Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
Desde que entraron en la fiesta ha tenido que soportar algunas miradas que no puede interpretar con claridad. No sabe lo que hay en ellas de interés, de curiosidad o quizás también de recelo. Otras parecen rebosar odio. Esto último no lo ha visto al principio, lo ha empezado a pensar después y, al mismo tiempo, ha empezado a tener miedo porque algunos que se cruzan con él se las arreglan para, entre risas, eso sí, acercarse al oído disimuladamente y decirle: “¡Blanco!” Lo dicen con una aspereza y un desprecio que desmiente el calor aparente de su sonrisa. Miran también con desconfianza sus manos al juntarse con las de Candy en el baile. Ella está intentando enseñarle los ritmos de aquella música. Él se mueve con torpeza. Sí, este es otro mundo. Está sudando. No sabe por qué se ha puesto este traje con corbata. Era la primera vez que se acercaba al mundo de ella y quería, inocentemente, dar una imagen de formalidad. Allí todos llevan otra indumentaria más cómoda, quizás porque no tienen que demostrar nada, y eso les permite moverse con más facilidad. De todos modos esos cuerpos tienen una relación con la música y el ritmo diferente a la que tiene él, piensa. Para sí se atreve a pensar: ¡son unos salvajes! Solo así se explica que muevan su cuerpo con esa libertad, como animales sin recato alguno. Se mueven frenéticamente: parece que la vida se les fuera a acabar y tuvieran que beber de ella de un trago, como beben el Gin de la Bañera, una mezcla de alcoholes de grado barato y con saborizantes como bayas de enebro, reposadas durante días en la bañera.
Candy está también borracha y cada vez se acerca más a su cuerpo: los dos están sudorosos. No está acostumbrado a esta música, pero tiene algo, se le está metiendo en el cuerpo cada vez más, como si la locura de aquella gente se le estuviera contagiando. Empieza a sonar un blues que hace furor y todos cantan la letra a gritos: “Oye, voy a conseguir un empleo trabajando en la casa del señor Ford. Oye, voy a conseguir un empleo trabajando en la casa del señor Ford. Oye, una mujer me dijo anoche: “No podrás aguantar el trato del señor Ford”. Todos conocen aquel blues y lo cantan mientras ellos dos se siguen besando, borrachos por la sensación de libertad que les despierta la música y el baile. Es la primera vez que lo hacen en público. De repente, nota que alguien le coge de la espalda y le aparta de Candy:
—¡Quita tus manos blancas de nuestras mujeres!
Por un momento él no sabe qué hacer porque le cuesta entender lo que está pasando:
—¿Qué haces?
—Lo que te he dicho: quita tus manos de ella. Separados para lo que os interesa, juntos para lo que queréis.
Francis aún dudó:
—No, yo no entiendo.
Candy se ha puesto en medio de ellos. La música se ha detenido. Una burbuja de silencio se ha creado alrededor de la escena. Están todos demasiado borrachos, demasiado eufóricos. En realidad, solo quieren continuar con su fiesta. El chico, que no tendría más de veinticinco o veintiséis años, ha apartado a Candy y se acerca provocador y retador a Francis:
—¡Cobarde!
Francis se abalanza sobre él. No hay nada que tema más que la violencia física, no porque se sienta débil sino porque, precisamente, conoce su fuerza. Suele evitar estas situaciones, pero aquel mocoso le está llamando cobarde, Candy ha demostrado su valor al colocarse entre ellos y no puede ser más débil que ella y, además, aquel chico se ha atrevido a empujarla. Empieza a forcejear con él hasta que se abre paso entre la gente Demond, el hombre algo mayor del que le había hablado Candy, y los separa:
—Es solo un “chico de campo”, señor. Discúlpele.
Era así como los negros de ciudad llamaban algo despectivamente a aquellos otros que habían llegado de las plantaciones del sur. No compartían con ellos ni su forma de vestir, ni de hablar, ni sus supersticiones ni sus ritos. Tenían, además, estos negros de ciudad una relación diferente con los blancos y con el resentimiento que les suscitaban. Era un odio más domesticado.
