El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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era un objeto infrecuente: el siempre inesperado artículo auténtico del todo.

      Me sentí incómodo de no haber reconocido quién era. Ella parecía incómoda de habérmelo recordado, y también deprimida.

      Después de ese día vi a Ted de tanto en tanto, y menos aún a Sylvia. Con él me encontraba a beber una cerveza en uno de los pubs cercanos a Primrose Hill o el Heath, y a veces paseábamos con nuestros hijos. Del trabajo no hablábamos casi nunca; sin mencionarlo, queríamos mantener las cosas fuera de lo profesional. En cierto momento del verano hicimos un programa de radio juntos. Luego recogimos a Sylvia en el departamento y cruzamos al pub de enfrente. La grabación había sido un éxito y estuvimos en la vereda del local, alrededor del cochecito de la niña, bebiendo cerveza, a gusto con nosotros mismos. A Sylvia también se la veía más suelta, menos constreñida que antes. Por primera vez capté algo del encanto real y de la rapidez de esa muchacha.

      Más o menos por entonces mi mujer y yo nos mudamos del departamento de Swiss Cottage a una casa Hampstead arriba, cerca del Heath. Un par de días antes del traslado yo me quebré una pierna subiendo una montaña y, como con pierna rota o no había que decorar la casa, todas las otras cosas y la gente quedaron de lado. Me recuerdo colocando baldosas negras y blancas en un inacabable suelo tras otro, con los dedos y la ropa cubiertos de un sucio pegamento marrón oscuro, con el pelo engomado y arrastrando la gran escayola inerte como si fuera un ataúd. No había mucho tiempo para los amigos. De vez en cuando, Ted aparecía y, cojeando, me iba con él un rato al pub. Pero a Sylvia no la vi en absoluto. En otoño fui a enseñar un curso entero a los Estados Unidos.

      Mientras estaba allí, The Observer me envió el primer libro de poemas de ella para que lo reseñara. Encajaba con la imagen que yo tenía: serio, talentoso, contenido y en parte aún bajo la sombra maciza de su marido. Había poemas influidos por él y otros con ecos de Theodore Roethke y Wallace Stevens; era evidente que aún buscaba a tientas un estilo propio. Pero la habilidad técnica era grande, y la mayoría de las piezas daban la sensación de que debajo había recursos y perturbaciones por explotar. «Los poemas de Plath —escribí— se apoyan con seguridad en una masa de experiencia que nunca sale totalmente a la luz (…). Es este sentimiento de peligro, como si continuamente la amenazara algo que solo divisa con el rabillo del ojo, lo que da distinción a su trabajo».

      Hoy sigo sosteniendo lo mismo. A la luz de la obra subsiguiente de Sylvia y, con mayor convencimiento, de su posterior muerte, la crítica ha sobrevalorado El coloso. «Cualquiera notará —reza la doctrina actual— que allí ya estaba todo de forma cristalina». Ciertos académicos prefieren incluso los elegantes poemas tempranos a los más desnudos y violentos ataques frontales de su obra madura, si bien cuando apareció el primer libro las reseñas fueron bastante frías. Entretanto, la perspectiva puede alterar la importancia histórica pero no la calidad del verso. El coloso estableció las credenciales de Sylvia: contenía un puñado de poemas hermosos, pero más importante era la clara destreza del trabajo, la precisión y concentración con que la autora manejaba el lenguaje, la nada ostentosa amplitud de su vocabulario, su oído para los ritmos sutiles y la seguridad con que empleaba y atenuaba rimas y semirrimas. Evidentemente, ya había adquirido el oficio necesario para lidiar con lo que viniera. Mi error fue sugerir que en aquella etapa no había reconocido, o no quería reconocer, las fuerzas que la agitaban. Resultó ser que las conocía demasiado bien: a los veinte años la habían llevado al filo del suicidio, y ya en la última pieza del libro, el largo «Poem for a Birthday» («Poema para un aniversario»), se enfrentaba con ellas. Pero a mí los ecos de Roethke me oscurecieron el hecho y no lo advertí.

      En febrero de 1961, cuando volví de los Estados Unidos, empecé a ver de nuevo a los Hughes, pero breve y esporádicamente. Ted había perdido el amor por Londres y no veía la hora de largarse; Sylvia había estado mal —primero un aborto espontáneo, luego una apendicitis—, y yo tenía mis propios problemas: un divorcio. Recuerdo que me agradeció la reseña de El coloso y, desarmándome, añadió que estaba de acuerdo con las reservas. También la recuerdo entusiasmada con la hermosa casa que habían encontrado en Devon: antigua, con techo de paja, suelo de lajas y un gran huerto. Se mudaron, me mudé yo y algo acabó.

