Mi abuelo americano. Juana Gallardo Díaz

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Название Mi abuelo americano
Автор произведения Juana Gallardo Díaz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418575617



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Francis, pero hay gente que no piensa así.

      —Esto es muy complicado. No sé si voy a aguantar, dijo Francis con tono de derrota.

      —Bueno, por lo pronto ya llevas casi tres años, y también tenemos momentos buenos, Francis. Se trata de tener los ojos y los oídos bien abiertos. No podemos dejar pasar detalle. No podemos relajarnos. Esto es una lucha: la lucha por salir de la pobreza y en las luchas uno no se relaja. Piensa en lo bueno también.

      —Pero, John, ¿por qué yo?, ¿por qué Sean la tiene tomada conmigo si al principio parecía que me apreciaba?

      —Eso no lo sé, pero es verdad que algo ha tenido que pasar para que él se fije en ti.

      De repente, a Francis le viene el recuerdo de una situación vivida al principio. Hacía ya un año, más o menos, que Francis estaba en América y parecía, efectivamente, que Sean le tenía especial estima. A veces le pedía que fuera a arreglar algo de su casa, algún seto del jardín, alguna cañería reventada por el hielo en invierno. Luego, su mujer, Lucy, les preparaba siempre algún refresco. Una tarde, los dos le empezaron a preguntar con interés cómo era su vida en España y Francis les contó de dónde venía, aunque le abrumaba la presencia de aquellas personas, y le resultaba violento tener trato con su jefe fuera de la fábrica, cosa que no era habitual.

      —Yo me vine porque pasaba necesidades, señor, y porque aquello es un desastre. Tenemos una guerra con los moros del Rif que acabará mal. En julio de este año nuestros soldados se han enfrentado con los de Abb el-Krim y me he enterado por la prensa que ha sido una vergüenza y una tragedia la derrota: ¡más de 8.000 soldados muertos! Y uno de ellos podía haber sido yo.

      Sean le escuchaba fumándose un puro, lo mordía siempre hasta destrozarlo, como si aquel puro fuera un pecho que no diera leche.

      —¡Estáis muy atrasados! –comentó.

      —No lo sabe usted bien, señor. Allí no tenemos ni luz, ni agua en las casas, ni esperanza.

      —Háblame de tu mujer y tus hijos, Francis.

      —Pues allí están, la pobre Isabel al cuidado de los dos niños, de Miguel, el mayor, que tiene ahora cinco años y de Emilia, que tiene cuatro. Con el dinero que les estoy enviando desde aquí al menos pueden comer. No da para mucho más, no se crea.

      —¿Quieres decir que te parece poco lo que os paga el Sr. Ford?

      —No, no he querido decir eso. Pero yo aquí también tengo gastos, vamos, que no es para tirar cohetes.

      Recuerda también Francis que, en aquel momento, la cara de Sean le desconcertó, porque su expresión cambió, como una leche que se agria repentinamente y, por eso, Francis necesitó rectificar:

      —Que yo estoy muy contento, que el Sr. Ford es muy bueno y sé que tengo mucha suerte de trabajar con él.

      —Y tú, Francis, ¿a qué aspiras?

      —Bueno, yo no es que lo haya pensado mucho, pero quiero prosperar. He venido aquí no para estar siempre igual, sino porque me habían dicho que si trabajas bien y duro, te conviertes en otro.

      —¿En otro?

      —Sí, a mí me gustaría ascender si pudiera.

      —¿Ascender?, ¿a dónde?, ¿qué quieres decir?

      —Señor, ya sabe usted que sé leer y escribir bien, que entiendo las cosas, que mis manos obedecen las órdenes que les da mi cabeza, y no solo eso sino que mi cabeza puede pensar. No quiero dedicarme todos los días de mi vida a hacer los mismos gestos. Puedo hacer otras labores.

      —Vaya, vaya, ¿cómo cuáles?

      Sean se frotaba las manos una contra otra y luego se las limpiaba en el pantalón. Era un gesto que hacía a menudo, cuando notaba sus manos sudadas, cosa que ocurría con tanta frecuencia como la subida del rubor de su cara, un acaloramiento repentino que era como la campanilla con la que los bomberos avisan de su paso hacia un incendio.

