El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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a cabo un deber social delicado pero necesario.

      El pequeño estudio que yo alquilaba había sido un antiguo establo remodelado como vivienda. Estaba al fondo de un pasaje largo, detrás de un garaje, y a su ruinoso modo era bonito, pero también incómodo: para sentarse a charlar no había más que unas delgadas sillas Windsor y un par de alfombras sobre el desnudo linóleo rojo sangre. Le serví a Sylvia una copa y ella, como una estudiante, se instaló a sus anchas en una de las alfombras, frente a la estufa de carbón, a beber el whisky y hacer tintinear el hielo en el vaso.

      —Este sonido me da nostalgia de mi país —dijo—. Es lo único que me da nostalgia.

      Hablamos del poema que había salido en The Observer y luego de nada en particular. Al fin le pregunté qué hacía en la ciudad. Con una suerte de alegría aplicada me respondió que buscaba departamento, y como de paso, añadió que por el momento estaba viviendo sola con los niños. Recordé la última vez que la había visto, en el jardín de Devon rebosante de flores, y me pareció imposible que algo hubiera trastornado el idilio. Pero no pregunté nada y ella no ofreció explicaciones. En cambio se puso a hablar del nuevo impulso de escribir que la dominaba. Al menos un poema por día, dijo, y a menudo más. Tal como lo decía sonaba a posesión diabólica. Y se me ocurrió que quizá fuera por eso que se habían separado, por pasajero que fuese: no era cuestión de diferencias sino de intolerables similitudes. Es probable que cuando dos poetas originales, ambiciosos, plenamente dedicados se unen en matrimonio, y los dos son productivos, cada poema que escribe uno le dé al otro la sensación de que lo ha extraído de su cráneo. A cierto grado de intensidad creativa, que la Musa le sea a uno infiel con su pareja debe ser más insoportable que verla enredada con un ejército de seductores.

      —Me gustaría leerte unos poemas nuevos —dijo ella, y de la mochila que tenía al lado sacó un fajo de hojas mecanografiadas.

      —Es un gusto —dije, alargándome a recibirlas—. A ver.

      Ella negó con la cabeza.

      —No, no quiero que los leas tú. Hay que leerlos en voz alta. Quiero que los escuches.

      De modo que, cruzando las piernas en el suelo incómodo, con el ruido de la limpieza en el piso de arriba, me leyó «Berck-Plage» («Playa de Berck»):

       Este es el mar, pues, esta gran caducidad…

      Leía rápido, con un acento duro y levemente nasal, brusca, como si estuviera enojada. Aún hoy me es difícil seguir ese poema, el desarrollo indirecto, las imágenes concentradas, espesas, anulándose unas a otras. Tuve una vaga impresión de injuria y leve obscenidad, pero creo que no entendí mucho. Así que cuando acabó le pedí que lo leyera de nuevo. Esta vez oí algo más claramente y pude comentar ciertos detalles. Discutimos un poco y ella me leyó más poemas: uno fue «The Moon and the Yew Tree» («La luna y el tejo»); otro, creo, «Elm» («Olmo»); en total seis u ocho. Como no me dejó leer ninguno a mí solo, capté poco de su sutileza, por no decir nada. Pero al menos supe que estaba oyendo algo fuerte, nuevo, con lo cual era difícil entenderse. Supongo que señalé todas las minucias y signos de debilidad que pude como forma de protegerme. Por su parte, ella parecía feliz de leer y discutir, de que la escucharan con buena disposición.

      —Es poeta, ¿no? —preguntó la mujer de la limpieza al día siguiente.

      —Sí.

      —Me lo figuraba —dijo ella con sombría satisfacción.

      Después de esa tarde, Sylvia empezó a pasar a menudo cuando estaba en Londres, siempre con una pila de poemas nuevos para leer. De ese modo oí por primera vez, entre otros, los poemas sobre abejas y «A Birthday Present» («Regalo de aniversario»), «The Applicant» («La aspirante»), «Getting There» («Llegando»), «Fever 103°» («Fiebre»), «Letter in November» («Carta de noviembre») y «Ariel», que me pareció extraordinario. Le dije que era lo mejor que había escrito y pocos días después me envió una copia limpia, escrita cuidadosamente con su letra pesada y redonda e ilustrada, como un manuscrito medieval, con flores y cenefas ornamentales.

