Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
Tenía la edad de James, veintitrés años y, a base de conversaciones llenas de monosílabos y silencios, que no parecían incomodar a ninguno de los dos, se había ido tejiendo una relación que les hacía buscarse a la salida de la fábrica para vivir ese momento único, con la misma necesidad que el náufrago otea el horizonte.
Él pensaba que nadie se había dado cuenta, pero ahora las palabras de James le hacían comprender que no era así y sintió vergüenza, vergüenza de rebajarse a sí mismo a hablar con una negra, vergüenza de los sueños impúdicos que tenía con ella, vergüenza de estar cometiendo una nueva equivocación en su vida y, a pesar de saberlo, no hacer nada nada por evitarlo, y sintió vergüenza también de lo que le diría Isabel, de que le escupiría a la cara si se enterara: estaba seguro. Y con razón.
En medio del río de resentimiento que estaba creciendo entre ellos, James le reprochó ese día su relación con Candy. El chico es muy listo y ha apuntado bien, piensa Francis, porque esa furtiva relación con Candy es lo único que tiene él en ese mundo y, por eso, Francis no pudo reaccionar y, tirando el pitillo que tenía en la boca, le dijo:
—Ojalá este sitio no te convierta en una mala persona.
—Llamar a las cosas por su nombre no es ser mala persona, Francis, lo que pasa es que tú ahora mismo te has visto pillado. La gente lo habla, habla que esa mujer y tú os miráis, y te aseguro que eso no es nada bueno para ti. Tú quieres dar lecciones, pero, en realidad, nadie puede dar lecciones. Que cada uno apechugue con lo que le pase.
Se fue para dentro. La conversación con el chico le había dado la claridad que le faltaba ¿Qué hacía él con una negra? Al día siguiente, cuando se encontró con Candy en la fuente, bebió agua sin mirarla y, cuando a la salida, ella le buscó con la mirada, él le devolvió lo que correspondía: una mirada de desprecio. Y ella entonces le dijo: I’m sorry, Sir. I’m afraid you are wrong.
6
La llegada de la primavera
Esta primavera de 1923 está siendo dulce. Francis ha pagado ya toda la deuda de la bicicleta a Sean. Al principio albergaba cierto resentimiento hacia él, pero se le fue pasando. Era lógico que él quisiera cobrar su deuda. No tenía sentido que Sean perdiera el dinero que había costado aquella bicicleta, tampoco él tenía la culpa de que hubiera tenido tan mala suerte y se la robaran casi el día que la estrenaba. No, no tenía sentido que Sean no cobrara aquel dinero y él tampoco habría aceptado porque no le parecía justo. Pagó su deuda dólar a dólar. Y así sintió su honra intacta.
En la casa están bien. Aumenta cada día la confianza que sienten entre sí y con Bella. Ella también se apoya en ellos. No tiene demasiadas amigas. En realidad no tiene ninguna amiga y el hecho de que camine siempre con los hombres que tiene alojados en su casa, aumenta más su aislamiento. Cuando se dirigen a algún lugar juntos, sobre todo en fin de semana, oyen a los vecinos murmurar: “Ahí van Bella y sus hombres”. Lo dicen con sorna y con malicia. Y eso sorprende a Francis: las cosas son distintas aquí, las ciudades, los ríos, las plantas, las costumbres, pero las personas son idénticas, de modo que cuando Francis les oye murmurar en inglés, oye también los mil y un murmullos que se oían por las calles de Maleza.
Solo una cosa le partió el corazón aquella primavera. James le había dicho que necesitaba irse, que veía que aquí no se hacía grande. Eres más padre que mi padre, le dijo con rabia un día. A partir de esa conversación el muchacho le miraba siempre con ojos desconfiados.
Francis no supo qué decir, no entendía en qué le había fallado. Un día, en el que estaban los dos en el salón, Francis le dijo:
—Todo lo que hago es por tu bien.
Y el chico iracundo le contestó:
—¡Por el bien tuyo, por lo que tú crees que es el bien! Que no te enteras de nada.