—De todos modos, es preferible que se vaya, añadió con calma.
—¡No es justo!, gritó Candy.
—No estamos hablando de lo que es justo, Candy, sino de lo que es necesario. Los negros tenemos vetada la palabra justicia, como tantas otras cosas, pero, precisamente, el tener tan poco, nos hace tener muy claro lo que necesitamos. Marchaos.
Aquel hombre tenía, efectivamente, una autoridad que resultaba difícil no acatar. Se fue haciendo un pasillo entre la gente, como una invitación silenciosa y clara para que marchasen, y lo hicieron.
Al llegar a la calle se miraron. Quizás podían dar un paseo, o sentarse en alguna acera a ver pasar la vida, pero, en realidad, cualquier posibilidad había quedado abortada por lo que acababan de vivir. Nadie iba a aceptar nunca su amor. Nadie. Los hermanos de Candy le habían saludado con frialdad y distancia, no porque no aprobaran a Francis, no porque no creyeran en su amor, sino solo porque sabían que esa relación era tan imposible como pretender aumentar el caudal de un río con cubos de agua. Por un motivo u otro nadie más, en realidad, aparte de Candy, creía en ellos y por ese motivo había confundido su deseo con la realidad y había interpretado el silencio condescendiente de los hermanos con una improbable aceptación. No querían confesárselo el uno al otro, pero no podían dejar de sentir el desaliento que les producía esa certeza que ahora mismo tenían. Y se fueron cada uno a su casa y a su mundo. Ella más triste, porque quería a aquel hombre como nunca había querido a ningún otro, y él, en cierta manera, aliviado porque en realidad lo que deseaba era alejarse, que ella se rindiera, que dejara de luchar.
8
Lucy Peterson: nueva caída del caballo
Lucy, la mujer de Sean Peterson, aparecía de vez en cuando por la fábrica con una conducta que él no podía descifrar, pero, advertido por John, se daba cuenta de que aquella mujer entrañaba alguna forma de peligro. El Departamento de Sociología, creado por Henry Ford, marcaba una serie de normas de conducta muy estrictas dentro y fuera de la fábrica. El buen sueldo que ofrecía, la semana de cinco días y todos los demás privilegios le daban un supuesto poder luego para tener un control casi total sobre sus trabajadores. Y había algo en el comportamiento de esa mujer que le decía que tenía que mantenerse lejos de ella, para mantenerse también lejos de ese maldito Departamento de Sociología.
Esa mañana llegó Lucy con una sonrisa que le cruzaba la cara como un rayo de luz. Llevaba los labios pintados muy rojos y se acercó tanto que Francis pudo ver cómo la pintura había manchado sus dientes blancos, lo que le daba un aire patético que le desconcertó. Más se sorprendió cuando Lucy le dijo:
—Dice Sean que vayas a verle ahora mismo.
—¿Ahora? Eso es imposible, ahora mismo estoy solo: Bruno ha ido a recoger unas pinturas para las chapas. ¿Qué quiere Sean, señora?
Ella se estaba acercando tanto que casi le impedía mover los brazos para recoger las piezas que caían de la grúa sobre el coche que estaban montando.
—No sé, no sé qué quiere Sean. Preguntas mucho. Tendrías que ir, porque si no,
Desde el otro lado del coche los compañeros que se ocupaban de esa parte se asomaban por el chasis sin entender qué estaba pasando entre aquella mujer y él. Si viniera Bruno d’Amico, su compañero en la cadena, él iría, solo para alejarse de ella y que lo dejase en paz, pero Bruno no venía y ausentarse suponía detener la cadena.
Ella, en un gesto insólito, juntó sus labios y sopló en su oreja izquierda.
—Señora, pero, ¿qué hace?, preguntó Francis alterado.
—¿No te gusta?, ¿qué es lo que te gusta a ti?, algo te tiene que gustar.
—¡Déjeme, señora!, le dijo él en tono alto y con aspereza. Estaba ya harto de estos americanos infantiles y caprichosos a los que no hay quien los entienda.