Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
Le preocupaba ver que también el público se estaba posicionando, porque eso era peligroso:
—Candy, levántate y siéntate un poco más allá.
Al principio Candy no obedeció, pero luego se levantó resignada. También formaba parte del pacto: la condición de posibilidad de su relación era que ellos evitaran cualquier problema en público.
Los hombres miraron a Candy:
—Nigger!
Se fueron y una lágrima resbaló por la mejilla de Candy. Bella estaba enfurecida y triste, Francis se sentía aliviado por haber podido evitar la colisión.
Comieron el picnic. Francis miraba a Candy un poco alejada todavía, tal y como habían exigido con su actitud aquellos hombres. A Bella, con la situación vivida, parecía que se le había apagado repentinamente la luz que exhibía desde hace semanas. Empezó a hablar en voz baja, extendía la comida a su madre con gesto ensimismado. Dejó de mirar el bullicio de alrededor: ya no lo oía. Su mirada se giró hacia adentro y empezó a escuchar sus propias voces, ajenas a la realidad externa.
Por la noche, cuando llegaron a casa, todos se movían en silencio. El impacto de la situación les duraría un tiempo. Candy marchó a su casa.
—Necesito estar con los míos, dijo para despedirse.
—Nosotros, ¿no somos “los tuyos”?, ¿yo no soy tuyo?, le preguntó Francis.
—Somos de aquellos con los que nos sentimos seguros y protegidos.
—A mí manera yo te protejo.
—Sí, a tu manera: no es ningún reproche. De todos modos, ahora me voy.
Candy se fue y Bella, al llegar de regreso a casa, se desentendió de todo. Se fue a la cama y allí se volvió a convertir en la “mujer oruga”. Anxélica fue la que preparó todo y llevó a Neala a dormir, en la camita al lado de Bella. Esta no dormía, se fijó Anxélica cuando entró. Tenía los ojos abiertos y miraba a ninguna parte. Anxélica se acercó a ella y apartándole el pelo de la frente le dijo:
—Nunca choveu que no escampara. Ten paciencia, Bella: todo pasa.
Lander salió aquella noche: siempre que podía lo hacía. Primero se afeitaba. Él no lo hacía con las navajas, idénticas unas a otras, con las que cada hombre de la casa se afeitaba. Tenía una maquinilla Wilkinson con dos cuchillas afiladas, que era la admiración de todos. Y luego cogía la plancha y con primor alisaba las arrugas de la ropa que se iba a poner para salir. Era un hombre callado, pero que, en silencio, estaba siempre para todos y les daba a cada uno lo que necesitaba y, por eso, le respetaban y le querían. Había algo en él que invitaba a estar atento, a protegerlo, como si detectaras detrás de su aspecto tan cuidado una vulnerabilidad extrema que luchaba por ocultarse. Le gustaba el mundo de la noche. A veces John le acompañaba en una solidaridad entre solitarios, que resultaba grato de ver, pero aquella noche John prefirió quedarse.
Habían pasado unas tres horas. Ya estaban todos dormidos, menos Bella, que seguía con los ojos bien abiertos, como si no quisiera perderse nada del desarrollo de la oscuridad. De repente se oyó la puerta de abajo abrirse y a continuación un estruendo. Todos salieron de las habitaciones, pero fue Bella la primera en llegar abajo. Allí tendido estaba Lander. Se retorcía de dolor, sangraba por la boca y la nariz. Los ojos los tenía cerrados de los golpes que había recibido. Cuando le limpiaron y le dieron agua, vieron que le faltaba un diente. Bella empezó a gritar:
—Son unos asesinos, ¿quién te ha hecho esto, Lander?, ¿quién ha sido?
Lander estaba casi inconsciente y no contestaba a los requerimientos de Bella.
De repente, vieron cómo Bella se iba hacia afuera. John y Francis salieron detrás. Se dirigió a la pequeña casa de madera en la que guardaba las herramientas del jardín y cogió un hacha y con ella se puso en medio de la calle:
—¿Quién lo ha hecho? ¿Quién ha pegado a Lander? ¡Por mi madre que me vengaré y mataré a quien lo haya hecho!
