El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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lugar y sus asociaciones le estaban predestinados. Al parecer, en diversos grados, tanto ella como el marido creían en lo oculto. Imagino que como artistas tenían que creer, ya que a los dos les preocupaba encontrar voces para sus identidades sepultas, desasosegadas. Pero había, creo, algo más en esa creencia. Ted escribió que las dotes psíquicas de Sylvia «eran, casi en todo momento, tan fuertes como para causarle frecuentes deseos de librarse de ellas». Quizá simplemente se tratara de un don de poeta para percibir el contenido tácito de cualquier situación y, más tarde, de un acceso fácil e instintivo al inconsciente propio. Sin embargo, aunque los dos hablaban de astrología, sueños y magia muy a menudo, tanto que podía inferirse que no eran meros temas de interés ocasional, en el fondo yo tenía la impresión de que las dos actitudes eran muy diferentes. Si bien Ted se burlaba constante y exhaustivamente de sí mismo y menospreciaba sus pretensiones, subsistía la sensación de que estaba en contacto con una zona primitiva, una cara oscura del yo sin la menor relación con el joven literato. Sobre esto, al fin y al cabo, giraban sus poemas: una aprehensión inmediata, física, de la violencia inherente tanto a la vida animal como al yo: de la animalidad del yo. También era parte de su presencia física: una suerte de amenaza latente bajo su actitud oblicua y lacónica. Era casi como si, pese a las lecturas, el lustre y la maestría, nunca se hubiera civilizado del todo; o, al menos, nunca hubiera creído del todo en la civilidad. Sardónicamente, se había puesto un caparazón por razones de conveniencia. Así que tanto discurso sobre astrología, religión primitiva y magia negra, por irónico que fuese, era una suerte de metáfora de los estremecedores pero oscuros poderes creativos en cuya posesión sabía que estaba. Por lo mismo, esos dudosos asuntos cobraban para él una inmediatez que, si acaso no implicaban creencia alguna, sin duda los transformaba en algo más que una moda. En definitiva, a lo mejor no estoy describiendo más que un toque de genialidad. Pero una genialidad muy poco relacionada con el concepto romántico de genio, con la astuta ultramundanidad de Shelley o el sentido igualmente astuto que Byron tenía de su propio drama. También Ted es astuto y práctico, como la mayoría de los de Yorkshire; no le gusta dejarse engañar y tiene un agudo oído para los ruiditos de la máquina literaria. Pero, de un modo bastante curioso, también es original: sus reacciones son imprevisibles, su marco de referencia diferente. Imagino que el ejemplo más extremo de este tipo de genio fue Blake. Pero también hay muchos individuos geniales —quizá la mayoría— que carecen casi totalmente de esa calidad dislocante y dislocada: T. S. Eliot, por ejemplo, el poeta polaco Zbigniew Herbert, John Donne y Keats, hombres todos cuya desusada inteligencia creativa, cuya conciencia alerta, no parecía discordar de una manera esencial con su mundo cotidiano. Al contrario: su don particular era clarificar e intensificar lo recibido.

      Sylvia, pienso, era de estos últimos. Su intensidad era nerviosa, una cuestión urbana y rayana en el grito. A su manera, asimismo, era más intelectual que la de Ted. Participaba de la fiereza con que había trabajado de estudiante, pasando con brillantez, soltura y voracidad un examen tras otro. Con la misma fiereza se había sumergido en los hijos, en la conducción de un coche, en la apicultura y hasta en la cocina; todo había que hacerlo bien y al máximo. Puesto que a su marido le interesaba lo oculto —por las nebulosas razones personales que fueran—, también en eso se había zambullido, casi por deseo de sobresalir. Y como tenía gran talento natural, se había descubierto «dotes psíquicas». Sin duda, los resultados eran auténticos y hasta sobrenaturales, pero, sospecho, un triunfo de la mente sobre el ectoplasma. Lo mismo se ve en los poemas: los de Ted alcanzan su efecto expresando un sentido de amenaza de manera inmediata e incontrolable; en Sylvia, la expresión, aunque a menudo más poderosa, es subproducto de una necesidad compulsiva de entender.

      La nochebuena de 1962 Sylvia me llamó por teléfono: por fin se había instalado con los niños en el departamento nuevo; ¿podía ir yo esa noche a ver la casa, comer algo y oír unos poemas nuevos? El caso fue que no podía, pues ya me habían invitado a cenar unos amigos que vivían a pocas calles de ella. Le dije que de camino pasaría a beber una copa.

