El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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que con el arrastre de las semanas se iban volviendo más escasos e inamistosos. Lavar la vajilla era una operación mayúscula. El rumor gástrico del agua en las cañerías obsoletas era más dulce que el son de las mandolinas. A igual paso, los plomeros eran más caros que el salmón ahumado y aún más difíciles de encontrar. Flaqueaba el gas y las costillas de los domingos eran magras. Flaqueaban las bombillas y, por supuesto, era imposible conseguir velas. Flaqueaban los nervios y se desmoronaban matrimonios. Por último flaqueaba el corazón. Daba la impresión de que el frío no acabaría nunca. Rezongos, rezongos, rezongos.

      En diciembre, The Observer había publicado un largo poema inédito de Sylvia llamado «Event» («Acontecimiento»); a mediados de enero publicamos otro, «Winter Trees» («Árboles de invierno»). Sylvia me escribió una nota al respecto, añadiendo que quizá deberíamos llevar a los niños al zoológico, donde me enseñaría «el desnudo verdegrís del cóndor». Pero ya no pasaba a visitarme con sus poemas. Más avanzado el mes me encontré con el director literario de un gran semanario. Me preguntó si había visto últimamente a Sylvia.

      —No. ¿Por qué?

      —Me preguntaba, nada más. Nos envió unos poemas. Muy extraños.

      —¿Te gustaron?

      —No —contestó él—. Demasiado extremos para mi gusto. Se los devolví todos. Pero no parece estar bien. Creo que necesita ayuda.

      Su médico, un hombre sensible y sobrecargado de trabajo, pensaba lo mismo. Le recetó sedantes y le arregló una consulta con un psicoterapeuta. Como ya la había mordido una vez la psiquiatría en Estados Unidos, Sylvia estuvo un tiempo dudando de concertar la cita. Pero la depresión no remitía y por fin envió la carta. La cosa no funcionó. Bien se perdió la carta de ella, bien la del terapeuta dándole fecha; aparentemente el cartero entregó una de las dos en una dirección equivocada. La carta del terapeuta llegó dos días después de que ella muriese. Fue uno de los muchos eslabones de la cadena de accidentes, coincidencias y errores que culminaron con su muerte.

      Por lo que sé de los hechos estoy convencido de que esa vez no pretendía morir. El intento de suicidio de diez años atrás había sido, en todo sentido, mortalmente serio. Sylvia había robado las píldoras con riguroso disimulo, había dejado una nota engañosa para borrar sus huellas y se había escondido en el rincón más oscuro y menos usado de un sótano, reacomodando a su paso los leños que había desplazado, encerrándose como un esqueleto en el armario familiar más recóndito. Luego se había tragado un frasco de cincuenta somníferos. La habían encontrado tarde y por casualidad, y solo había sobrevivido de milagro. La vida fluía en ella con demasiada fuerza incluso para la violencia que le había infligido. Así es, en todo caso, como describe ella el hecho en La campana de cristal; no hay razón para pensar que lo haya falseado. De modo que había aprendido por la fuerza qué posibilidades tenía un suicidio de no consumarse; había aprendido que la desesperación debe ser compensada con una atención casi obsesiva al detalle y al disimulo.

      A esta luz da la impresión de que en el último intento se cuidó de no tener éxito, pero a esas alturas todo conspiraba para destruirla. Una agencia de empleo le había encontrado una au pair para que la ayudara con los niños y la casa mientras ella escribía. La chica, una australiana, debía llegar el lunes 11 de febrero a las nueve de la mañana. Entretanto se le había agravado un problema recurrente, la sinusitis; en el departamento recién remodelado se habían congelado las cañerías; seguía sin haber carta ni llamada del psicoterapeuta; el tiempo se mantenía monstruoso. La suma de enfermedad, soledad, depresión y frío, combinada con las demandas de los dos pequeños, era demasiado para ella. Por eso el fin de semana se marchó con los niños a la casa de unos amigos en otra parte de Londres. El plan era, creo, volver la mañana del lunes, a tiempo para recibir a la muchacha australiana. Pero en cambio decidió volver el domingo. Los amigos no estaban de acuerdo pero ella insistió, hizo alardes de gran eficiencia y se mostró alegre como no lo estaba desde hacía mucho. De modo que la dejaron irse. Esa noche, a eso de las once, llamó a la puerta del pintor que vivía debajo de ella, un hombre mayor, para pedirle prestadas unas estampillas. Se demoró en la puerta conversando, hasta que logró saber que él debía levantarse temprano al día siguiente. Sylvia le dio las buenas noches y subió a su casa.

