El Dios Salvaje. Al Alvarez

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Название El Dios Salvaje
Автор произведения Al Alvarez
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789874178572



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para una de las páginas de chismes. Lo llamé y acordamos llevar a los niños de paseo a Primrose Hill. La idea parecía simpática y neutral.

      Ellos vivían en un departamentito, no lejos del zoológico de Regent’s Park. Las ventanas daban a una plaza ruinosa: casas descascaradas alrededor de un jardín salvaje de tan abandonado. Más cerca de la colina el refinamiento avanzaba rápido: elegantes agencias inmobiliarias de periódico dominical empinaban sus carteles, todas las puertas de entrada eran de colores de moda —«melón», «mandarina», «mora», «verde Támesis»— y proliferaba una sensación de relucientes interiores blancos, de viejas casas enriquecidas y ampliadas por las reconversiones.

      Pero la manzana de ellos aún no había sido tomada. Era sucia, agrietada y llena de barullo infantil. Las hileras de casas aledañas seguían ocupadas todavía por familias obreras para las cuales se habían construido hacía ochenta años. Todavía no las habían refinado cuadruplicándoles el precio, aunque esto no tardaría en suceder. Tras subir un tramo de escalera destartalada se llegaba al departamento de los Hughes sorteando un cochecito y una bicicleta que había en el rellano. Era tan pequeño que todo parecía puesto de lado. Uno se insertaba en un pasillo estrecho y abarrotado donde apenas podía quitarse la chaqueta. La cocina solo aceptaba una persona que, con los brazos extendidos, podía abarcarla toda. En la sala había que sentarse alineados, codo con codo, entre una pared de cuadros y una pared de libros. En la habitación contigua, empapelada con un motivo de flores, no había espacio más que para una cama matrimonial. Pero los colores eran alegres, y en el lugar había una atmósfera vivaz, de trabajo en marcha. En una mesita junto a la ventana había una máquina de escribir que se alternaban en usar, cumpliendo cada uno un turno mientras el otro cuidaba al bebé. Por la noche la apartaban para hacerle lugar a la cuna. Más tarde alquilaron a otro poeta norteamericano, W. S. Merwin, una habitación donde Sylvia trabajaba por las mañanas y Ted por las tardes.

      Era el momento de Ted. Estaba al borde de una reputación considerable. Su primer libro había sido bien recibido y ganado toda clase de premios en los Estados Unidos, lo cual suele significar que el segundo será un anticlímax. Sin embargo, Lupercal había satisfecho y superado las promesas de El halcón en la lluvia. En la insípida escena de la poesía inglesa había surgido una figura poderosa e innegable. Por mucho que desconfiara de su obra, por muy naturales que fueran las dudas, Ted debía de tener cierto sentido de su fuerza y de lo que había logrado. Solo Dios sabía adónde iría a parar, pero en un aspecto esencial ya había llegado. Era un hombre alto y fornido con chaqueta de corderoy negro, pantalones negros y zapatos negros; el pelo oscuro le caía revuelto hacia delante; tenía una boca larga e ingeniosa. Dominaba la situación.

      En aquellos días, Sylvia pasaba algo inadvertida; la poeta había retrocedido para dejar en primer plano a la madre y ama de casa. Tenía un cuerpo largo, más bien plano, y una cara alargada, no bonita pero alerta y sensitiva, de boca vivaz y hermosos ojos marrones. Se recogía el pelo castaño en un moño. Llevaba jeans y una pulcra y vigorosa camisa norteamericana: era clara, limpia, competente, como una joven de anuncio de cocinas, amistosa y sin embargo un poco distante.