      Francis recuerda que aquel día pensó que era el momento de sincerarse, de hablarle a Sean de su ambición, de confiar, como él parecía que confiaba a su vez en él al encargarle aquellos arreglos en su casa, o al plantearle ese trato que, desde hacía días, le proponía de comprarse una bicicleta a plazos financiada por él.

      —Señor, a mí me gustaría ser el jefe de la cuadrilla, dirigir yo el trabajo de los nueve hombres que formamos parte de ella. Vigilar para que cada uno cumpla con su tarea, organizarlo todo para que el trabajo se realice bien y en el menor tiempo posible. Puedo hacerlo.

      Sí, ahora recuerda el cambio en la expresión de Sean, la sonrisa irónica de Lucy, la mirada que se intercambiaron los dos de conmiseración y desconfianza a la vez. En aquel momento, Francis no entendió, porque no podía, pero ahora sabe más de este mundo y piensa que, a partir de esa conversación, empezaron a suceder cosas extrañas con aquella pareja: que le robaron la bicicleta y Sean no tuvo ninguna compasión; que cuando Graham sale de su despacho y se queda observando con admiración la diligencia y habilidad de Francis, Sean le distrae y lleva su atención hacia otro lugar; que ahora ha querido mancillar su honor y su honra acusándole de algo que él no haría nunca. Y se lo contó así a John, le contó estas sensaciones, estas sospechas que le caían en cascada. Y John le dijo:

      —Sí, eso puede ser una explicación. Ese día Sean vio tu ambición y no pudo soportarla. Su sucia mente está preparada para aceptar que vengamos a hacer los trabajos que ellos no quieren, pero no para aspirar a hacer lo que ellos hacen. Como Sean hay muchos, pero yo espero que haya muchos otros que no sean como él.

      Por la noche, cuando Francis llegó a casa, vio la mancha de orina en el calzón. Me he meado, me he meado de miedo. Me he meado. Lo decía con incredulidad y tristeza. Y sí, tenía miedo, mucho miedo, porque sentía que casi había sido un milagro lo que le había salvado hoy. Graham había dicho que la próxima vez iría fuera y eso le aterrorizaba. ¿Qué iba a hacer él fuera de la Ford?, ¿adónde iría?

      Se acordó con melancolía de James, de las esperanzas que los dos traían en aquel barco, de la compañía que se hacían al principio y de cómo, sin saber por qué, se había ido resquebrajando su amistad como el tronco de un árbol ya muerto. No había vuelto a ver al chico. De vez en cuando tenía noticias de él a través de Lander Nikopolidis, cuando este salía por las noches con su tristeza a cuestas y luego volvía borracho, con más tristeza todavía. Lander decía que se lo encontraba, que James era un pájaro nocturno, que iba bien vestido, que reía, que tenía a todas las mujeres que quería, que parecía que manejaba dinero, pero Lander siempre añadía: a pesar de todo, a mí no me gusta la gente con la que va, sus amigos Joshua, Adam y Daniel, parecen hienas cuando se ríen y tienen la mirada del diablo.

      Francis sabe que tiene que hacer algo, pero todavía no sabe qué. James nunca va a volver y la única manera de verlo sería ir él a ese mundo de oscuridad y perdición donde James vive ahora, pero Francis es cobarde y no se atreve. Todavía piensa que puede pasar desapercibido en la vida, no sabe que los indiferentes, es decir aquellos que han apostado por no dejar huella son, precisamente, los que no tienen, según Dante, ningún lugar. No pueden ir al cielo porque no hicieron buenas acciones, pero tampoco los aceptarán en el infierno porque no hicieron nada malo. Él cree, equivocadamente, como se dará cuenta más tarde, que la virtud está en la tibieza.

      9

      El hambre y la locura

      Desde hacía unas semanas Neala Ryan estaba en la casa. Bella le había preparado, con ayuda de Francis, una cama pequeña en su habitación. Tomó la decisión de que viviera con ella después de que se perdiera y tardaran todo un día y una noche en encontrarla. Estaba en la orilla del río Rouge, sentada en un banco y, cuando le preguntaron qué hacía allí, dijo que estaba esperando a Liam, su marido.

      Bella recuerda vagamente que una vez, antes de que su madre perdiera la memoria, ésta le explicó que su matrimonio había naufragado en barriles de alcohol, pero que lo que lo liquidó definitivamente fue que a su marido se le metió en la cabeza que Neala