Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
—Está bien, escribe aquí a Sean: “No puedo ir ahora, luego iré”.
Está loca, pensó, ¿qué quiere exactamente? ¿Cómo se le ocurre que me ponga a escribir aquí en medio?, pero había algo que le empujaba a él y a los demás como él a obedecer ciegamente, y a veces no tan ciegamente, cualquier orden que viniera de un americano o de una americana como ella. La veía más perdida que él incluso, pero cuando tienes el poder no importa ninguna otra contingencia, ni siquiera esa de estar perdido: tienes el poder y ya está y eso es motivo suficiente de seguridad y ejerces ese poder, aunque estés perdido y aunque ese ejercicio vaya a perder a los demás. Y los demás, con su obediencia, confirman y afianzan ese poder.
Escribió las palabras que le había pedido. Lucy sonrió aún más y se despidió con un bye, bye pronunciado con ligereza, pero que, en cambio, resonó en los oídos de Francis como si fueran disparos de esas pistolas que tanto gustan aquí. Siguió trabajando y procuró olvidarse de aquella mujer tan tonta y extraña. No entendía su insistencia en acercarse a él. Tampoco entendía a Sean, que tan pronto estaba de buen humor y se acercaba sonriente y hasta con cariño, como estaba huraño y ensimismado y no era capaz ni de saludarle.
Eran las doce y media de la mañana cuando el jovencito Collin, que seguía como una sombra a Mr. Graham, el jefe inmediatamente superior a Sean Peterson, se acercó a Francis y le dijo que le acompañara al despacho. Vaya, pensó, Francis, esta mañana todo el mundo quiere verme. Bruno había vuelto y podía asumir, aunque no por mucho rato, la tarea de los dos.
Nunca les llamaba Graham a no ser que fuera algo excepcional y empezó a seguir a Collin envuelto en una sombra de duda. No tenía ni idea de qué era lo que quería. A Francis por un momento le creció dentro una brizna de esperanza: quizás, pensó, se trata de un ascenso. Soñaba con que le hicieran jefe de la cuadrilla de trabajadores en la que estaba incluido. Él sabe leer y escribir bien, no es un zoquete como los demás, sí, se tratará de eso. Quizás sus jefes se fijan más en él de lo que cree. O quizás es solo que le quieran felicitar por no faltar nunca, por llegar siempre media hora antes, por estar disponible si le piden que sustituya a alguien del turno siguiente de tarde, por venir a trabajar aunque tenga fiebre, por no cuestionar nunca las órdenes de los jefes ni discutir, como hacen otros, la bondad de Mr. Ford.
Se le ocurrían mil y un motivos por los que Graham pudiera felicitarle. El corazón le iba cada vez más rápido ¿Por qué no iba a sonreírle la vida alguna vez? Si era buena persona, buen trabajador, ¿por qué no iba él a recibir alguna recompensa de la vida, algún reconocimiento de todo su esfuerzo, de todos sus sacrificios? De repente, pensó que le hubiera gustado antes ir al servicio porque se estaba orinando y estuvo a punto de decírselo a Collin, pero ahora ya estaban demasiado lejos de los lavabos. Cruzaron la nave y subieron por la escalera de madera que conducía a las oficinas desde las cuales se tenía una visión panorámica de toda la cadena de montaje.
Los cristales de los despachos aislaban algo del ruido de las máquinas, aunque estos se seguían oyendo, como una radio que se baja de volumen. Cuando se cerró la puerta detrás de él, olió el humo del puro de Graham, y el olor a la piel de los pequeños sillones que había en una de las paredes. También le llegó algo así como un perfume que dedujo llevaría el Sr. Graham. Allí olía a dinero, a ocio, a comodidad, a deporte al aire libre, a familia en casa. Y esto le hundió momentáneamente: sin saber por qué el notar que aquí olía de otra manera le hizo sentir que era inmenso el abismo que le separaba de los americanos, que este era tan grande que quizás fuese infranqueable, como si el olor fuera una unidad de medición de esa distancia, más fiable y exacta que el propio dólar.
