Mi abuelo americano. Juana Gallardo Díaz

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Название Mi abuelo americano
Автор произведения Juana Gallardo Díaz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418575617



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vamos, vamos, que no ha sido nada.

      Cuando llegan a las butacas donde Francis ha visto al chico, ya no hay nadie.

      —Hacia la puerta, hacia la puerta. ¡Venga, vamos!, le dice nervioso.

      Y allí sí, allí lo ven. Estaba subiendo a un coche que parecía un sueño. Era un Rolls Royce 10HP. Estaba a punto de marchar cuando Francis ha abierto la puerta. James le ha mirado contrariado al descubrirlo. Sabía que estaban allí, pero el hecho de haber ido a las butacas de platea pensaba que era una garantía de no encontrarse con ellos:

      —Baja, ¡he dicho que bajes!, ¿quién es esta gente?, ¿qué haces tú en la platea del teatro y en este coche?

      El hombre que va al volante se ha girado sorprendido hacia James y le pregunta en inglés qué hace.

      —¡Arranca!, ha dicho James por toda respuesta.

      Francis no se da por vencido y sube a la plataforma que hay en la puerta delantera. Logra así detenerlo y también se paran los otros dos coches que iban delante. Todos los hombres bajan. Estos hombres son diferentes a todos los que conoce. Tienen una seguridad, una fuerza que Francis no ha visto nunca. John le ha cogido del hombro y le dice:

      —Vamos, Francis, vamos.

      Pero él no se mueve. El chico le presenta al hombre que va con él en el coche. Se llama Joshua Berkowitz. También a los otros dos que han bajado de los otros coches, Daniel Stein y Adam Cohen. Este último fuma y le echa el humo a los ojos.

      —¿Qué pasa?

      Al principio nadie contesta a la pregunta. Después de ese silencio, James le dice que Francis es “su segundo padre”. Adam se acerca más a la cara de Francis. Sonríe y un incisivo de oro le brilla en la oscuridad.

      —El chico tiene ahora otra familia - contesta despacio- . Vamos.

      Dice esto último con cierta impaciencia, como si ya sintiera que ha dedicado demasiado tiempo a una insignificancia. Francis se queda quieto. Claro que quería mucho a James y que haría cualquier cosa por él, pero la mirada y la actitud de aquel hombre le hace sentirse como la pulga de un circo y, por eso, permanece congelado, sin saber qué hacer.

      Francis no lo sabía todavía, pero acababa de descubrir América.

      7

      Música blanca, música negra

      James había dicho tantas veces que quería irse que, cuando aquella mañana de primavera de 1923, Francis le vio hacer el equipaje, sintió cierto alivio, porque así dejaría de oírselo decir: a menudo, lo peor llega mediante un camino que hace desear, en el fondo, aquello que más se teme. A pesar de eso no pudo reprimir empezar a hablar para sí, aunque asegurándose por la distancia que el chico también lo oiría: “Ahora se enterará. Este se cree que la vida es coser y cantar. Ya verá lo que le espera. Es tonto de remate. ¿Quién me manda a mí traerme a un crío? En su casa tendría que estar este mocoso para que su padre le metiera en vereda. Ya lo decían en Maleza y tienen razón: quien se acuesta con niños, meado se levanta”. James le oía, naturalmente, pero siguió diligente introduciendo sus cosas en la única maleta que tenía. Cuando terminó, se quedó un momento de pie y solo dijo:

      —Me voy.

      Se dieron un abrazo rápido, con palmadas de compromiso en la espalda.

      —Hala, que te vaya bien, contestó Francis.

      —Eso, y a ti también, ¡ya está!

      Ese “ya está” le pareció a Francis que era una aguja larga que se clavaba en el corazón, porque sonaba a la finalización, enojosa y apresurada, de una tarea que se vive como un calvario, como unos deberes de la escuela la tarde de un domingo. Se oyó el crujir de la madera cuando James bajó. Allí estaba Bella, que miró con cariño a James y le dijo mansamente: ten cuidado. Desde arriba se oyó el quejido de la puerta al abrirse y Francis pensó que tenía que poner aceite en los goznes y colocar algún freno también en la segunda puerta, la de la mosquitera: si no se acompañaba con cuidado, daba un golpe al cerrarse que parecía siempre el final de una pelea. Desde la ventana de la habitación Francis vio cómo el chico avanzaba hacia el coche de Joshua Berkowitz, aquel hombre que había conocido en el espectáculo de Houdini. Tenía la esperanza de que se girara en algún momento, de que mirase para arriba y buscara sus ojos. Ahora, ahora lo hará, pensó Francis: se girará, subirá jadeando, nos daremos un abrazo, y me dirá entre sollozos que no, que no se va, que se lo ha pensado mejor.