Las luces de las casas del vecindario se empezaron a encender. Algunos salieron a las puertas y otros contemplaban la escena desde las ventanas. Bella fue hacia un vecino que había salido al porche blandiendo el hacha amenazadoramente y el vecino se metió dentro de la casa y cerró la puerta por dentro. John y Francis fueron detrás de ella:
—Bella, Bella, cálmese. Aquí no ha sido. Vamos a casa. Ya averiguaremos.
Pero Bella volvía a tener la fuerza de mil caballos y no podían reducirla y también sentían miedo de que pudiera darles un hachazo a ellos mismos, enloquecida como estaba. John, por fin, logró cogerla por la cintura desde la espalda. Estaba intentando arrebatarle el hacha cuando les sorprendió, por la hora, la llegada de un coche que, al acercarse, vieron que era de la policía. Bajaron dos de ellos mientras uno se quedaba a la expectativa sentado al volante. Uno de los policías preguntó qué pasaba. El vecino, que se había ocultado en su casa, salió para explicar lo que él había visto. Mientras hablaba, Bella se retorcía aún más en los brazos de John y Francis:
—¡Dejadme en paz, que lo mato, que lo mato!
Al oír esto, salió también el policía que se había quedado dentro del coche y entre los tres redujeron a Bella. No, de verdad, no es necesario, nosotros nos ocupamos de ella, decía John tímidamente a los policías, pero no sirvió de nada.
Anxélica también había salido llorando. Subieron así reducida a Bella a la parte trasera del coche. Ella permanecía ahora en silencio, con el cuello doblado hacia abajo. Al acercarse Anxèlica a ella musitó:
—Es que no voy a poder protegeros, no voy a poder.
El coche arrancó y se fue alejando poco a poco. Anxélica corría detrás de ella, “señora, señora,”. Todo fue inútil. Los vecinos miraban a aquella gente que vivía con Bella. La puerta de la casa estaba abierta y la luz encendida. Allí, Abilio y Liseo, su hijo, acababan de limpiar las heridas de Lander, que poco a poco volvía en sí.
De repente, en lo alto de la escalera vieron a Neala, que hasta ahora parecía no haber despertado:
—¿Qué pasa?, ¿quién ha llegado? No será Liam que viene a buscarme para reconciliarnos.
Francis se sentó. Aquello era un desbarajuste. ¿Qué tenían que hacer ahora?, se preguntaba. John y Abilio acompañaron a Lander a la cama y luego John fue al lado de Francis que le preguntó:
—¿Quién ha pegado a Lander?, ¿por qué lo han hecho si es el hombre más bueno que conozco?
—Francis, dijo John tragando saliva, es que él, Lander, bueno, es que tiene unos gustos y unas costumbres,
—¿Qué gustos? ¿a qué te refieres?
—Bueno, ya creo que te lo dije una vez: es que a él le gustan los hombres, igual que a nosotros nos gustan las mujeres.
—Pero si no lo parece, contestó Francis con asombro.
—Que no parece ¿qué?
—No sé, en mi pueblo había uno así, pero se le notaba mucho y, en realidad, nadie le pegaba: nos reíamos de él solamente.
Era real la sorpresa de Francis: no lo podía entender. Aquello de ir con hombres era solo una anomalía, una anomalía quizás gorda, pero, ¿pegarle por eso?: eso sí que no podía entenderlo.
—Bueno, eso, reírse, es otra manera de pegar, le dijo John. La cosa es que Lander es así y sale por las noches y va por ambientes que no son buenos. Lo más gordo ahora es lo de Bella.
—¿Qué tenemos que hacer? –preguntó Francis.
—Ponernos en marcha mañana. Saber dónde la han llevado, saber cómo podemos sacarla de allí, dijo John.
Había sido un día muy largo. Todos se fueron retirando a sus habitaciones, porque querían descansar un poco. Intuían que los próximos