      Los dos siguieron enviando poemas a The Observer. En mayo de 1961 publicamos el poema de Sylvia sobre su hija, «Morning Song» («Canción matinal»); en noviembre, «Mojave Desert» («El desierto de Mojave»), que por unos años no quedó recogido en ningún libro; dos meses después, «The Rival» («La rival»). La corriente se ahondaba, fluía con más facilidad.

      No volví a verla hasta julio de 1962, cuando en el largo fin de semana de Pentecostés me presenté en su casa al regresar de Cornualles. Vivían unas millas al noroeste de Exeter. Para los estándares de Devon, el pueblo no era bonito: más piedra gris y lobreguez que madera, paja y flores. Allí donde los más perfectos pueblos ingleses daban la impresión de no haber despertado nunca cabalmente, era como si el de ellos se hubiera retirado a dormir. Acaso en un tiempo había sido el centro del campo que lo rodeaba, un lugar con cierta presencia donde pasaban cosas. Pero ya no. Exeter había tomado el control y poco a poco la vida del pueblo se había agotado, como la de una familia que se diluye en el mundo.

      La casa de los Hughes había sido antaño la de un señor de la región. Se alzaba apenas por encima del resto del pueblo, al final de una calle empinada, junto a una iglesia del siglo xii; parecía importante. Era grande, con techo de paja, patio de adoquines y puerta de roble labrado. Tenía muros y pasillos de piedra; las habitaciones relucían de pintura fresca. Nos sentamos en el gran jardín silvestre a tomar el té mientras Frieda, que ya tenía dos años, se tambaleaba entre las flores. Había un pequeño ejército de manzanos y cerezos, un vívido laburno doblegado de pimpollos, una parcela de verduras y, a un lado, un breve montículo. Según Sylvia, era un túmulo funerario prehistórico. Por todas partes destellaban flores, la hierba estaba alta y descuidada y el lugar entero, lujurioso, desbordaba de estío.

      En enero habían tenido otro bebé, un niño, y Sylvia había cambiado. En vez de silenciosa y retraída, apéndice hogareño de un marido poderoso, se la veía sólida y completa, de nuevo dueña de sí. Tal vez el hijo tuviera algo que ver con ese aire de confianza. Pero había en ella algo tajante y claro que parecía ir más allá. Se ocupó de enseñarme la casa y el jardín: los electrodomésticos, las habitaciones recién pintadas, el huerto y el túmulo, sobre todo el túmulo —que más tarde mencionaría en un poema como «muro de antiguos cadáveres»—,1 eran de su propiedad. Ted, entretanto, se contentaba con reclinarse en la hamaca y jugar con Frieda, que se le aferraba, dependiente. Como el matrimonio parecía fuerte y unido, supuse que no le preocupaba que el equilibrio de poder la favoreciera ahora a ella. Cuando ya me iba entendí por qué.

      —He vuelto a escribir —dijo Sylvia—. A escribir de verdad. Me gustaría que leyeras los poemas nuevos.

      Tenía una actitud abierta y cálida, como si hubiera decidido que se podía confiar en mí.

      Un tiempo antes, The Observer había aceptado un poema suyo titulado «Finisterre». Finalmente lo publicamos aquel mes de agosto. Entretanto, ella envió un hermoso poema breve, «Crossing the Water» («Cruzando el agua»), que si bien quedó fuera de Ariel, es tan bueno como muchos de los que hay en el libro. Llegó con una nota formal y un sobre meticulosamente sellado. Daba la impresión de que Sylvia se movía con la eficacia de siempre. No obstante, cuando un tiempo después encontré a Ted en Londres, lo vi tenso y preocupado. Una vez, cuando conducía sola, Sylvia había tenido un accidente: al parecer, desvanecida, había ido a parar a un viejo aeródromo, aunque por milagro sin daño para ella ni para la vieja furgoneta Morris. A medida que Ted hablaba, su oscura presencia fue cobrando un matiz aún más sombrío.

      En agosto me fui unas semanas al extranjero y cuando volví ya había empezado el otoño. Aunque todavía no promediaba septiembre, por la calle volaban hojas y llovía mucho. La primera mañana me desperté bajo un anegado cielo londinense. Nos esperaba un invierno largo.

      A fines de septiembre The Observer publicó «Cruzando el agua». Poco después, una tarde en que yo trabajaba mientras la mujer de la limpieza hacía estrépito arriba, sonó el timbre. Era Sylvia: bien vestida, decididamente