      Sus antecedentes, de los que entonces yo no sabía nada, desmentían ese aire hogareño. Había sido niña prodigio —el primer poema lo había publicado a los ocho años— y luego alumna brillante, ganadora de todos los premios posibles, primero en la secundaria y luego en Smith College, becas a más no poder, altas calificaciones, la orden Phi Beta Kappa, presidencias de sociedades estudiantiles y distinciones a granel. Una relumbrante revista neoyorquina, Mademoiselle, la había escogido como una figura que se destacaría; le ofrecieron vino y cena, y la fotografiaron por todo Manhattan. Luego, casi inevitablemente, se ganó una beca Fulbright para Cambridge, donde conoció a Ted Hughes. Se casaron en 1956 en Bloomsday (16 de junio, el día en que transcurre el Ulises de Joyce). Detrás de Sylvia había una madre viuda y sacrificada, una maestra de escuela que se había deslomado para que sus dos hijos florecieran. El padre de Sylvia —ornitólogo, entomólogo, autoridad internacional en abejorros y profesor de biología en la Universidad de Boston— había muerto cuando ella tenía nueve años. Ambos padres eran de familias alemanas y germanohablantes, académicos e intelectuales. Cuando después de Cambridge Sylvia y Ted fueron a los Estados Unidos, parecía tan natural como seguro que ella hiciera una carrera universitaria deslumbrante.

      En apariencia era una típica historia de éxito: la graduada fulgurante que se lanza a tal velocidad y con tal constancia que nada puede darle alcance. A veces esto dura toda la vida, siempre que nada interfiera la inercia ni que, a fuerza de velocidad y presión, el vehículo de tantos triunfos se desintegre en astillas. Entre el mes de su aparición en Mademoiselle y el último curso universitario, Sylvia tuvo un colapso nervioso y un intento grave de suicidio, temas de su novela The Bell Jar (La campana de cristal). Luego, una vez restablecida en Smith —«una profesora notable», decían sus colegas—, perdió el interés por los premios académicos. De modo que en 1958 hizo a un lado la vida universitaria —Ted nunca había considerado la perspectiva seriamente— para hacerse freelancer, confiada en la suerte y en su talento de poeta. De todo esto yo me enteraría más tarde. Ahora, Sylvia simplemente había bajado el ritmo; se la veía apagada, abstraída en su hijita, y amistosa solo de esa manera formal, hueca y transatlántica que lo mantiene a uno a distancia.

      Ted bajó a preparar el cochecito mientras ella vestía al bebé. Yo me aparté un minuto y le abroché la chaqueta a mi hijo. Sylvia se volvió hacia mí, súbitamente y sin efusión.

      —Me alegró mucho que eligieras ese poema —dijo—. Es uno de mis favoritos, pero parece que no le gusta a nadie más.

      Por un momento quedé totalmente en blanco, no sabía de qué estaba hablando. Ella se dio cuenta y me ayudó.

      —El que pusiste en The Observer el año pasado. Ese sobre la fábrica en la noche.

      —Por Dios, Sylvia Plath. —Ahora, la efusión era mía—. Lo siento. Era un poema precioso.

      «Precioso» no era la palabra indicada, ¿pero qué otra cosa decirle a una ama de casa joven y brillante? Yo lo había sacado de un fajo de poemas llegado de los Estados Unidos, inmaculadamente mecanografiados, en un sobre a mi nombre y eficientemente provisto de tarjeta de respuesta internacional. Todos estaban bien trabajados y mostraban talento, pero eso en sí no era raro por aquel entonces. El final de la década de los cincuenta fue para la poesía estadounidense un período de estilo particularmente elaborado: todo campus que se preciara tenía su propio técnico poético «brillante». Pero en al menos uno de aquellos poemas había algo más que elegancia retórica. No llevaba título, aunque más tarde en The Colossus (El coloso) ella lo llamaría «Night Shift» («Turno de noche»). Era uno de esos poemas que empiezan diciendo con tal fuerza de qué no tratan, que uno no cree las explicaciones que siguen:

       No era un corazón, que late

       con estruendo mudo, ese tráfago

       lejano, ni sangre que redobla

       en los oídos por la fiebre

       y se impone a la noche.

       El ruido venía de fuera:

       Una detonación metálica

       nativa, era evidente, de

       aquellos suburbios quietos: a nadie

       sobresaltaba, aunque su martilleo

       atronador sacudía el suelo.

       Arraigó a mi llegada…

      A mí me había parecido más que un ejemplo de buena descripción para usar y moralizar, como dictaba la moda de la década. El tono era fogoso y todos los detalles de la escena parecían volverse continuamente hacia dentro. Es un poema, supongo, sobre el miedo y, aunque en el desarrollo el miedo se racionaliza y se explica (el martilleo nocturno proviene de máquinas en funcionamiento), acaba reafirmando precisamente las amenazadoras fuerzas masculinas