      La vi diferente. Llevaba el pelo, usualmente ceñido en un rodete de preceptora, totalmente suelto. Le caía lacio hasta la cintura como una tienda, dándole a la cara pálida y a la silueta magra un aire de rapto y desolación, como de sacerdotisa vaciada por los ritos de su culto. Mientras me precedía por el pasillo y la escalera hasta su departamento —tenía los dos pisos superiores de la casa— sentí emanarle del pelo un olor fuerte, agudo, animal. Los niños estaban ya en la cama, arriba, y el lugar en silencio: recién pintado, blanco y glacial. Aún no había cortinas, por lo que recuerdo, y la noche apretaba fríamente en las ventanas. Adrede, ella lo había mantenido vacío: esterillas en el suelo, pocos libros, detalles victorianos y nebuloso cristal azul en los estantes, un par de xilografías pequeñas de Leon Baskin. Era bastante hermoso, a su casta y despojada manera, pero frío, muy frío, y los añadidos de torpe ornamentación navideña duplicaban el aire de desahucio, como si cada uno repitiera que ella y los niños pasarían la Navidad solos. Para los desdichados, la Navidad siempre es un mal trance: la terrible alegría falsa que ataca por todos lados, con su alharaca de buena voluntad, paz y diversión familiar, vuelven la soledad y la depresión especialmente difíciles de aguantar. Nunca había visto a Sylvia tan tensa.

      Bebimos vino y, como de costumbre, me leyó unos poemas. Uno era «Death & Co.» («Muerte y compañía»). Esta vez no había modo de eludir el significado. Otras veces que había escrito sobre la muerte era como si la hubiera sobrevivido, incluso superado. «Lady Lázaro» concluye con una resurrección y una amenaza, y hasta en «Papi» acaba arreglándoselas para volver la espalda a la sonriente figura que la llama: «Papi, papi, cabrón, ya me harté». De ahí tal vez la energía de esos poemas, su extraña alegría en las narices de todo, su intrepidez. Pero ahora, como si la poesía fuese realmente una forma de magia negra, la figura que tan a menudo había invocado —solo para desdeñarla triunfalmente— se alzaba por fin ante ella, húmeda, final y no tan negada. Se le aparecía en las dos formas habituales: como su padre, viejo, implacable y muy muerto, y también como alguien más joven, más seductor, una criatura elegida por ella y de su propia generación.2 Esta vez no había salida; solo podía quedarse quieta y fingir que no habían reparado en ella.

       Ni me muevo.

       La escarcha forma una flor,

       el rocío forma una estrella,

       campana a muerte,

       campana a muerte.

       Alguien está acabado.

      Quizá la campana tañese por «alguien» que no era Sylvia, pero no parecía que ella creyese eso.

      Yo no sabía qué decir. Los poemas anteriores siempre habían insistido, de modos diferentes, en que Sylvia no quería ayuda de nadie; aunque de pronto comprendí que tal vez insistían tanto para dar a entender que cierta ayuda sería aceptada si uno estaba dispuesto a hacer el esfuerzo. Pero ahora ella estaba fuera de alcance. Al comienzo había invocado el horror, en parte con la esperanza de exorcizarlo, en parte para demostrar su omnipotencia y su invulnerabilidad. Ahora se había quedado encerrada con ese horror y se sabía indefensa.

      Recuerdo haber discutido estúpidamente sobre la frase «El desnudo / verdegrís del cóndor». Dije que era exagerada, mórbida. Al contrario, replicó ella, era exactamente el aspecto de una pata de cóndor. Tenía razón, claro. Yo solo procuraba, fútilmente, reducir la tensión y, por un rato, rescatarle la mente de los horrores privados… ¡Como si una cosa así pudiera conseguirse con la discusión y la crítica literaria! Debe de haber sentido que era un estúpido y un insensible. Y no se equivocaba. Pero ser otra cosa habría significado aceptar responsabilidades con las cuales, en mi propia depresión, yo no podía lidiar. Cuando a eso de las ocho me fui a mi cena, supe que la había dejado en la estacada de un modo final e imperdonable. Y supe que ella lo sabía. Nunca volví a verla viva.

      Fue un invierno infame; el peor en ciento cincuenta años, dijeron. Empezó a nevar justo después de Navidad y no quería parar. Para Año Nuevo, el país entero estaba paralizado. Los trenes se congelaban en las vías; los camiones abandonados se congelaban en los caminos. Las centrales eléctricas, abrumadas por un patético millón tras otro de cortocircuitos, se averiaban continuamente;