      Sabe Dios qué noche de insomnio habrá pasado o si habrá escrito algún poema. Por cierto que en los últimos días de su vida escribió uno de sus poemas más hermosos, «Edge» («Filo»), que trata específicamente del acto que iba a llevar a cabo:

       La mujer está concluida.

       El cuerpo

       muerto muestra la sonrisa de la realización,

       en los rollos de la túnica fluye

       la ilusión de una necesidad griega.

       Los pies

       desnudos parecen decir:

       hasta aquí hemos llegado, se acabó.

       Cada niño muerto se enroscaba, serpiente blanca,

       ante una jarrita

       de leche, que ahora está vacía.

       Ella los ha plegado

       de nuevo a su cuerpo como pétalos

       de una rosa cerrada cuando el jardín

       se tensa y las hondas gargantas dulces

       de las flores nocturnas sangran aromas.

       La luna, que mira desde su capucha de hueso,

       no tiene por qué entristecerse.

       Está acostumbrada a estas cosas.

       Su atuendo negro cruje y se arrastra.

      Es un poema de paz y de resignación profundas, totalmente falto de autocompasión. Aun con un tema tan abrumadoramente cercano, Sylvia sigue siendo una artista absorta en la tarea práctica de permitir que cada imagen desarrolle una vida propia plena y quieta. El hecho de que esté escribiendo sobre su muerte es casi irrelevante. Hay otro poema también muy tardío, «Words» («Palabras»), que trata de cómo el lenguaje permanece y resuena mucho después de que haya pasado la agitación de la vida; lo mismo que «Filo», tiene una calma traslúcida. Si estas piezas fueron de las últimas que escribió, creo que al final Sylvia debió de aceptar la lógica de la vida que había estado llevando y llegar a un acuerdo con sus terribles necesidades.

      Hacia las seis de la mañana subió a la habitación de los niños y dejó un plato de pan con manteca y dos jarros de leche, por si tenían hambre antes de que llegara su au pair. Después volvió a la cocina, selló la puerta y la ventana lo mejor posible con paños, abrió el horno, metió la cabeza dentro y giró la llave del gas.

      La muchacha australiana llegó puntualmente a las nueve. Por mucho que tocó el timbre y golpeó largamente la puerta no obtuvo respuesta. De modo que fue a buscar una cabina para telefonear a la agencia y confirmar la dirección. Dicho sea de paso, el apellido de Sylvia no figuraba en ninguno de los timbres de la casa. Normalmente, a esa hora el vecino de abajo debía estar despierto; aun si se hubiera dormido, los golpes de la chica lo habrían despertado. Pero resultó que el hombre padecía un grado de sordera y dormía sin el audífono. Más importante aún, tenía el dormitorio justo debajo de la cocina de Sylvia. El gas se filtró hasta allí y lo dejó desvanecido, a tal punto que los golpes no lo despertaron. La muchacha volvió y probó otra vez, siempre sin éxito. Una vez más telefoneó a la agencia para pedir consejo; le dijeron que fuera de nuevo a la casa. Ya eran casi las once. Ahora tuvo suerte: habían llegado unos albañiles a trabajar en las instalaciones heladas y la dejaron entrar. Cuando llamó a la puerta de Sylvia no le respondió nadie y el olor a gas era abrumador. Los albañiles forzaron la cerradura y encontraron a Sylvia tendida en la cocina. Todavía estaba