      Un día —no sé bien cuándo— me leyó unos poemas que calificaba de «versos ligeros». Se refería a «Daddy» («Papi») y «Lady Lazarus» («Lady Lázaro»). Los leyó con voz ardiente y envenenada. A esas alturas yo ya escuchaba su poesía con bastante claridad, sin rezagarme mucho ni sentir una gran inadecuación. Quedé apabullado. La primera impresión fue que aquello no era tanto poesía como ataque y agresión. Y porque ahora yo sabía algo de la vida de Sylvia, no podía pasar por alto hasta qué punto ella era parte de la acción. Pero comentar eso habría sido sugerir que los poemas eran poéticamente un fracaso, lo cual a todas luces no era así. Como siempre, mi defensa fue fastidiarla con los detalles. Había un verso con el que me ensañé en especial:

       Caballeros, damas

       Estas son mis manos

       mis rodillas estas.

       Tal vez sea piel y huesos,

       tal vez sea japonesa

      —¿Por qué japonesa? —la hostigué—. ¿Solo porque necesitas la rima? ¿O porque el camino más fácil es usar a las víctimas de la bomba atómica? Para usar material tan violento hay que tener cierta prudencia…

      Ella me contestó con agudeza, pero más tarde, cuando el poema se publicó después de su muerte, el verso había desaparecido. Y pienso que es una lástima: realmente necesitaba la rima; el tono es lo bastante controlado como para soportar esa alusión en apariencia no del todo relevante, y yo estaba reaccionando exageradamente a la brutalidad inicial del poema sin entender su extraña elegancia.

      Durante todo ese período lo que mostraban los poemas era del todo diferente de lo que mostraba la persona. En las maneras sociales de Sylvia no había el menor rastro de la desesperación y la despiadada agresividad de su poesía. Seguía exhibiendo una inteligencia y una energía implacables: se ocupaba de los hijos y de su criadero de abejas de Devon, de buscar casa en Londres, de mandar a la imprenta La campana de cristal, de mecanografiar y enviar sus poemas a editores nada receptivos (poco antes de morir mandó una selección de los mejores, la mayoría hoy clásicos, a uno de los semanarios nacionales británicos; no le aceptaron ninguno). También había vuelto a montar a caballo, ahora aprendiendo a dominar un poderoso semental llamado Ariel, y el nuevo entusiasmo la tenía exaltada.

      Con las piernas cruzadas en el suelo rojo, después de leer los poemas, me contaba de las cabalgatas con esa voz vibrante de Nueva Inglaterra. Y acaso porque yo era miembro del club, de forma bastante parecida hablaba también del suicidio: de su intento diez años atrás —que, supongo, habrá tenido en mente mientras corregía las pruebas de la novela— y del cercano incidente con la camioneta. No había sido un accidente: había salido de la carretera adrede, seriamente, con ganas de morir. Pero no había muerto, y ahora aquello era pasado. Por eso estoy convencido de que por ese entonces no pensaba en suicidarse. Al contrario: podía escribir sobre el hecho con tanta libertad porque ya lo había dejado atrás. El accidente era una muerte a la cual había sobrevivido, la muerte que sardónicamente se sentía destinada a sobrellevar una vez por década:

       He vuelto a hacerlo.

       Cada diez años

       lo consigo—

       Una suerte de milagro andante (…)

       Tengo apenas treinta.

       Y como el gato puedo morir nueve veces.

       Esta es la Número Tres.

      En la vida, como en el poema, no había en su voz histeria ni ruego de comprensión. Hablaba del suicidio con un tono muy semejante al que usaba para hablar de cualquier otra actividad ardua, arriesgada: era un tono urgente, incluso feroz, pero sin ninguna autocompasión. Como si considerase la muerte un reto físico que había superado una vez más. Una experiencia de índole no muy distinta