Bella entró en el salón en el momento en el que James estaba gritando eso. Ella sospechaba que James quería irse y lo sentía tanto como Francis, pero era una especialista en libertad, amaba la libertad como otros aman su casa, en realidad amaba la libertad más que su propia vida. Quizás por eso no dejará de sufrir nunca, pero por eso también podía entender con más claridad a James, porque Francis va a tardar aún un tiempo en quitarse de encima la cadena de la seguridad a la que está atado. Es demasiado cobarde, el miedo lo aprisiona y pretende, sin él mismo saberlo, que los demás vivan en la estrecha jaula que ese miedo describe. Bella sí sabía que lo último que tenía que hacer era impedir que James se fuera. Los tres se quedaron en silencio mirándose y, al final, fue el muchacho el que se levantó airado diciendo que iba a dar una vuelta.
—No podemos hacer nada – dijo Bella, dirigiéndose a Francis.
Francis se fue también. Caminó, mirando sin ver. Los jardines de todas las casas estaban a reventar de flores. Cuando la nieve lo cubre todo, tienes la impresión de que nada va a sobrevivir al frío, pero es ese frío, precisamente, y el agua de la nieve los que luego hacen posible toda esta eclosión de vida y de colores, porque combaten en el silencio y la oscuridad del invierno todo tipo de parásitos que, de sobrevivir, impedirían la vida en primavera. Lo piensa, se lo repite. Quizás ocurra lo mismo con nosotros y con nuestra vida. Quizás los infortunios nos limpien para que pueda aparecer luego una abundante cosecha, para que se cumpla el sueño de la prosperidad. Y se convence de que tiene que esperar, dar un tiempo, permitir que James describa la trayectoria que necesita dibujar. Por un momento lo ve claro, que la condición de posibilidad de su afecto es, precisamente, esa: que acepte la decisión que el joven quiere tomar, que acepte también todos los movimientos que en el futuro él necesite hacer. Se sintió más en paz y volvió a la casa.
De todos modos, James seguió todavía allí con ellos un tiempo.
Al acercarse el día de San Patricio, Bella se trajo a su madre a casa. Ella vivía en Corktown. Era mayor y se olvidaba de todo: no reconocía ni a sus hijos. Se llamaba Neala O`Sullivan, de soltera Neala Ryan. Nació en el condado de County Cork de Irlanda. Se vinieron de allí porque no tenían nada de comer para dar a sus hijos. Nada, insiste siempre Bella.
Su madre, antes de perder la memoria, le había contado toda la historia de la familia para que no se perdiera con ella: una historia de miseria y soledad. Liam O`Sullivan, el padre, era (y quizás siga siendo) una barrica de whisky y cerveza, cuenta Bella. No tenía remedio. El día en el que cobraba el sueldo en aquel sobrecito marrón, él lo estrujaba al principio en el bolsillo y se proponía siempre llegar con aquel dinero intacto a casa, pero no lo lograba. Al llegar por la noche traía siempre los bolsillos vacíos, la boca llena de improperios y las manos con anhelo de golpes y de empujones. Es lógico que cuando desapareció, la madre no hiciera nada por buscarlo. Las dos niñas, Margaret y Carleen, estaban ya grandes, diez y nueve años, y podían quedarse a cuidar de los más pequeños mientras Neala iba a coser. A coser y a cantar. Neala era feliz así. Hay gente que necesita poco para ser feliz, dice siempre Bella, sobre todo los que en algún momento de su vida no han tenido nada. Ahora Neala ya no sabe coser y tampoco cantar. A veces acierta alguna puntada, pero no se acuerda de la labor que está haciendo y corta por donde no debería o une partes que tendrían que estar separadas. Son un desatino de formas y colores las piezas que ella hace. Antes de perder la memoria, Neala contó a Bella algo a propósito de las mujeres de la familia: que todas se han acabado quedando solas y criando así a sus hijos, por eso le dijo que ella no tuviera hijos, para escapar así de ese destino. Bella hasta ahora ha hecho caso, pero siente que su madre se equivocó y que el destino de las mujeres de la familia, en realidad, no es quedarse solas con los hijos sino perder a todos los hombres que se les acercan, tengan hijos o no los tengan. Y ella lo estaba cumpliendo a rajatabla. Igual no se puede evitar el destino, piensa Bella. En este tipo de fatalismos, y en otros como este, se parecen Francis y ella: en nada más.
Neala conservaba algo de la belleza que seguramente tuvo de joven. Sus cabellos