Mr. Graham estaba sentado en su silla y tenía las manos apoyadas en los reposabrazos. Francis reparó entonces en que, sentado delante de él, estaba Mr. Peterson. Iba a explicarle que antes no había podido acudir a su llamada, pero Sean ni siquiera le miró, siguió con la mirada fija hacia delante y continuó sin girarse cuando Graham empezó a hablar:
—Buenos días, le hemos llamado porque necesitamos hacerle algunas preguntas.
—Usted dirá, dijo Francis sorprendido.
—Pues vera usted, quisiéramos saber qué pretende con Miss Peterson.
—¿Qué?, ¿qué?, ¿cómo? Es que no entiendo su pregunta, señor.
—Usted persigue a la Sra, Peterson: es así de claro Y si persiste en esta actitud, nos veremos obligados a tomar medidas que no deseamos tomar.
Francis adelantó su cuerpo y quiso tocar el hombro de Sean, pero este lo apartó.
—Señor, eso no es cierto.
—Tenemos pruebas, contestó con severidad Graham
—¿Pruebas?
Por toda contestación, Mr. Graham le adelantó el reverso del recibo en el que él había escrito: “No puedo ir ahora. Luego iré.”
—¿Qué me dice de esto?
—Señor, titubeó Francis, ella ha venido,
—¡Esto es inadmisible, ahora resultará que es mi mujer la que va detrás de él!, dijo Sean con su voz aflautada y con un tono despectivo que hubiera herido hasta al más insensible.
—Bueno, será mejor que no diga nada más – sugirió Graham a Francis.
Algo se aflojó dentro de él y notó su entrepierna mojada. Miró avergonzado de soslayo su pantalón, asustado porque pudiera verse desde fuera la mancha de orina, pero no había calado. A partir de ese momento solo quería irse de allí, huir, salir corriendo.
—Mire, solo queremos advertirle de que esto no puede volver a suceder.
Sean Peterson mantenía sus finos labios apretados, la mirada fija en un punto indefinido. Mr Graham continuó:
—Si yo tuviera cualquier noticia más sobre este asunto, le volvería a llamar, pero esa vez sería la última vez que me viera y que yo le viera a usted. Si hoy no tomamos ninguna medida es en consideración a su expediente, que hasta hoy era intachable. Aléjese de Ms Peterson, por su bien. Esta historia no tiene ningún sentido. Ustedes, los trabajadores, están allí - dijo esto mientras dirigía el dedo índice hacia abajo-, nosotros aquí, añadió.
Esto último lo había dicho con un movimiento enfático esta vez de los dos dedos índices señalando el despacho donde se encontraban. Collin, acompañe al señor a su puesto de trabajo.
Nada más abrir la puerta para seguir a Collin, le llegó con toda su crudeza el sonido ensordecedor de las máquinas, el olor a caucho de los neumáticos, el de metal fundido, tan intenso que parecía que lo que se estaban quemando eran las entrañas de uno, el olor a pintura de las chapas, olores que se introducían en la ropa y en la piel y que luego costaba tanto deshacerse de ellos. No podía entender lo que había sucedido y al cruzarse con John este le hizo un gesto con la cabeza, como preguntando qué pasaba. A la salida, Francis, con el impacto todavía de lo ocurrido, le explicó lo que había pasado:
—Te dije que te alejaras de ella, y de Sean también, Francis.
—Los americanos, los americanos son malos, John.
—No, en realidad, contestó John, es que no sabemos cómo son los americanos, ni ellos cómo somos nosotros. El problema es que no nos conocemos y así cada uno piensa lo que quiere, lo que le da la gana. Tú puedes pensar que ellos son malos, ellos que nosotros somos peligrosos, y vete a saber qué más. No tenemos trato, en realidad no sabemos nada unos de otros y cubrimos esa laguna como podemos.
—Pero Sean,
—Sean es un americano, continuó John, no es “los americanos”. Si yo te había dicho que te alejaras de él es porque a mí me habían comentado que, por debajo de su sonrisa y su amabilidad, crece un odio sordo hacia todos los que hemos venido de fuera. Él cree que venimos a quitar el trabajo a los americanos.