      James no hizo nada de esto. Avanzó por el camino entre el césped sin hacer ningún amago de arrepentimiento, cargó la maleta en el coche y subió luego al lado de Joshua. El coche desapareció enseguida por la Jefferson Avenue. Francis estuvo allí mucho rato sentado. Su dificultad para saber qué estaba sintiendo le impedía, como ocurría casi siempre, saber qué hacer. Luego bajó para hablar con Bella. Ella estaba en la cocina y al verlo se enjugó las lágrimas con el delantal.

      —Todo irá bien. James es muy listo y saldrá adelante.

      Francis sonrió:

      —No, si lo que me preocupa no es que no salga adelante él, sino que no salga yo. Bella le acarició la nuca:

      —Tú también lo harás.

      En aquel momento llegaron Eliseo y John Cruz y les contaron lo que acababa de ocurrir:

      —Lo que más me duele, dijo Francis, es que el chico no se haya girado siquiera. Ahí, ahí se nota lo desagradecido que es ¿Se ha dado cuenta, Bella?

      —No sé, contestó ella. Yo lo que creo es que lo que más te duele es que se haya ido, pero si tú prefieres pensar que es eso, pues piénsalo. Yo no creo que sea desagradecido, solo que no se ha comportado como tú esperabas. Pienso, sencillamente, que James tiene prisa por vivir su vida.

      Con cara de sorpresa contestó Francis:

      —Pero, ¿es que conmigo no vive?

      —No.

      Bella contestó secamente, como si ese “no” no necesitara explicación, o Francis tuviera que encontrarla por sí mismo.

      La respuesta había sido tan rotunda que nadie dijo nada de momento, excepto Abilio que con un hilo de voz se atrevió a romper aquel silencio espeso como el alquitrán:

      —A quien espera, su bien le llega. Si no quieres perder al chico para siempre, ten paciencia, Francis, que uno solo tiene lo que no amarra.

      John, muy serio, solo dijo que subía a lavarse y a tenderse un poco.

      Nadie tenía ganas de hacer nada ese domingo, pero Francis había quedado en ir a una fiesta con Candy. Él no lo veía tan fácil, pero ella sí. Cuanto más conocía aquel enrevesado país, más se convencía de que Candy y él no deberían ni siquiera hablarse, pero ella decía que todo era posible si se había conseguido acabar con la esclavitud en el siglo pasado. Este hecho histórico la imbuía de un optimismo casi ilimitado.

      Francis muchas veces se pasaba las noches en vela pensando en ella y a veces decidía, al amparo de la oscuridad de la madrugada, que no volvería a verla nunca más, que era un quebradero de cabeza, que se sentía miserable y sucio por estar con ella, que se avergonzaba de pensar en Isabel y los niños y de ocultárselos a Candy, porque, aunque ella sabe que él tiene una familia en España, los dos evitan mencionarlo y ese silencio Francis siente que es como si los matara. Él, que ha sido siempre un hombre sin tacha, un hombre que ama más su honra que la vida, se avergüenza ahora de esta relación y le lastima verse así, como un perro abandonado y perdido, aunque haya momentos en que deja de escuchar la voz de la disonancia y se siente un hombre libre, sin más responsabilidad que la de su propia vida.

      La dejaría, piensa a veces, solo para que la cabeza deje de dar tantas vueltas buscando una solución, cuando en realidad la solución ya sabe cuál es, pero no se siente con fuerzas porque está demasiado solo aquí y Candy, al fin y al cabo, le da todo el cariño que él necesita. Después de estar con ella, siempre hay unas horas en que se siente de acuerdo y en paz con la vida y se dedica a jugar con Liseo