El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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católico, su denso lenguaje isabelino-eliotiano y esa infalible destreza para imprimir a cada verso su ritmo individual— había sido el mimado de la escuela. Pero entonces, tras casi diez años de silencio, le volvió la espalda a todo eso. Desaparecieron los símbolos, el lenguaje se hizo más claro y coloquial, los temas se volvieron más intensa e insistentemente personales. Empezó a escribir como un hombre acechado por crisis nerviosas pobladas de fantasmas familiares, y escribía sin evasivas. Lo único que quedaba del ex joven maestro de complejidad alejandrina eran una destreza y una originalidad todavía irrebatibles. Aún con más fuerza que antes, era imposible evitar la tormentosa presencia del autor, pero ahora Lowell soltaba la voz de un modo que violaba los principios del New Criticism: había inmediatez en lugar de impersonalidad, vulnerabilidad en lugar de ironía exquisitamente dandificada.

      De todo esto, Sylvia obtuvo, antes que nada, un vasto sentimiento de liberación. Era como si Lowell le hubiese abierto una puerta que hasta entonces ella había encontrado cerrada a cal y canto. En un momento crítico de su desarrollo ya no había ninguna necesidad de seguir presa de viejos hábitos poéticos que, si bien elegantes —o precisamente por eso—, ahora le resultaban intolerablemente restrictivos. «Hoy no puedo leer en voz alta ni uno de los poemas de mi primer libro, El coloso», le dijo al entrevistador del British Council. «No los escribí para leerlos en voz alta. De hecho, en el fondo de mi corazón me aburren». El coloso fue la culminación de su aprendizaje del oficio poético. Completó la formación que había empezado a los ocho años y continuado con los versos tensamente estilizados de sus días de universitaria, cuando cada poema parecía construido con los dientes rechinantes, palabra a palabra, como un mosaico. Ahora, aquello había quedado atrás. Sylvia era más madura que el estilo; sobre todo, era más madura que la persona que había escrito de aquel modo oblicuo y reticente. Una combinación de fuerzas, algunas elegidas deliberadamente, otras incontrolables, la habían llevado a un punto en que podía escribir como desde su verdadero centro sobre los impulsos que realmente la movían: destructivos, volátiles, exigentes, un mundo del todo diferente de lo que le habían enseñado a admirar. «¿Cuál —preguntó Coleridge— es la cumbre y el ideal de la mera asociación? El delirio». Durante años, Sylvia había parecido asentir: se había atenido a virtudes formales y a una compostura distante, desdeñosa de la autocompasión, de la autopropaganda y de la autoindulgencia de los beatniks. Ahora, en el momento justo, Estudios del natural venía a probar que se podía escribir sobre la violencia del yo con dominio, sutileza y una imaginación desapasionada pero desguarnecida.

      Sospecho que por todo esto me había llevado los nuevos poemas a mí, aunque solo me conocía casi de vista. Ayudó el hecho de que yo hubiera reseñado El coloso con simpatía y conseguido que The Observer le publicase algo del trabajo más reciente. Pero más importante fue la introducción a mi antología The New Poetry (La nueva poesía), que había salido por Penguin la primavera anterior. En ese texto yo había atacado la nerviosa preferencia de los poetas británicos por el refinamiento sobre cualquier otro atributo, y sus rodeos ante las incómodas, destructivas verdades tanto de la vida interior como del presente. Al parecer, el ensayo decía algo que ella quería escuchar; hablaba de él con frecuencia y con aprobación, y la decepcionaba que no la hubiesen incluido entre los poetas del libro. (Más tarde se la incluyó, porque más que el de ningún otro poeta, su trabajo confirmaba mi argumento. Pero en la primera edición yo me había ceñido a los poetas británicos, con la sola excepción de dos estadounidenses de una generación anterior, Lowell y Berryman, quienes, según mi opinión, habían establecido el tono del período poseliotiano, en la posguerra). Quizás a ella le resultaba útil saber que alguien se estaba ocupando de manera crítica de lo que ella trataba de hacer. Y quizás la hacía sentir menos sola.

