecos de las ventanas. Pero a esas alturas también había enormes grietas en nuestras vidas, de modo que al parecer todo encajaba.

      Como yo era el crítico habitual de poesía de The Observer veía a pocos escritores. Me parecía que conocer a quienes reseñaba volvía las cosas demasiado difíciles: mucha gente simpática escribe malos versos y los buenos poetas pueden ser monstruos; la mayor parte de las veces eran insoportables el autor y la obra. Más fácil pues era eludir la posibilidad de ponerle al nombre una cara y juzgar solamente la página impresa. Me atuve a la regla aun cuando me contaron que Ted Hughes vivía cerca, apenas al otro lado de Primrose Hill, con una esposa norteamericana y un bebé de meses. Tres años antes Hughes había publicado The Hawk in the Rain (El halcón en la lluvia), libro que yo admiraba intensamente. Pero algo en los poemas me hacía sospechar que a él le importaría un bledo mi opinión. Era como si surgiesen de un mundo absorto, físico, enteramente propio; pese a la gran destreza técnica que exhibían, daban la impresión de que al autor no le preocupaban los tejemanejes literarios. «Descuida —me dijeron—, nunca habla del trabajo». Además me dijeron que la mujer se llamaba Sylvia, y que también escribía poesía «pero» —esto para tranquilizarme— «que era de lo más aguda e inteligente».

      En 1960 salió Lupercal.