      Pero en realidad estaba sola, conmovedoramente y sin disfraces, pese a su talante optimista. Pese también a la energía de sus poemas, que desde cualquier punto de vista son desempeños de una sutil ambigüedad. En esos poemas, Sylvia se enfrentaba con sus horrores privados sin rodeos, con firmeza sostenida, pero el esfuerzo y el riesgo implícitos actuaban en ella como un estimulante: cuanto más empeoraban las cosas y más directamente las escribía, más fértil se iba volviendo su imaginación. Así como el desastre que al fin llega nunca es tan malo como lo pintaba la expectativa, Sylvia escribía ahora casi con alivio, deprisa, quizá para impedir horrores futuros. En cierto modo se había pasado la vida esperando eso; y ahora que se presentaba tenía que utilizarlo. «La pasión por la destrucción también es una pasión creativa», dijo Mijaíl Bakunin, y en el caso de Sylvia es cierto. Convertía la ira, la implacabilidad y su exaltado, agudísimo sentido de la inquietud en una especie de celebración.

      He sugerido que el tono sereno de los poemas depende en buena medida del realismo de Sylvia, de su sentido de los hechos. A medida que pasaban los meses y paulatinamente su poesía se iba haciendo más extrema, el talento para transformar cada detalle creció sin parar hasta que en los últimos meses el evento más nimio llegó a ser ocasión para escribir: un corte en un dedo, una fiebre, una magulladura. La opaca vida doméstica se le fundió con la imaginación suntuosamente y sin vacilaciones. Un ejemplo: por esa época su marido produjo una curiosa obra para radio cuyo protagonista, mientras conduce hacia la ciudad, arrolla a un conejo, vende el animal muerto por cinco chelines y con ese dinero manchado de sangre le compra dos rosas a su novia. Sylvia se abalanzó sobre la anécdota, aisló lo central y lo interpretó adaptándolo a sus necesidades. El resultado fue el poema «Kindness» («Gentileza»), que concluye de este modo:

       El chorro de sangre es poesía,

       no hay modo de pararlo.

       Me entregas dos hijos, dos rosas.

      Sin duda no había modo de pararlo. Su poesía actuaba como un lente extraño y potente por medio del cual la vida ordinaria se filtraba y reconfiguraba con una intensidad extraordinaria. Tal vez la exaltación que surge de escribir bien y con frecuencia la ayudara a conservar la brillante fachada estadounidense que nunca dejó de presentarle al mundo. Junto con otros amigos suyos de ese período, y contra todas las pruebas que daban sus poemas, yo preferí creer en la alegría de Sylvia. Mejor dicho: creía en esa alegría y no. ¿Pero qué iba a hacer uno? Sentía lástima por ella, pero estaba claro que ella no quería mi compasión. Tenía tal gracia que era imposible hacerse el comprensivo y, aunque no fuera más que por un rechazo radical a discutirlos desde otra perspectiva, insistía en que los poemas eran puramente poemas, cosas autónomas. Si un intento de suicidio —según algunos psiquiatras— es un grito de ayuda, por entonces Sylvia no era una suicida. Lo que buscaba no era ayuda sino confirmación: necesitaba que alguien reconociese que se las estaba arreglando excepcionalmente bien con una vida de niños, pañales, compras y escritura. Necesitaba, más aún, saber que sus poemas eran eficaces y buenos, pues, aunque hubiera cruzado una puerta abierta por Lowell, ahora se había internado demasiado en un camino especialmente solitario por el cual no muchos se habrían atrevido a seguirla. Por eso le era importante confirmar que los mensajes le volvían con fuerza y claridad. No obstante, ni siquiera su confianza resueltamente brillante alcanzaba a disfrazar la soledad casi palpable que irradiaba, algo como un vaho de calor. No demandaba comprensión ni ayuda; como una viuda desolada en un funeral, solo quería que la acompañaran en el dolor. Supongo que era una confirmación de que, contra toda probabilidad y las evidencias internas, seguía existiendo.

      Una sombría tarde de noviembre llegó a mi estudio sumamente emocionada. Como de costumbre, había andado por las calles heladas buscando casa, desanimada y más o menos sin rumbo. A cien metros de la plaza de Primrose Hill, donde habían vivido con Ted al llegar a Londres, había visto un cartel de alquiler en una casa recién restaurada. Ya aquello era un milagro en esos tiempos imposibles y atestados. Pero, más importante, una placa en la fachada de la casa indicaba que allí había vivido Yeats. El verano anterior Sylvia había visitado la torre de Yeats en Ballylee y le había escrito a una amiga que la consideraba «el lugar más hermoso y apacible del mundo». Ahora estaba la posibilidad de vivir en otra torre Yeats, en su barrio favorito de Londres, y en cierto modo compartirla con el gran poeta. Se apresuró a ir a la inmobiliaria e, inverosímilmente, descubrió que era la primera en presentarse. Una señal más. Allí mismo firmó un contrato por cinco años, aunque el alquiler le resultara demasiado caro.